—Por cuatrocientos dieciséis —observó Copperfield.
—Sólo quería simplificar los cálculos —respondió Cole—. Si multiplico treinta mil por cuatrocientos, el valor de mercado que obtengo es de doce millones.
—Correcto —dijo Copperfield—. Lo toma o lo deja. Puede que en este lote haya algunas gemas excepcionales, pero también las puede haber muy inferiores.
—Vamos a ver… ya sé que no las pagará a precio de mercado. No puedo demostrar que sea su propietario, y usted tampoco espera que lo haga, y, por supuesto, tiene que sacar usted un beneficio. Pero yo me imaginaba que un perista ofrecería entre un cuarto y un tercio del precio de mercado. Me ha ofrecido usted…
—El cinco por ciento —le respondió al instante Copperfield—. La mejor oferta que le van a hacer. Si encuentra una mejor, estoy dispuesto a igualarla.
—No me extraña que viva usted en una mansión si sólo paga al cinco por ciento —le dijo Cole, irritado.
—Ha sido una oferta generosa, mi querido señor Steerforth —dijo Copperfield—. ¿Verdad que es usted nuevo en el negocio? —Cole no le respondió—. Ya me lo imaginaba. Por favor, señor Steerforth, entienda usted que no todas mis ofertas son al cinco por ciento. Demuéstreme usted el origen de los diamantes, enséñeme certificados de autenticidad, y estaré más que contento con ofrecerle el treinta por ciento. Pero estos diamantes provienen del mundo minero de Blantyre IV. El tinte verdiazul que tienen en el núcleo lo demuestra… y resulta que hace poco siete mineros murieron en Blantyre cuando una nave pirata asaltó sus instalaciones y se llevó unos cuatrocientos diamantes. Todos los joyeros y coleccionistas de la Frontera Interior y de la República lo saben, así como todos los cuerpos de las fuerzas del orden. No puedo vender estos diamantes como un único lote, y probablemente tendré que esconderlos durante unos cinco años hasta que pueda empezar a colocarlos.
»O también —siguió diciendo— podríamos fijarnos en las joyas. Me ha bastado con ver la diadema. La sustrajeron de la cabeza muerta y destrozada de la diva Frederica Orloff después de que la asaltaran y mataran en una función de beneficencia que se dio en Binder X. La compañía de seguros ha difundido imágenes holográficas de esa diadema, y de los pendientes con rubíes, y del resto de las propiedades desaparecidas, y ahora las tienen todos los joyeros, todos los comerciantes, todos los compradores, todos los coleccionistas, y todos los departamentos de policía desde la Periferia hasta el Núcleo. Dados los riesgos que voy a correr al venderla, el cinco por ciento me parece ya demasiado. Entiendo que le ofrezco el tres por ciento a usted y el dos por ciento a la memoria de Charles Dickens. —De pronto, sonrió—. Tendría que tener usted más cuidado al elegir a quién mata. Si se hubiese limitado usted a robar los diamantes y las joyas, no habría tanta gente buscándolo.
Cole calló durante un largo instante.
—Parece razonable —dijo por fin—. No sé si me está engañando, pero lo que dice tiene su lógica.
—Entonces, ¿damos el trato por cerrado?
Cole negó con la cabeza.
—No. Presiento que ha sabido usted desde un primer momento quién soy yo… no he tratado de esconder la cara, y lo más probable es que le transmitieran los datos de mi pasaporte cuando lo he mostrado en el espaciopuerto… y, si es así, sabrá usted también que tengo una tripulación a la que pagar y mantener, y una nave que necesita energía y municiones de repuesto, y que tiene que evitar a un montón de enemigos. No podría permitirme nada de eso si sólo me paga el cinco por ciento del valor de mercado. Ni ahora ni en el futuro.
—Resulta que conozco al caballero a quien le sustrajo todo esto, aunque no tengo ni idea de cómo lo hizo, ni si dicho caballero todavía vive. Tampoco se lo voy a preguntar —dijo Copperfield—. Pero sí le haré notar que ese señor vivía muy bien con ese porcentaje.
—El mantenimiento de su nave no costaba ni siquiera el diez por ciento de lo que cuesta el de la mía, su tripulación era mucho más pequeña, no empleaba el mismo armamento ni tenía que pagar por su conservación, le preocupaban mucho menos las vidas humanas… y, además, a él no lo perseguían dos armadas.
—¿Dos?
—La Federación Teroni es enemiga de todos los humanos. La República es enemiga de este humano.
—Voy a hacer algo poco habitual —dijo entonces Copperfield—. Le voy a permitir a usted que recoja todas sus posesiones y se marche. Podría detenerle, ¿sabe? Ahora mismo, más de veinte armas les apuntan a usted y a sus compañeros. Pero un hombre que sabe lo suficiente como para hacerse llamar Steerforth en respuesta a mi Copperfield se merece paso franco. Márchese usted en son de paz y amistad, y recuerde que mi oferta sigue vigente: si alguien está dispuesto a pagarle más del cinco por ciento, igualaré su oferta. Pero se lo digo con toda seguridad: nadie estará dispuesto.
—Ese joven que me acompaña había servido a las órdenes del capitán Windsail —dijo Cole—. Me ha dicho que le gustaba usted a Windsail. Ahora entiendo por qué.
—Espero que volvamos a vernos, mi querido señor Steerforth —dijo Copperfield.
Cole cerró la maleta, la cogió y fue hacia la puerta de entrada.
—Señor Jones, por favor, acompañe al señor Steerforth y a sus amigos de regreso al espaciopuerto.
Mientras regresaba a la
Theodore Roosevelt
, Cole pasó revista a todas las opciones que tenía y las fue rechazando una tras otra. Al llegar a la nave, aún se preguntaba cómo lo habrían hecho Barbanegra y el Capitán Kidd para llegar a fin de mes.
Cole estaba en su despacho —que muy raramente visitaba— y departía con Sharon Blacksmith, Christine Mboya y Forrice.
—Esto es algo que no se me había ocurrido —dijo—. En nuestros tiempos, toda la maldita galaxia está interconectada, y basta con que robes un collar en la Frontera Interior para que, una hora más tarde, todos los comerciantes y policías de la Periferia, el Brazo Espiral, el Cúmulo de Quinellus y la República tengan una descripción y probablemente también un holograma. Es probable que el cinco por ciento sea de verdad la mejor oferta que nos harán.
—¿Y podremos sobrevivir con eso? —preguntó Sharon.
—Tampoco nos queda otra alternativa —respondió Cole—. No podemos contar con que la Armada nos reciba con los brazos abiertos. ¡Qué diablos!, lo más probable es que nos reciban con las celdas de una prisión abiertas, y eso si tienen una actitud más positiva que cuando escapamos.
—Debe de haber otras posibilidades —dijo Christine.
—¿Como cuáles? —le espetó Cole—. Podríamos montar una agencia de viajes de placer, pero no creo que fuera rentable. —Suspiró hasta lo más hondo—. Debe de haber una manera de ganar una buena suma con esos diamantes. Porque, ¡diablos!, durante toda nuestra vida entera hemos visto películas y hemos leído novelas sobre ladrones de joyas. No puede ser tan difícil.
—Empiezo a pensar que lo único fácil fue conseguir la mercancía robada —se quejó Forrice.
—El capitán Windsail no pasaba hambre —observó Sharon—. ¿Cómo podía pagar a la tripulación y comprar el combustible de su nave?
—En cuanto lo hayamos descubierto, sabremos lo que podemos hacer —dijo Cole, irritado—. Ya lo he dicho: la culpa la tiene la maldita tecnología. Si un día robas algo, a la mañana siguiente todo el mundo tiene toda la información al respecto.
—¿Cómo? —preguntó Sharon—. Yo no conservo ningún holograma de mi collar, ni de mi pulsera. ¿Cómo iba a difundir sus imágenes si me los robaran?
—No te lo tomes como algo personal, pero es que no merece la pena robarte el collar ni la pulsera —dijo Cole.
—Volvamos al tema —dijo Forrice—. ¿Cómo lo hacen para obtener información con tanta rapidez y exhaustividad?
—Si el material robado merece la pena, me imagino que la propia compañía de seguros se encargará de hacerla circular —dijo Cole.
—¿Y si no está asegurado? —insistió el molario.
—Si tiene algún valor, sí lo estará —dijo Cole.
—¿Así que piensas que son las compañías de seguros las que difunden la información?
—¿No te lo parece a ti? —preguntó Sharon—. Si el material no se recupera, son ellas las que tienen que pagar.
—Sí, me imagino que tienes razón —dijo Forrice—. Bueno, por ese camino tampoco llegaremos a ningún sitio.
—Sí, sí llegaremos —respondió Cole de pronto.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Sharon.
—He encontrado esa solución. Eso creo, por lo menos.
—Vamos a hacer un diálogo socrático.
—Vale, muy bien, aunque no sé lo que es eso —replicó Forrice.
—Supongamos que acabo de heredar un collar muy valioso, un collar de perlas sacadas del océano de agua dulce de Bareimus VII. Yo digo que puede valer cincuenta mil créditos. Tú dices que vale cuarenta y dos mil. Sharon dice que vale cincuenta y cinco mil. ¿Quién tiene razón?
—¿Y yo cómo voy a saberlo? —preguntó Forrice.
—No tienes por qué saberlo —admitió Cole—. Entonces, ¿cómo lo vamos a descubrir?
—Podemos hacer una subasta, y el precio de venta fijará su valor —respondió el molario.
—Eso nos plantea un problema —dijo Cole—. Lo compré cuando la economía se hallaba en pleno crecimiento, y ahora nos hemos hundido en la recesión. Además, no queremos venderlo por cuatro chavos. Queremos saber cuánto vale, y luego venderlo, o guardarlo hasta que podamos obtener un precio decente por él.
—Está bien —dijo Forrice, molesto porque Cole no cesaba de interponer obstáculos, aun cuando fuesen imaginarios—. Llévalo a un joyero y que él te lo valore.
—Haré algo todavía mejor —dijo Cole—. Se lo llevaré a tres joyeros. Uno de ellos me dice cincuenta, otro cuarenta y cinco, y otro cuarenta y dos. ¿Y entonces qué? ¿Cómo voy a saber cuál es el verdadero valor del collar?
—Puedes ir a una compañía de seguros, y el valor que ellos le atribuyan será el correcto.
—Y si el valor que le atribuyen los joyeros no es el mismo que estima la compañía, entonces, ¿qué?
—El valor que diga la compañía será el valor oficial del collar.
—¿Por qué? —preguntó Cole.
—Porque será la cantidad que paguen si alguien lo roba —respondió el molario.
—Muy bien —respondió Cole con una sonrisa.
—Pero aún no entiendo a qué viene todo esto —se quejó Forrice.
—Dentro de muy poco lo vas a entender —le prometió Cole—. Una vez que roban el collar, su descripción y holograma viaja a cinco millones de planetas, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué? —preguntó Cole—. No es el collar de la compañía de seguros.
—Pero van a tener que pagar por todo su valor —dijo Forrice—, y por ello estarán tan deseosos de recuperarlo como tú. Quizá más.
—Una última pregunta —dijo Cole—. Tú eres el ladrón que robó el collar. ¿Con quién preferirías hacer tratos? ¿Con un perista que puede pagarte el cuatro o el cinco por ciento de su valor estimado, porque es propiedad robada y no podrá venderlo durante varios años, y que se arriesga a ir a la cárcel cada vez que trata de venderlo? ¿O con una compañía de seguros que tendrá que abonar todo su valor si no logra recuperarlo?
—¡Ya lo entiendo! —dijo Forrice, con cara de haberlo entendido—. ¡Ésa sería la solución!
—Y eso es lo que vamos a hacer —dijo Cole—. Aun cuando nos hicieran una estimación más baja que todos los que hemos encontrado hasta ahora, el valor de esos diamantes superará los diez millones de créditos. Y, por lo que respecta a las joyas, ¿quién sabe? Pero lo sabremos en cuanto descubramos quién las aseguró, y por cuánto dinero.
—No puedes presentarte en la compañía de seguros y decirles: «Os he robado los diamantes, o la diadema, o lo que sea, y quiero que me los paguéis por su valor original, o no os los devuelvo» —dijo Forrice.
—Pues claro que no —le respondió Cole—. No tendrían ningún motivo para hacer tratos con nosotros en esas circunstancias, sin ninguna posibilidad de beneficio. Pero volvamos a mi hipotético collar. Tú eres la agencia de seguros. Entro en tu despacho y te entrego mi propio holograma del collar, fechado de alguna manera para que se vea que saqué el holo después de que lo robaran. No te pido que me abones todo lo que vale. Podrías llamar a la policía y hacer que me encerraran, ¡qué diablos! No. Te explico que mi especialidad es recuperar objetos perdidos. Te explico que me habían hablado de ese collar y que tuve la suerte de recobrarlo. Lo pienso devolver a la compañía por un precio equivalente al tercio de su valor en el mercado, y, como no me gusta la manera en que me estás mirando, te exijo una promesa por escrito de que no me harás arrestar ni comentarás nuestra transacción con las autoridades.
—¡Demonios, es una buena idea! —dijo Forrice.
—Volvamos a hablar de los diamantes y digamos que tal vez valgan doce millones de créditos. Si me pagas cuatro millones, los recuperarás, y se los devolverás a su propietario original, y el problema se habrá resuelto. Por otra parte, si me entregas a la policía, o te niegas a cerrar un trato conmigo, tal vez te sientas superior desde un punto de vista moral, pero, ¿te sentirás lo bastante superior como para tener que pagar otros ocho millones de créditos por ello? Y si se te ocurre chantajearme, por tu cuenta, o en nombre de la compañía, accederé, no, de hecho, insistiré en que me hagan un interrogatorio con una única pregunta, atado a un detector de mentiras, y esa pregunta será: «¿Fuiste tú quien robó los diamantes en Blantyre IV?». Y yo, por supuesto, diré que no fui, y el detector de mentiras lo confirmará, porque yo sólo se los robé a los piratas que los robaron de Blantyre IV.
—¿Y si preguntan algo más?
—No voy a ser tan idiota como para llevar el collar encima mientras negociamos. Si aceptan mis condiciones y llegamos a un acuerdo, se lo entregaré en menos de veinticuatro horas. En el caso contrario, habrían perdido todo el dinero del seguro, y te garantizo que eso no lo van a permitir. No son agentes de la ley. Lo suyo es un negocio, y lo que quieren es obtener ganancias y evitar pérdidas. ¿Qué piensas que van a hacer?
—Creo que has encontrado la solución, Wilson —dijo Sharon—. Está claro que, si queremos sobrevivir aquí, tendremos que adoptar esa modalidad de piratería.
—Menos romántica y más rentable, en eso estoy de acuerdo —dijo Cole. Se volvió hacia Forrice—. Tan pronto como termine esta sesión, quiero que descubras quién aseguró los diamantes, a cuánto asciende el seguro, y dónde se encuentra la delegación más cercana de la compañía aseguradora. Y tú haz lo mismo con las joyas, Sharon. Y quiero que Christine, entre tanto, calcule lo que nos va a costar exactamente el mantenimiento de la
Teddy R
. durante un día, una semana y un mes estándar: combustible, alimento, hidroponías, reparaciones, munición… todo. Luego veremos si el dinero nos va a sobrar, o si nos va a faltar después de este negocio… y, si nos sobra, me imagino que tendremos que repartir los dividendos.