—Usted póngale un arma en la mano a la alférez Marcos, y verá que tira del gatillo con la misma facilidad que un torqual de doscientos veinte kilos, señor. Yo no tengo ningún problema en defenderme.
—De acuerdo, está contratado —dijo Cole.
—Podría quedarme aquí de servicio hasta que avistemos la nave pirata, señor —propuso Pampas.
Cole sopesó esa posibilidad, pero luego negó con la cabeza.
—¿Quién diablos va a saber cuánto falta para eso? Quiero que esté descansado. Por otra parte, si las armas funcionan ahora, también funcionarán cuando avistemos una nave pirata. Estoy seguro de que todos los tripulantes a los que entrenó serán perfectamente capaces de realizar todos los ajustes necesarios. —Calló por unos instantes—. Ojalá dispusiéramos de un gimnasio de verdad para que pudiera entrenarse, o de una sala de tiro. Pero en la
Teddy R
. a duras penas tenemos espacio suficiente para movernos, así que tendrá que mantenerse en forma lo mejor que pueda con esa minúscula sala de ejercicio.
—Sí, señor —dijo Pampas. Se dio cuenta de que la entrevista había terminado e hizo el saludo militar.
—Y trate de abandonar esa costumbre del saludo militar.
—Es que, como le decía antes, señor…
—Tengo mis motivos, Toro —le dijo Cole—. Hemos quitado la insignia de la República que llevábamos en la nave. Hemos desechado todos los uniformes militares. Si asaltamos una nave pirata y uno de los suyos se esconde, y se le presenta la oportunidad de pegarnos un par de disparos sorpresa, sólo tendrá una manera de saber quién es el primero al que tiene que matar. Se fijará en quién es el hombre a quien todos los demás le hacen el saludo militar.
—No se me había ocurrido, señor —dijo Pampas—. Me esforzaré al máximo por no saludar, señor.
—También podría dejar de llamarme «señor» —añadió Cole—. A los tripulantes que trabajan en el puente se lo he pedido, pero, en todo caso, ellos no tienen que ir a ninguna otra parte. A los miembros del equipo de abordaje se lo voy a exigir.
—Sí… —Pampas se detuvo a tiempo.
—Estupendo. Escoja a su sucesor, informe de su nombre a mí o a Forrice y despídase de esta sección cuando termine el turno. Y asegúrese de que todas sus armas de mano estén listas para funcionar.
Cole se volvió, sin llegar a ver si Pampas le hacía otro saludo militar, y se dirigió al aeroascensor. Subió hasta el puente, donde estaban de servicio Braxite, un molario, y Vladimir Sokolov, un hombre alto y rubio.
—¡Capitán en el puente! —gritó Braxite, y se cuadró. Sokolov, que trabajaba con las consolas del ordenador, se puso en pie e hizo el saludo militar.
—Basta ya —dijo Cole, fatigado—. ¿Hay alguien que tenga algo de lo que informar?
—La teniente Mboya me ordenó que prosiguiera con los mapas que ella había empezado —dijo Sokolov. Dio una breve orden a uno de los ordenadores en un idioma que parecía componerse de números y fórmulas, y, al cabo de un instante, un mapa estelar tridimensional ocupó el espacio que se hallaba sobre su consola. Dio otra orden y diecisiete estrellas refulgieron con luz amarilla y empezaron a parpadear.
—En cada uno de estos sistemas se encuentra uno de los mundos más poblados de la Frontera Interior. Catorce de ellos tienen atmósfera de oxígeno, dos de cloro y uno de amoniaco. La distancia máxima entre dos de ellos es de tres mil años luz.
—No es mucho en comparación con las dimensiones de la frontera —observó Cole.
—Es por la tendencia a vivir en la misma zona, señor —dijo Sokolov—. Sobre todo aquí, donde la densidad de población es tan baja.
—¿Y qué sabemos sobre las rutas comerciales?
Sokolov dio otra orden incomprensible, y unas setenta y cinco líneas de color púrpura brillante aparecieron sobre el mapa. Cada una de ellas unía dos planetas. Más de la mitad de las líneas iban directamente desde mundos mineros hasta planetas de la República que no aparecían en la imagen.
Cole se volvió hacia Braxite.
—¿Sabemos algo sobre rutas y calendarios de las naves de pasajeros?
—Sólo lo que está publicado. Se puede acceder a la información desde la galaxia entera —respondió el molario—. Pero no he logrado averiguar cuáles de esas naves viajan escoltadas por navíos de guerra de la República, y el número de naves de pasajeros es tan elevado que es muy difícil predecir adónde irán los más ricos. Los cruceros de lujo, los que tienen casino y diversiones, no abandonan nunca el territorio de la República, y, aunque no lleven escolta militar, contratan naves de mercenarios que los protegen. La mayoría también llevan ex agentes y militares que patrullan en la propia nave. De incógnito, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Cole—. Pero, bueno, de todos modos no queríamos asaltar a pasajeros inocentes.
—¿Me permite una observación, señor? —dijo Sokolov.
—¿Sí?
—Si se pasan el día en una nave casino en tiempo de guerra, ¿podemos considerarlos inocentes?
—No sé cuán inocentes pueden ser —respondió Cole—. Pero si los acompañan naves mercenarias y policías, estarán demasiado protegidos como para interesarnos. Nos quedamos con las naves piratas.
—Debe de haber varios millares de naves en esta zona. —Sokolov señaló los diecisiete sistemas envueltos en luz y aproximadamente la mitad de rutas comerciales—. ¿Cómo vamos a localizar las naves piratas?
—Es que no las localizaremos.
—Pues entonces, ¿cómo…?
—Dejaremos que sean ellos quienes nos encuentren —respondió Cole—. Dígale a Aceitoso que quiero hablar con él.
—¿En persona, señor?
—No, no va a ser necesario.
—¿En privado, entonces? Puedo ordenarle que le transmita su imagen al camarote.
—Puede hacerlo aquí —respondió Cole.
—Ahora mismo —respondió Sokolov, y, de pronto, Cole se encontró cara a cara con una imagen holográfica a tamaño natural del único tolobita de la
Teddy R
. Era una criatura achaparrada, de piel lustrosa, bípeda. Su piel, lisa y aceitosa, refulgía. Sus extremidades superiores eran gruesas y tentaculares, más parecidas a la trompa de un elefante que a los tentáculos de un pulpo. No tenía cuello; la cabeza le crecía directamente sobre los hombros y era incapaz de volverla. La boca no poseía dientes y parecía equipada únicamente para sorber fluidos. Tenía los ojos oscuros y muy separados. No se le distinguían fosas nasales. Las orejas eran simples rajas a cada lado de la cabeza. De hecho parecía que le faltara de todo, pero también había algo que sólo tenía él: un gorib, un simbionte vivo y pensante, que le recubría el cuerpo como una segunda piel y le filtraba todos los gérmenes y virus.
Cole era incapaz de pronunciar su nombre, igual que le sucedía con la mayoría de los nombres alienígenas, y por ello lo había apodado «Aceitoso», por su falsa piel lustrosa. En su opinión, Aceitoso era el miembro más importante de la tripulación, porque su gorib le permitía trabajar en el vacío del espacio, o en la superficie de planetas con atmósferas de cloro o de metano, sin problemas por fallos de equipamiento, porque, aparte del gorib, Aceitoso no necesitaba ningún traje protector.
—¿Deseaba hablar conmigo, señor? —preguntó Aceitoso en idioma terrestre, aunque con mucho acento.
—Sí. ¿Se acuerda de que después de escapar le ordené que saliera y reemplazase la insignia de la República con el estandarte de la calavera y las tibias?
—Sí, señor.
—Estábamos en plena celebración y yo no tenía las ideas claras —dijo Cole—. Ahora que estamos sobrios, es evidente que no nos interesa hacer saber a todo el mundo que somos piratas.
—¿Desea que retire el estandarte de la calavera y las tibias, o prefiere que lo reemplace con otra cosa?
—Quiero que lo reemplace.
—¿Con qué, señor?
—Un segundo. —Se volvió hacia Sokolov—. Usted tiene ascendencia rusa, ¿verdad?
—Sólo Dios sabe cuántos siglos hace que mi familia abandonó esa parte de la Tierra.
—¿Podría darme un nombre de persona o de lugar de Rusia o de por ahí?
—¿Por ejemplo, Stalin?
—No, Nueva Stalin es un planeta importante en la República —le respondió Cole—. Piense otro.
—¿Samarcanda?
—Ése está bien. —Se volvió hacia el holograma de Aceitoso—. Quiero que quite los estandartes con la calavera y las tibias, y los sustituya por el logo de Transporte de Mercancías Samarcanda.
—¿Por un logo, señor?
—Sokolov va a preparar un montón. Quiero que se vean en las partes frontal y posterior de la nave, y también en las lanzaderas. ¿Podrían estar para hoy?
—Probablemente —dijo Aceitoso.
—Si representa demasiado esfuerzo para el gorib, pueden tardar un par de días estándar —dijo Cole.
—El gorib no tendrá ningún problema, señor. Dependerá del tiempo que me lleve retirar la calavera y las tibias. La antigua insignia de la República estaba medio borrada por el gran número de ocasiones en que la nave había tenido que entrar en atmósferas diversas para aterrizar. Pero las calaveras y las tibias no han sufrido nunca esa clase de calor ni de fricción.
—Bueno, pues empiecen lo antes posible, y, cuando hayan terminado, informen al puente.
—Sí, señor —dijo Aceitoso, y cortó la conexión.
—Ese tal Aceitoso es una criatura notable —dijo Cole, admirado—. Con cincuenta como él conquistaría cualquiera de los planetas con atmósfera de cloro que se encuentran en la Federación Teroni.
—O en la República —añadió Braxite.
—O en la República —corroboró Cole—. Se parecen como un huevo a otro huevo.
—Si… como un huevo a otro huevo. Aunque no sé lo que es un huevo —dijo Braxite.
—Señor —dijo Sokolov—, ¿debo entender que desea usted que cree un logo, o un emblema para algo que se llamará Transporte de Mercancías Samarcanda?
—Sí —dijo Cole—. En cuanto lo haya diseñado, imprímalo en una docena de tamaños distintos, siempre lo bastante grande como para cubrir las calaveras y las tibias, por si quedaran trazas de ellas. Aceitoso los adosará a la nave. Asegúrese de que sean resistentes al calor y a la fricción, por si tuviéramos que posarnos sobre algún planeta.
—¿Un planeta con atmósfera de oxígeno?
—De cualquier tipo —le respondió Cole—. No siempre podremos elegir.
—Me pondré a trabajar en ello ahora mismo, señor —dijo Sokolov—. ¿Quiere que se lo enseñe antes de entregárselos a Aceitoso?
—¿Y qué sé yo sobre diseño? —dijo Cole—. Enséñeselo a la teniente Mboya. Tiene la cabeza mejor amueblada de toda esta nave.
—Sí, señor.
Sokolov se puso a trabajar con el ordenador, y Braxite se volvió hacia Cole.
—¿Acierto al suponer que nos haremos pasar por una nave de carga para atraer a los piratas?
—Una nave de carga averiada —dijo Cole—. Si no fuéramos nada más que una nave de carga en ruta hacia su destino, no estarían seguros de poder alcanzarnos, y entonces nos dispararían para averiarnos los motores… y a esa distancia y velocidad, ¿quién sabe lo que podría suceder? Aunque sólo trataran de inutilizarnos los motores, podrían equivocarse por un par de segundos, y mandarnos a todos al infierno. Será mucho mejor tentarlos con una nave ya averiada.
—Seguro que no somos los primeros que tenemos esa idea, señor —dijo Braxite—. Apuesto a que la Armada hace lo mismo de manera habitual en la franja intermedia entre la República y la Frontera.
—Lo dudo —dijo Cole—. Los piratas no tienen motivo alguno para abordar una nave de la Armada. La harían pedazos desde una distancia segura.
—Pues entonces, una compañía de transportes que esté harta de sufrir ataques…
—Mire —le dijo Cole, que se esforzaba por contener su irritación—, la Frontera Interior debe de comprender una cuarta parte de la galaxia. Hace más de veinte días estándar que estamos aquí, viajando a la velocidad de la luz, y por el momento sólo nos hemos encontrado con tres naves. No sé dónde se habrán metido los piratas. Cuatro Ojos no lo sabe. Y, si usted tampoco lo sabe, lo que tiene más sentido es que tratemos de llamarles la atención.
—Le pido disculpas, señor —dijo Braxite—. No pretendía cuestionarle.
—No hay nada malo en cuestionar órdenes sin sentido —le respondió Cole—. Salvo en el caso de que acabaran de dispararnos. Si se diera esa situación, les agradecería a todos que me prestaran obediencia ciega. —Calló por unos instantes—. Tengo hambre. Díganle a Odom que se reúna conmigo en la cantina.
—Sí, señor.
Cole abandonó el puente, entró en el aeroascensor, bajó un piso hasta la cantina, pasó de largo ante tres mesas ocupadas y se sentó en una que estaba vacía al fondo de la sala. Al cabo de un instante, Mustafá Odom, el ingeniero en jefe de la nave, entró, localizó a Cole y se sentó con él.
—¿Quería verme, señor?
—Sí —dijo Cole, y pidió un bocadillo y una taza de café del menú que había aparecido en el aire. Una vez que hubo pedido, el menú se desvaneció, y el capitán quedó cara a cara con Odom—. Llegará un momento, que puede ser mañana, o dentro de unos días, en el que será imprescindible hacer creer a otra nave que tenemos los motores averiados. Debemos dar por sentado que no serán imbéciles, y que sus sensores van a recorrer hasta el último milímetro de nuestra nave antes de que empiece el asalto. Tendremos que mantener en marcha los sistemas de mantenimiento vital. ¿Es posible mantenerlos en funcionamiento con el impulsor lumínico desactivado? ¿O sería demasiado sospechoso?
—No habrá ningún problema. Contamos con una reserva energética de emergencia para los sistemas de mantenimiento vital y también para la enfermería. Creo que todas las naves cuentan con una.
—No quiero que flotemos a la deriva por el espacio a la espera de que alguien se nos acerque. Tendría demasiada pinta de ser una trampa. Si el impulsor lumínico se avería, ¿podríamos viajar a velocidades inferiores a la de la luz?
—Podríamos incluso alcanzar la velocidad de la luz sin el impulsor —respondió Odom—. Sólo lo necesitamos para acelerar y para frenar. Una vez que alcanzamos la velocidad deseada, no hay gravedad ni fricción que nos haga perder impulso.
—No funcionaría —dijo Cole—. Si esperamos demasiado tiempo, podríamos ir a parar a un planeta. ¡Qué diablos!, si somos más rápidos que ellos, podría ser que no lograran darnos alcance, aunque el impulsor lumínico no funcionara, por lo menos en teoría. Quiero que piensen que estamos indefensos, que pueden capturar la nave sin necesidad de hacer nada, que nos vean impotentes.