—Lanzadera, contacte con Éufrates Djinn y dígale que Wilson Cole y Cleopatra solicitan el placer de su compañía.
—
Enviando
…
—¿Está seguro de que quiere que conozca su identidad? —preguntó Val.
—Es un delincuente. La República lo encerraría entre rejas, si pudiera. Esa misma República quiere mi muerte. Mi verdadero nombre tendría que ayudarme a ganar su confianza.
—
Éufrates Djinn ha recibido su petición y le autoriza a acceder a su propiedad
—anunció la lanzadera.
—Dígale que aceptamos su amable invitación y que no tardaremos en llegar —dijo Cole.
La lanzadera avanzó. Como los túneles estaban a oscuras, Cole no tenía ni idea de la velocidad a la que se desplazaba el vehículo. Al cabo de cuatro minutos empezaron a frenar, y pocos segundos más tarde se detuvieron. La puerta corredera se abrió y salieron a una sala sin apenas mobiliario. Tres hombres los aguardaban.
—¿Comandante Cole? —dijo uno de ellos.
—Capitán Cole —dijo el aludido.
—Disculpe mi equivocación —dijo el hombre—. Recuerdo a Cleopatra por la última vez que estuvo aquí. El señor Djinn los aguarda en la planta baja. Los acompañaremos hasta allí en cuanto hayan pasado los escáneres de seguridad.
—Ya pasamos por los del aeropuerto —dijo Cole.
—Los nuestros son más exhaustivos.
Los escáneres localizaron todas las armas de Val y la mujer tuvo que dejarlas, pero no descubrieron la pistola de cerámica de Cole.
—Le devolveremos la pistola láser, la pistola sónica y las dagas en cuanto se marche —le dijo a Val otro de los hombres.
—Más os vale —respondió ella con frialdad.
—Y ahora —dijo el primero de los hombres—, si desean acompañarnos hasta el aeroascensor…
Los cinco subieron flotando y salieron a un vestíbulo ricamente decorado. Desde allí los condujeron a un salón grande y lujoso donde les dijeron que aguardasen. Los tres hombres salieron, y, al cabo de un instante, entró en la sala un hombre calvo, achaparrado y con bigote daliniano. Se les acercó contoneándose y le tendió la mano a Cole.
—He oído hablar de sus hazañas, señor Cole —dijo—. Sabía que era cuestión de tiempo que la República encontrara un pretexto para librarse de su héroe más grande. Al fin y al cabo, es así como suelen actuar los gobiernos. Éufrates Djinn, a su servicio. —Se volvió hacia Val—. Y tú, mi querida Cleopatra… o prefieres que te llame Nefertiti, o Dominó, o Llama, o… pero ¿para qué voy a seguir? Ambos sabemos quién eres, aunque no sepamos cómo tenemos que llamarte. ¿Querrían tomar algo?
—Quizá luego —dijo Cole.
—Estupendo. Bueno, ¿en qué puedo servirles?
—Tal vez esté usted al corriente —empezó a decir Cole, improvisando mientras hablaba— de que vine a la Frontera Interior con mi nave y con la mayor parte de mi tripulación. Seguramente no existe ninguna otra nave en la Frontera que pueda igualar nuestra potencia de fuego. «Y si te lo crees —pensó—, el resto va a ser fácil»
—No he visto su nave, pero por aquí circulan algunas muy potentes —dijo Djinn.
—Pero no transportan una tripulación militar entrenada —siguió diciendo Cole.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Djinn—. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Es usted un perista de gran importancia, señor Djinn —dijo Cole—. Su reputación se extiende por toda la Frontera Interior. Han oído hablar de usted incluso en el Brazo Espiral y en las cercanías de la Periferia.
—Me siento halagado.
—Pero una reputación como ésa podría transformarse en una espada de doble filo —siguió diciendo Cole—. Nadie sabe cuánto dinero tiene usted, pero se ha llegado a hablar de tres mil millones de créditos.
—Eso es una ridiculez.
—No he venido a discutirle si se trata de mil millones o de tres mil millones, señor Djinn. Estoy aquí porque, sea cual fuere la suma, lo más probable es que atraiga a humanos y alienígenas que no respeten el código ético que estoy seguro de que usted y yo compartimos.
—¿Y ha venido a ofrecerme protección?
—Sé que dispone usted de una fuerza de seguridad, y estoy seguro de que tendrá varias naves. No pretendo protegerle de un hombre que se colara de noche en su casa, ni de una nave solitaria que creyese que merece la pena atacar a una de las naves de usted, o a sus clientes. Pero en la Periferia abundan los caudillos con ejército propio, y, como la República tiene toda su atención puesta en la guerra contra la Federación Teroni, esos caudillos están empezando a aparecer también en las Fronteras Exterior e Interior. Ésa es la clase de enemigo contra el que podemos protegerle.
—¿Y cómo es que tengo el privilegio de que acuda usted a mí? —preguntó Djinn—. ¿Por qué no ha ido con esa oferta a David Copperfield, o a Ivan Skavinsky Skavar?
—David Copperfield está demasiado cerca del territorio de la República. Si necesitase ayuda, llamaría a la Armada, y ésta, probablemente, acudiría. El motivo por el que lo elegí a usted, y no a Ivan, se encuentra a mi lado. Es la única persona que se ha unido a nosotros desde que llegamos a la Frontera Interior. La elegimos porque conoce muy bien la situación actual, y ella nos aseguró que es usted el más importante y el mejor. Si rechaza usted mi oferta, acudiremos al humano o alienígena que ocupe la siguiente posición en nuestra lista.
—¿Y cómo quiere que le pague sus servicios?
—Puede que pase una semana, un mes, un año, o una década hasta que sufra usted un ataque por parte de una fuerza importante —dijo Cole—. Usted y yo podríamos establecer un pago adecuado por un enfrentamiento de ese tipo, y bastaría con que nos lo abonara después de la victoria. Aparte de eso, sólo le pido una modesta paga anual que le garantizará la preferencia en la obtención de nuestros servicios.
—¿Y a cuántos millones de créditos ascendería esa modesta paga? —preguntó Djinn, suspicaz.
—No quiero dinero.
—¿Joyas, entonces? ¿O quizá tesoros artísticos?
—Quiero algo que para mí es un tesoro, señor Djinn. Soy coleccionista de libros antiguos, de libros de la época en la que los seres humanos aún vivían en la Tierra. Si tuviera usted alguno, le rogaría que me dejase mirarlos, y haría mi selección.
Apareció una sonrisa de un extremo a otro del rostro regordete de Djinn.
—Por un instante ha logrado que me lo creyera —dijo, y se rió de buena gana—. Le ha mandado él, ¿verdad?
—No tengo ni idea de qué me habla usted —dijo Cole.
—David Copperfield. Hace más de una década que quiere hacerse con mi primera edición firmada. Un buen intento, señor Cole, pero mi respuesta es la misma de siempre: jamás.
—¿Por qué iba a mentirle? —dijo Cole—. Sí, es cierto que me ofreció una espléndida recompensa si me hacía con ese libro. Pero eso no tiene nada que ver con la oferta de ahora. Si me entrega usted el libro, mi nave y mi tripulación estarán a punto para defenderle contra todo ataque por un período de, digamos… ¿dieciocho meses estándar?
—Conozco mucho mejor que usted el Cúmulo de Albión —dijo Djinn—, y sé que no hay aquí ningún caudillo que pueda reunir en menos de cinco años una fuerza suficiente para que me interese contratar los servicios de usted. Así que, en realidad, poco importa que su oferta sea sincera o no. —Una sonrisa afloró lentamente a sus gruesos labios—. ¿Estaría usted dispuesto a hacerme otra oferta?
Cole frunció el ceño.
—No entiendo lo que me quiere decir.
—¿Cuánto me dará a cambio de que le deje marchar con vida?
—Ah, ya le digo yo que nos dejará marchar con vida —dijo Cole—. Y que, además, nos entregará el libro.
—Su sentido del humor me tiene admirado, señor Cole.
Cole desenfundó la pistola y apuntó a Djinn.
—Espero que también le admire mi buen gusto en cerámicas.
—¿Ese juguete funciona de verdad? —preguntó Djinn.
—Tiene usted una manera fácil de saberlo —dijo Cole—. Espero que no se empeñe en averiguarlo y me entregue el libro.
—Mátelo y acabemos con esto —dijo Val, y Cole no tuvo claro si trataba de asustar al perista, o si lo decía en serio—. No lo necesitamos para encontrar ese maldito libro.
—Ya ha oído usted a la señora —dijo Cole—. Recapacite.
Djinn se encogió de hombros.
—Por mí, puede quedarse con ese libro hasta el fin de sus días, señor Cole —dijo, y caminó hasta la pared que quedaba a sus espaldas—. Quiero decir que cuento con recuperarlo dentro de unos diez minutos.
Tocó la pared cierto número de veces, de acuerdo con un patrón rítmico preciso, y, de pronto, una sección de la pared se abrió y dejó al descubierto la novela de Dickens encuadernada en cuero. El perista se quedó a un lado, pero ni Val ni Cole se acercaron.
—Dánoslo tú —dijo la mujer.
—Algo me dice que no confian en mí —dijo Djinn, con voz de estar divirtiéndose.
—¿Con quién te crees que tratas? —dijo Val—. En el mismo momento en el que lo toque una mano que no esté registrada en los bancos de memoria de tu sistema de seguridad, saltarán todas las alarmas del edificio. Puede que así salvaras el libro, pero no te salvarías tú.
—¿Qué diablos les ha ofrecido Copperfield para que corran tantos riesgos contra un hombre que no les ha hecho nunca nada? —preguntó Djinn, con curiosidad.
—No podrías entenderlo —dijo Cole—. Copperfield y yo fuimos juntos a la escuela.
Djinn agarró el libro y se lo entregó a Cole.
—Diez minutos —dijo—. Tal vez doce, con suerte. Disfrútenlo mientras puedan.
—Val —dijo Cole—, tengo la impresión de que el señor Djinn querría echar una siesta.
Antes de que Djinn pudiese reaccionar, Val le asestó un golpe en la nuca y el hombre se desplomó.
—Espero que no lo haya matado.
—¿Qué importancia tendría? —respondió ella.
—Somos piratas, no asesinos.
—A mí no me dé sermones —dijo ella—. Mató a un montón de hombres que viajaban en la
Aquiles
.
—Nos habían atacado.
—¿Y usted se cree que Djinn le habría dejado marchar sin atacarlo?
—Ya lo discutiremos luego —dijo Cole—. Ahora mismo tenemos que encontrar una manera de huir de aquí.
—Los hombres que nos han escoltado antes eran tres —respondió ella—. Yo me cargo a dos, y usted al otro.
—Los tres llevaban armas —dijo Cole—. Y no sabemos cuántos más habrá.
—Pues muy bien —dijo la mujer—. Si no quiere luchar contra ellos, busquemos la ruta de escape de Djinn. En mi vida he conocido a un hombre tan rico y poderoso que no tuviera una salida de emergencia oculta en su edificio. Ésta es la sala donde se hacen los negocios, igual que el despacho de Copperfield. Seguro que existe una manera de salir de aquí.
—¿De quién diablos tendría que escapar? —preguntó Cole—. Tiene compradas a las autoridades locales.
—Las autoridades no son ningún problema, y tampoco habrá rival que entre aquí sin que lo desarmen. No, los hombres como Djinn tienen que estar a punto para escapar de lugartenientes ambiciosos.
Cole pensó en lo que acababa de oír, y luego asintió para expresar su acuerdo.
—Eso que ha dicho tiene su lógica. Empecemos a buscar.
—En dirección a la puerta, no. Los subordinados ambiciosos se encuentran siempre al otro lado.
—En cualquier caso, ¿cómo es que todavía no han acudido? —preguntó Cole—. Ahora me dirá que el sistema de seguridad no ha creado ya media docena de hologramas con todo lo sucedido.
—Estoy segura de que lo tenía activado cuando entramos. Pero no es idiota. Con toda probabilidad lo desactivó antes de enseñarle el libro. Contaba con arrebatárselo de nuevo; ha pensado que sus hombres podrían quitárselo, y tal vez puedan. Pero quería asegurarse de que ellos no supieran dónde lo tenía escondido.
—En el negocio de la piratería se aprende mucho, ¿verdad? —observó Cole. Miró a su alrededor—. Lo más probable es que la salida esté oculta en la pared, igual que el libro.
—Pero, si no sabemos los códigos, ¿cómo la vamos a abrir? —preguntó ella.
Cole agachó la cabeza por unos instantes, pensativo, y luego, de pronto, la levantó.
—Creo que ya lo sé.
—¿Cómo?
—Si tuviera que marcharse con prisas, no le quedaría tiempo para marcar un código. Tendría que salir lo antes posible.
—¿Y?
—Pues que no debe haber ningún código. El sistema estará programado para reconocerlo a él. —Se acercó al inconsciente Djinn—. Venga, ayúdeme a levantarlo. —Val fue en su ayuda y al cabo de un momento lo tuvieron de pie entre ambos—. Ahora lo acercaremos a las paredes tanto como podamos y veremos lo que sucede.
Empezaron a arrastrarlo, como dos amigos podrían arrastrar a un borracho, a lo largo de la pared tras la que había estado oculto el libro, y después a lo largo de una segunda pared, y en el mismo momento en el que Cole se disponía a admitir su equivocación un panel se abrió en la tercera pared y detrás de éste descubrieron un aeroascensor.
—¿Nos lo llevamos o lo dejamos? —preguntó Val.
—Será mejor que nos lo llevemos. Si nos encontramos con sus hombres, tal vez podamos emplearle como rehén y convencerles de que no nos disparen.
—Lo más probable es que a la mayoría de sus hombres no les venga mal una excusa para matarlo y repartirse su botín —dijo Val—. Mire lo que me hizo mi tripulación, y eso que yo era una capitana de lo más generosa.
—Nos lo llevaremos de todos modos. Aunque prefieran matarlo a él antes que a nosotros, no nos vendrá mal llevar un escudo.
El aeroascensor descendió hasta un piso más bajo, pero no era el mismo por el que habían salido de la lanzadera.
—¿Se puede seguir bajando? —preguntó Val. Tenía ante los ojos una sala repleta de tesoros artísticos.
—No, esto es el final —dijo Cole después de examinar los controles—. A ver si podemos subir.
—¡Espere! —dijo ella.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
—¡Agarremos lo que podames de aquí antes de marcharnos!
—Nos haría perder tiempo —dijo Cole—. Sus hombres no se van a quedar quietos por toda la eternidad.
—Pues entonces adelántese —dijo ella, y salió del ascensor—. Yo iré luego.
—Vayamos juntos —dijo Cole—. Pero dese prisa.
Val agarró unas estatuillas, llegó a la conclusión de que pesaban demasiado, tomó brevemente en consideración la posibilidad de llevarse un par de cuadros, y finalmente se decidió por un puñado de gemas alienígenas en la que se habían grabado microscópicas escenas de exquisita belleza. Se las metió dentro de la bota y volvió al aeroascensor donde se encontraba Cole.