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Authors: Mike Resnick

Tags: #Ciencia Ficción

Starship: Pirata (25 page)

—¿Acerca de Djinn? ¿O acerca de Picacio? —respondió ella.

—Decida usted.

—Picacio IV es un planeta con atmósfera de oxígeno, y ochenta y cuatro por ciento de gravedad estándar. En un primer momento lo emplearon como planeta-hospital para enfermos del corazón convalecientes, porque gracias a la baja gravedad no tenían que esforzarse tanto, y su contenido en oxígeno es algo más alto que el estándar. Pero, al cabo de unos pocos años, descubrieron que uno de los tres continentes estaba habitado por criaturas gigantescas, parecidas a los dinosaurios de la Tierra, y al instante floreció una industria del safari. Luego descubrieron que sus océanos de agua dulce producían pescado suficiente para alimentar a unos pocos planetas cercanos que sufrían todo tipo de inconvenientes, desde sequías hasta actividad volcánica, y entonces, con las industrias pesquera, médica y del safari en plena expansión, se transformó en el centro financiero de una región de cincuenta planetas en el Cúmulo de Albión.

—No hacía falta que me contara tantas cosas —dijo Cole—. Gravedad ligera y alto contenido en oxígeno, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Cuántos espaciopuertos?

—Cuatro. Uno de ellos, al lado del hospital, es el de la ciudad que ha crecido en torno a éste, y allí se encuentra Djinn.

—Está bien, ahora hábleme de Éufrates Djinn.

—Su verdadero nombre es Willard Foss, y con el paso de los años se ha hecho llamar Benito Gravia, Marcos Rienke, y, simplemente, McNeal, sin nombre de pila. Se llama Éufrates Djinn desde que se instaló hace quince años en Picacio IV.

—¿Cuán importante es su negocio?

—Es uno de los tres peristas más importantes de todo el Cúmulo. Tiene almacenes en Picacio IV, Alfa Prego II y Nuevo Siam.

—¿Cuántos hombres tiene en Picacio?

Christine negó con la cabeza.

—Soy buena con los ordenadores, pero no tanto. Probablemente es más importante que su amigo David Copperfield, pero no sé si eso implicará que tenga más fuerzas de seguridad.

—Las fuerzas de seguridad son las que protegen las empresas legales. En este caso habría que hablar de matones y pistoleros.

—Pero recuerde que tienen la misma puntería que las fuerzas de seguridad —repuso la voz de Sharon.

—¿Tengo que apuntármelo, o confiará en que me acuerde? —preguntó Cole, con sorna.

—Es que estamos preocupadas por usted, señor —dijo tozudamente Christine.

—Lo sé —respondió Cole, con un suspiro de fatiga—. Y se lo agradezco. Pero si tienen que seguir cuidándome así, creo que me quedaré en Picacio y entraré a trabajar para Éufrates Djinn.

—Disculpe, señor.

—No se disculpe. Dígame si hay algo más que tenga que saber.

—He tratado de conseguir un plano de su casa, pero, según parece, mandó construir habitaciones y pisos nuevos, y ha pagado a suficientes burócratas para no tener que registrar las obras. Así es más difícil descubrir dónde se encuentra el libro.

—Quizás envíe a Val a preguntárselo —propuso Cole—. A veces es muy persuasiva. —Guardó un breve silencio—. Pienso que eso será todo. No creo que se haya comprado el sistema de alarmas por medio de los procedimientos ordinarios. ¿O tenemos alguna manera de descubrir de qué tipo son?

—Ésa fue una de las primeras cosas que traté de averiguar, señor —dijo Christine.

—Muy bien —dijo Cole—. Eso es todo. —Levantó la voz—. Piloto, ¿cuánto tiempo tardaremos en llegar?

—En el espacio normal, tres días y siete horas —respondió Wkaxgini—. Si encuentro la entrada al agujero de gusano de Gulliver, unas seis horas.

—¿Por qué le cuesta tanto encontrarlo?

—Los agujeros de gusano no son carreteras —dijo Wkaxgini—. No se encuentran siempre en el mismo lugar.

—Bueno, pues haga lo que pueda —dijo Cole. Se volvió hacia Christine—. ¿Cuánto falta para que termine el turno blanco?

—Unos ochenta minutos estándar, señor.

—Como es posible que lleguemos a Picacio durante el turno rojo, quiero que para entonces Val esté despierta del todo. Infórmela, o, si está durmiendo, déjele un mensaje para cuando despierte. Dígale que queda relevada de todas sus funciones habituales hasta que hayamos regresado de Picacio.

—¿Quién quiere que la sustituya, señor? —preguntó Christine.

—¿Quién tiene más experiencia en combate… Domak o Sokolov?

—Voy a mirar sus historiales, señor.

—Sea quien sea, estará al mando durante el turno azul. Quiero que alguien con experiencia en combate esté al mando, por si tuviéramos algún problema.

—La teniente Domak, señor —dijo Christine con los ojos puestos en el ordenador.

—Dígale que se hará cargo del turno azul hasta que Val haya regresado a la nave. Y dígale también a Forrice que esté alerta por si la situación se complicara. No quiero que haga jornadas de dieciséis horas, pero me sentiré mucho más seguro si él se encuentra al mando cuando alguien empiece a disparar. Hablaré con Domak antes de que nos marchemos y le explicaré que, si Forrice la reemplaza, será por una orden explícita mía. Que sepa con quién tiene que enfadarse.

—Pues entonces, ¿por qué la pone usted al mando? —preguntó Christine.

—Porque, si nos atacan antes de que Forrice haya podido relevarla, quiero que les capitanee una persona que sepa lo que es hallarse bajo el fuego enemigo.

—¿Quién cree usted que podría dispararnos, señor?

—No lo sé. Pero Muscatel tenía cuatro naves. ¿Cómo podemos estar seguros de que un perista con el éxito de Djinn no tendrá unas pocas? Y, si las tuviera, ¿qué razón tenemos para pensar que ninguna de ellas estará en órbita, dispuesta a disparar contra cualquier intruso que quiera entrometerse en su negocio?

—Ahora lo entiendo, señor.

—Excelente. Voy a echar una cabezada, por si necesitara todas mis fuerzas para dentro de seis horas, y no para dentro de setenta y dos. Si encontráramos el agujero de gusano, despiérteme a las diecinueve horas.

Se dirigió al aeroascensor y al cabo de un momento llegó a su camarote.

—¿Cómo es eso? —dijo en voz alta—. ¿Hoy no ha venido la puta que suele esperarme semidesnuda?

La imagen de Sharon apareció frente a él.

—Te conviene descansar. Presiento que esta misión va a ser más peligrosa de lo que tú piensas.

—¿Y por qué crees eso?

—Porque siempre te vas al extremo contrario —respondió ella—. Si esto tuviera que ser muy fácil, nos lo pintarías muy peligroso, para que nadie se repantigara. Pero ya te he visto en situaciones difíciles, y, cuanto más peligrosas son, más te esfuerzas por quitarles importancia. —Una sonrisa afloró a su rostro—. Me imagino que lo haces para que la puta y el resto de tu tripulación no se preocupen en exceso.

—Está bien —dijo él, y se tumbó en el catre—. Me voy a dormir. Pero espero alabanzas en cantidad y favores sexuales para cuando regrese.

—¿Y no te bastaría con un bocadillo de soja?

—Probablemente —dijo él, justo antes de dormirse.

Capítulo 22

Picacio IV era uno de los escasos planetas habitables con anillos que Cole había visto en su vida. Para ser exactos, tenía dieciséis anillos, aunque para el ojo desnudo se fundían en uno solo enorme. La torre de control que se hallaba cerca del hospital se encargó de los controles de la nave y, cuando entraron en la estratosfera para aterrizar, Cole y Val empezaron a hacer preparativos para salir de la
Kermit
.

—Yo podría ponerme peluca —observó ella—, pero no tengo manera de ocultar mi estatura.

—Sí, no puedes volverte más pequeña —dijo Cole—. Aunque sí podrías ponerte unos tacones más altos en las botas, o añadirles alzas. Así ya no te reconocerían por tu estatura de dos metros con doce.

—Preferiría no correr el riesgo de quedarme tirada en el suelo —respondió Val.

Cole pensó cómo se vería Val «tirada en el suelo», pero fue incapaz de imaginársela.

—Como quieras.

Agarró un objeto brillante y se lo puso en el bolsillo.

—¿Qué diablos era eso?

—Una pistola de cerámica —respondió él—. Lo más probable es que los dispositivos de seguridad no la detecten.

—¿Cuántas veces puede disparar, y con qué potencia? —preguntó ella.

—Tres disparos, y llevo otros dos cargadores, así que en total serán nueve. Por lo que respecta a su potencia, yo no confiaría en que matase a ninguna criatura mucho más grande que tú… pero emplea balas explosivas, y eso tendría que compensar la falta de potencia.

—¿Hace ruido?

—Dispara balas, no rayos ni descargas de plasma —respondió él—. Sí, hace ruido.

—Yo creía que teníamos que actuar de incógnito —observó ella.

—Si la empleo, será porque ya nos habrán descubierto. Tú tienes músculo. Yo llevo esto por si nos viéramos en una emergencia.


Acabamos de aterrizar en Picacio IV
—anunció la voz de la lanzadera.

—Mantén en funcionamiento todos los sistemas de soporte vital —ordenó Cole—. Ten la compuerta abierta hasta que la tercera oficial y yo hayamos salido. Luego ciérrala y séllala, activa todos los sistemas de seguridad y defensa, y no permitas que nadie suba a bordo hasta que yo, la tercera oficial u otro tripulante de la
Theodore Roosevelt
cuya voz figure en tus bancos de memoria diga el código de entrada.


Todas las órdenes han quedado registradas
—anunció la lanzadera, y a continuación abrió la compuerta. Val y Cole salieron afuera y la compuerta se deslizó a sus espaldas hasta volver a cerrar el acceso.

Debía de ser de noche cuando aterrizaron, pero en el planeta brillaba una luz que podía compararse con la de la media tarde.

—¡Dios mío, mira eso! —dijo Cole, alelado.

En lo alto, los anillos, de sesenta y cinco mil kilómetros de anchura, compuestos sobre todo de hielo, reflejaban los rayos del sol. Refulgían y centelleaban con luz trémula y brillante, y su intensidad fluctuaba en el curso de su inacabable viaje en torno a Picacio IV.

—Ya lo había visto antes —dijo Val sin impresionarse—. Sigamos adelante.

—Pero yo no lo había visto —dijo Cole—. Querría contemplarlo durante un par de minutos. Puede que no se me presente ninguna otra oportunidad. —Se quedó donde estaba y miró a lo alto, y finalmente se volvió hacia Val, que se movía nerviosamente, dominada por la impaciencia—. Vale, vámonos.

Un aerocoche no tripulado detectó su movimiento y se les acercó.


Entren por la izquierda, por favor, y los llevaré a la aduana
—dijo.

Hicieron lo que les decía y al cabo de pocos minutos bajaron en el puesto de aduana, aguardaron a que les dieran el visto bueno a sus falsas tarjetas de identidad y luego entraron en el área principal del espaciopuerto.

—Hay un montón de aerotrineos —observó Cole.

—Todos ellos transportan pacientes del hospital —respondió Valquiria—. El sector profesional más importante de este continente es la sanidad. —Pensó unos instantes, y luego añadió—: Y el segundo, el delito.

—Bueno —dijo Cole—, no hemos venido a hacer ninguna curación. ¿Cómo vamos a llegar hasta la casa de Djinn?

—Por aquí —dijo ella, y señaló hacia abajo.

—¿Vive en el subsuelo del aeropuerto?

Val sonrió.

—Iremos en un transporte subterráneo. Tienen una red por debajo de toda esta ciudad. Nos llevará hasta su finca.

Cole la siguió hasta un aeroascensor. Descendieron unos doce metros y salieron a una pequeña plataforma. Al instante apareció una lanzadera. Cole habría preferido llamarla «monorraíl», pero no tenía raíles, y flotaba a unos treinta centímetros sobre la superficie del túnel. Subieron y Cole se dio cuenta de que se trataba de un único vehículo, no de un tren. Se imaginó que debía de haber cientos, quizá miles de vehículos, y que el más cercano que sintiera su movimiento debía acudir al instante.


Por favor, indique su destino
—dijo una voz mecánica, y al instante apareció un complicado mapa de la ciudad—.
Si sabe la dirección, dígala, por favor. Si no, busque en el mapa la zona a la que desea dirigirse y diga en voz alta las coordenadas. Si se trata de un domicilio o empresa privados, bastará con que nos diga el nombre de su propietario
.

—Éufrates Djinn —dijo Val.


No puedo llevarles hasta la propiedad del señor Djinn sin la autorización explícita de éste
—dijo la lanzadera—. ¿
Desean que contacte con él
?

Val le dirigió una mirada interrogadora a Cole.

—Lanzadera —dijo Cole—, apague todos los sistemas, salvo los de soporte vital, durante dos minutos.


A sus órdenes
—dijo la lanzadera, e incluso las luces se apagaron.

—Si anunciamos que nos dirigimos hacia allí, ¿dónde nos van a dejar? —preguntó Cole.

—Todas las casas y empresas tienen un área subterránea, no un simple sótano, adyacente a uno de los túneles —respondió Val.

—¿Así que nos van a dejar dentro de la casa?

—Bueno, digamos que por lo menos nos dejarán a la puerta.

—Pero ¿tendremos que preguntarle si podemos ir?

—Sí.

—¿Y si nos dice que no?

—Entonces, la lanzadera no se detendrá en su casa, pero sí en los límites de su propiedad, y él sabrá que estamos allí.

—Si sólo se identifica usted y yo me quedo callado, ¿qué pasará si trato de bajar con usted?

—Si saben que voy para allí, habrá alguien esperándome —dijo ella—. Por supuesto que eso no será ningún obstáculo para matarlo, o matarnos, antes de que puedan verlo a usted.

Cole negó con la cabeza.

—No, no quiero poner en alerta a todo su equipo de seguridad hasta que hayamos descubierto dónde se encuentra el maldito libro. —Reflexionó—. ¿Está segura de que saldrán a esperar la lanzadera? ¿No aguardarán a que hayamos entrado en la casa?

Val frunció el ceño.

—Trato de acordarme. —Profirió una obscenidad—. No recuerdo dónde nos vinieron al encuentro, pero parece mucho más lógico que el equipo de seguridad salga a escoltarnos antes de que entremos en la casa.

—¿Cómo es su seguridad exterior?

—Una valla atomizadora, unos pocos francotiradores… lo habitual.

De pronto, las luces volvieron a encenderse.


El período de dos minutos ha terminado
—informó la lanzadera.

—De acuerdo —dijo Cole—. Val, ¿cuál era el nombre por el que la conocía Djinn?

—Cleopatra.

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