Se hizo el silencio en el puente. Entonces, al cabo de unos tres minutos de espera, apareció la imagen de Aceitoso.
—He terminado, señor.
—¿Y vuelve a estar a bordo de la nave? —preguntó Cole.
—Sí, señor —respondió el tolobita—. Ahora mismo me dirijo a la sección de Artillería.
—Haga explotar ahora mismo las cargas.
Hubo unos instantes de silencio.
—Ya está, señor.
—Tripulantes de la
Aquiles
—dijo Cole—, por si les ayudara a decidirse, los informo de que sus cañones láser acaban de quedar inutilizados.
Pasaron otros dos minutos y la
Aquiles
no respondía. Cole hizo una señal y Christine cortó la conexión.
—¿Y ahora? —preguntó Forrice.
—Aquí sucede algo raro —dijo Cole—. Tan sólo cuentan con seis hombres y armas de mano contra una nave militar que, al menos desde su punto de vista, podría transportar a una tripulación entera. Dejemos que sufran unos minutos más.
—¿Qué piensa usted que puede suceder, señor? —preguntó Christine.
—No lo sé —respondió Cole—. Esto no es una guerra. No es imaginable que hagan estallar su propia nave en un arranque de patriotismo, o de orgullo. No sé qué botín pueden transportar, pero seguro que no estarán dispuestos a morir por él. Aquí hay algo que se me escapa, y no pienso mandar a los míos al combate hasta que tenga claro de qué se trata.
—¿Señor? —dijo Christine, que tenía los ojos clavados en los sensores y el entrecejo arrugado—. Ocurre algo muy extraño.
—¿Qué? —preguntó Cole, súbitamente alerta.
—Ahora sólo hay tres hombres en el puente. El resto parece dirigirse a las bodegas de la nave.
—¡Mierda! —exclamó Cole—. ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Forrice, que su grupo aborde ahora mismo la
Aquiles
! No creo que encuentre mucha resistencia en la sala de controles, pero ése no es su destino. ¡Bajen lo antes posible al hangar de las lanzaderas! ¡Los encontrarán allí!
—Vamos para allá —dijo el molario, al tiempo que su cuerpo de tres piernas salía por la compuerta dando vueltas sobre sí mismo, como una especie de derviche alienígena.
—Esto sí que no lo había previsto —le dijo Cole a Christine—. Le había ordenado a Aceitoso que destruyera, no sólo los cañones, sino también todas las lanzaderas espaciales, salvo una. Me había imaginado que meteríamos en ella a todos los supervivientes y los haríamos aterrizar en un planeta colonial… pero ellos ya se han dado cuenta de lo que yo no tendría que haber olvidado: de que disponen de una lanzadera en condiciones. Ahora mismo deben de estar cargando el botín en ella. Quizá dejarán en la nave a uno o dos idiotas que no saben de qué va el asunto para que armen barullo y nos frenen.
—Pero saben que podríamos destruirlos a más de un año luz de distancia —dijo Christine—. Eso no tiene ningún sentido.
—Tiene muchísimo sentido —le respondió Cole—. Cuentan con que no vamos a destruir la lanzadera con su tesoro a bordo, y tienen la esperanza de llegar a un planeta amigo antes de que les demos alcance.
—Pero ¿encontrarán algún planeta amigo por aquí? —preguntó ella.
—Les he dicho quiénes somos, ¿lo recuerda? Si suma las recompensas que la República ofrece por mí, por Sharon, por Forrice y por la
Teddy R
., se dará cuenta de que cualquiera de los planetas de la Frontera Interior estaría dispuesto a acoger a alguien que pueda facilitar nuestra captura.
—Es verdad —reconoció Christine—. Lo había olvidado.
—Señor —dijo Domak, con los ojos fijos en la pantalla—, por lo menos uno de los miembros de nuestra partida ha caído. A juzgar por las posiciones de todos ellos, parece que se libra un combate muy enconado en la sala de controles. Uno de los no humanos… las lecturas no me permiten distinguir entre Forrice y Jaxtaboxl… ha llegado al hangar… ahora un humano le ha dado alcance.
—¡Y todo por mi culpa! —dijo Cole, furioso consigo mismo—. Teníamos lanzaderas de sobras. ¡No tendría que haberle dicho a Aceitoso que dejara ésa!
—Al parecer, el combate en la sala de controles ha terminado. Dos de los tripulantes de la
Aquiles
y dos de los nuestros están muertos, o heridos.
—¡Y todavía no llevamos ningún médico en esta puta nave! —masculló Cole—. ¡Pues qué suerte que ya no estoy en la Armada! ¡Si llego a estar, me habrían destituido de otro puesto de mando!
—¡Ah, qué diablos! —dijo Christine, sin despegar la cara del monitor—. ¡Bien por Forrice!
—¿Qué ha sucedido? —dijo Cole.
—Uno de ellos, Forrice o Jaxtaboxl, ha volado el mecanismo que abre la compuerta del hangar. ¡Ahora no podrán salir de la nave!
—Pues entonces ya está —dijo Cole, aliviado—. No tienen escapatoria. Se rendirán, y trataremos de salvar a todos los que no hayan muerto.
De repente, la imagen de Forrice apareció en los ordenadores de Christine. El fluido púrpura que le hacía las veces de sangre le resbalaba por el brazo, y tenía una quemadura en el cuello, producto de una de las pistolas láser. Estaba agazapado bajo la lanzadera espacial inutilizada, con un arma de plasma en la mano.
—¿Están ahí? —preguntó en tono de apremio—. ¿Reciben este mensaje? ¡Tengo que hablar con Cole!
—Estoy aquí —dijo Cole—. ¿Qué sucede, Forrice? Parece que el tiroteo haya terminado.
—Sí y no —dijo el molario, y una mueca de dolor afloró a su rostro al cambiar de postura.
—Explíquese.
—Nos encontramos en lo que podríamos llamar una situación difícil —dijo Forrice.
—Voy para allí —dijo Cole mientras se dirigía al aeroascensor.
—Yo creía que el capitán y el primer oficial no podrían abandonar la nave al mismo tiempo cuando se hallan en territorio enemigo —masculló Forrice.
—Ahora nos hallamos en territorio neutral —respondió Cole—. Y además, mientras la
Aquiles
esté acoplada con nosotros la voy a considerar una extensión de la
Teddy R
.
—Ése es el Wilson que yo conocía —dijo Forrice.
—Nos vemos dentro de un minuto.
—Otra cosa, Wilson —dijo el molario.
—¿Qué?
—Mire bien antes de entrar.
Cole entró en la sala de controles del yate con gran cautela, pistola láser en mano, pero no la necesitó. Dos de los tripulantes de la nave pirata yacían muertos en el suelo. También uno de los tres bedalios de la
Theodore Roosevelt
. Luthor Chadwick se sostenía contra la pared, le salía sangre por los oídos, a duras penas lograba enfocar la mirada.
—Tengo que bajar al hangar —dijo Cole—. Le mandaremos ayuda en cuanto nos sea posible.
—No le oigo, señor —farfulló Chadwick.
—¡Le he dicho que tengo que bajar al hangar! —le dijo Cole con voz más fuerte.
Luthor se señaló los oídos.
—Me ha alcanzado un disparo de pistola sónica, señor —dijo—. Le veo a usted mover los labios, pero no oigo nada. Creo que el resto de nuestro grupo está abajo, en el hangar.
Cole asintió y fue hacia allí. Al entrar, no oyó sonidos de combate, pero, al acercarse a Forrice, distinguió un súbito movimiento y se echó al suelo, y un rayo de plasma dejó una quemadura en la pared que había estado detrás de su cabeza.
—¿Qué diablos sucede? —dijo, y se arrastró hasta Forrice sobre los cuerpos caídos de dos de los miembros de su propia tripulación.
—No se lo va a creer usted, señor —dijo Pampas, agazapado tras una lanzadera averiada.
—A ver si lo entiendo —dijo Cole—. Esos tíos no tienen manera de escapar, los superamos en número, hemos matado a la mayoría de su tripulación, capitán incluido, y les hemos dejado abierta la posibilidad de alistarse en la
Teddy R
., o de que los llevemos hasta un planeta colonial fuera de todo peligro. ¿Por qué luchan todavía?
—El hombre que el difunto capitán Windsail dejó a cargo de la nave les dijo que éramos traficantes de esclavos —dijo Forrice—. Ha sido una medida muy efectiva para reforzar su voluntad de resistencia. Piensan que si los capturamos, luego los venderemos.
—¡Eso es una idiotez! —dijo Cole.
—Pampas ya ha dicho que no se lo creería —dijo Forrice, con el equivalente molario de una sonrisa.
—¿Acaso hay tráfico de esclavos en la Frontera Interior? —preguntó Cole—. ¿Cómo es posible que se lo hayan creído? Yo pensaba que hacía siglos que habían sido abolida la esclavitud.
—Probablemente sí lo hay, señor —dijo Pampas—. En la Frontera no existe ninguna ley que merezca tener en cuenta, tan sólo unos pocos gobiernos planetarios y unos pocos cazadores de recompensas. Me sorprendería no encontrar media docena de planetas que trafiquen con esclavos.
—Y la
Teddy R
. es lo suficientemente grande como para transportar un cargamento de esclavos —observó Forrice.
—Esta situación es ridícula —dijo Cole—. Es hora de ponerle fin.
—Se han escudado muy bien, señor —dijo Pampas.
—Yo no he dicho que fuese a dispararles —respondió Cole—. Sólo he dicho que voy a poner fin a esta situación. —Calló por unos instantes, perdido en sus pensamientos, y luego miró al molario—. Forrice, ¿cómo se llamaba su madre?
Forrice miró a Cole como si se hubiera vuelto loco.
—Venga —dijo Cole—, no tengo todo el día.
—Bueno, si lo tradujéramos, vendría a ser, más o menos…
—Nada de traducciones. Su nombre molario.
—Chorinszloblen.
—Excelente. —Entonces, habló con voz más fuerte—. Tripulantes de la
Aquiles
, les habla Wilson Cole, capitán de la
Theodore Roosevelt
. ¿Me oyen?
—¡Yo no pienso salir! —chilló una voz.
«¿Yo? —pensó Cole—. Entonces, es que sólo queda uno».
—Quiero que me escuche con mucha atención —dijo Cole, alzando la voz—, porque voy a decirlo una sola vez. No somos traficantes de esclavos. No traficamos con criaturas inteligentes. Mi oferta sigue en pie. Si se rinde, podrá unirse a mi tripulación con los mismos derechos que cualquier otro miembro, y no se le castigará de ningún modo por lo que haya hecho en el día de hoy. Si lo prefiere, lo depositaremos en un planeta colonial. En cualquier caso, no va a sufrir ningún daño. Pero estoy harto de esperar y no quiero perder más vidas. He traído una lata de chorinszloblen, un potente gas nervioso. Todos los miembros de mi tripulación son inmunes a sus efectos. No lo matará, pero lo dejará inválido, y casi seguro que va a quemarle la mayoría de los circuitos neuronales. Puede rendirse ahora mismo, o verse reducido a un estado vegetativo. Ésas son las opciones que tiene. Ha peleado como un valiente, pero eso se acabó. Ahora ya no puede hacer nada.
Cole dejó de hablar. Al cabo de treinta segundos, alguien arrojó un arma de plasma y una pistola láser al suelo, en terreno abierto. Luego, con mucha lentitud, un adolescente salió de su escondrijo y avanzó por el hangar con las manos en la nuca.
—Me entrego —dijo.
—¡Pero si es un muchacho! —dijo Pampas, sin dejar de mirarlo.
—Los muchachos también pueden matar —dijo Cole—. Forrice, cerciórese de que no lleve armas. Toro, no le pierda de vista.
Forrice registró rápidamente al prisionero.
—No lleva nada —confirmó el molario.
—Está bien. Toro, busca a sus compañeros.
—Están todos muertos —dijo amargamente el chico.
—Entonces, eres el único tripulante de la
Aquiles
que ha sobrevivido —dijo Cole. Se volvió hacia Pampas—. Toro, Luthor Chadwick está muy mal. Se encuentra en la sala de controles. Quiero que usted y Jack lo lleven hasta la
Teddy R
. y pregunten si alguien sabe cortar hemorragias. Y dróguenlo hasta que podamos llevarlo a ver a un médico.
—La coronel Blacksmith ha confiscado todas las drogas, señor —dijo Pampas.
—No tendrá problemas en darles algo para atender este caso. Bastará con que lo vea.
—A sus órdenes, señor —dijo Pampas, y se fue con Jaxtaboxl a la sala de controles.
Cole volvió su atención al prisionero.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—No tengo por qué decírselo —le respondió el adolescente en tono retador.
—No, no tienes por qué —respondió Cole—. Pero entonces, hasta que te llevemos a un planeta, tendremos que llamarte «muchacho», o «oye, tú».
—¿De verdad que me van a dejar libre? —preguntó el prisionero.
—Ya te he dicho que sí.
—Pero es que el capitán Windsail nos dijo…
—El capitán Windsail os mintió —dijo Cole.
El muchacho lo miró fijamente.
—Tal vez mintiera, tal vez no, pero han matado a todos los miembros de esta tripulación, excepto a mí.
—Tu nave había tratado de saquear la mía —replicó Cole—. No olvidemos ese insignificante hecho. Ahora podrías ahorrarnos trabajo y decirnos dónde transportáis la carga. Cuanto antes nos hayamos posesionado de ella, antes podremos dejarte libre.
—Eso no entraba en el trato —dijo el muchacho.
—El combate ha terminado —dijo Cole—. ¿Por qué insistes en crearnos dificultades?
—Si emplean ese producto químico, ese chori… chorinoséqué, en mí, me dejarán sin memoria —dijo el muchacho en tono desafiante, en un intento por ocultar su nerviosismo—. Entonces, no lo encontrarán jamás.
—En ningún momento se me ocurriría emplear chorinszloblen contra ti —respondió Cole—. No creo que mi primer oficial estuviese de acuerdo. —Forrice ululó un par de veces. Era el equivalente molario de una carcajada—. Encontraremos el tesoro, con o sin tu ayuda. Yo lo sé, y tú lo sabes. ¿Por qué no nos dices de una vez de qué se trata, y dónde se encuentra?
—¿Y cómo sé yo que no me van a matar en cuanto le hayan puesto la mano encima al tesoro?
—Esto no es más que una mierda de yate, no un destructor estelar —dijo Cole, irritado—. ¿Cuántos escondrijos puede tener? Si quisiera matarte, lo haría ahora mismo, por obligarnos a buscarlo.
—Está bien —dijo el muchacho—. Transportábamos unos cuatrocientos diamantes en bruto de Blantyre IV, y también algunas joyas que el capitán Windsail robó la última vez que estuvo en Binder X.
—¿Y dónde están?
—El capitán Windsail no nos lo dijo nunca, pero estoy casi seguro de que se encontrarán en el área de las cocinas.
—¿Por qué?
—No se le habría ocurrido guardarlos en su propio camarote. Ése es el primer sitio donde uno habría ido a mirar.
—¿Y por qué en las cocinas? —insistió Cole.
—Porque es el sitio donde ninguno de nosotros habría ido a mirar —respondió el otro—. Todos nosotros teníamos miedo de cortarnos una mano si la metíamos detrás de las máquinas para sintetizar comida.