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Authors: Mike Resnick

Tags: #Ciencia Ficción

Starship: Pirata (15 page)

BOOK: Starship: Pirata
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—No tienen ninguna imagen de usted, señor.

—Quinientos mil millones de seres humanos querrían hacerse con mi cuero cabelludo, y también un número casi igual de teronis —respondió Cole—. Un enemigo más no va a representar una gran diferencia. —Miró los controles—. ¿Cuánto nos falta?

—A este múltiplo de la velocidad de la luz, tal vez otras seis horas —dijo Morales—. Si encuentro el agujero de gusano que, según Wkaxgini, se halla en las inmediaciones del sistema de Romeo, quizá nos baste con cuarenta minutos.

—Búsquelo. No me gusta la comida de módulo espacial.

Cole se levantó y anduvo hasta la parte de atrás del módulo.

—¿Hay algún problema, señor? —preguntó Morales.

—No tiene ningún sentido que nos aburramos los dos —respondió Cole—. Voy a echar una cabezada. Despiérteme cuando lleguemos.

Morales trató de encontrar el agujero de gusano, pero carecía de la destreza de Wkagini, y pasaron seis horas hasta que despertó a Cole y le dijo que orbitaban en torno a Nueva Madrid, que les habían autorizado a aterrizar y que tocarían tierra en unos cinco minutos.

Cole se puso en pie, se desperezó y envió un mensaje a la sucursal de la Compañía Pilargo, en Nueva Madrid, en el que pedía una cita con quien estuviera al cargo. Se negó a responder a ninguna pregunta y se limitó a decir que se trataba de una cuestión de suma importancia. Cuando el robot de recepción vaciló en concertarle una cita, le preguntó por el nombre y la dirección de la compañía de seguros rival más importante del planeta. Con eso logró una respuesta humana, y en el momento de aterrizar estaba ya citado.

—¿Se llevará los diamantes a la reunión? —le preguntó Morales, con los ojos puestos en la pequeña maleta.

—¿Para que me los quiten a punta de pistola? —le respondió Cole con una sonrisa—. Pues claro que no. Los vamos a dejar aquí.

—¿En la nave?

—A mí me encantaría dejarlos en la consigna del espaciopuerto y simplemente darles la contraseña a ellos a cambio de dinero, pero está claro que no aceptarían la transacción sin asegurarse previamente de que la combinación fuera válida… y entonces volveríamos a encontrarnos con la misma situación: agarrarían los diamantes, me apuntarían con una pistola y llamarían a la policía. En cambio, de la otra manera nos aseguraremos de que no lleven armas cuando suban a bordo, y podré regresar a la nave de una sola pieza.

—¿Piensa que aceptarán la propuesta?

—¿Con tal de ahorrar unos pocos millones de créditos? Por supuesto que sí. Desde luego que van a identificar la nave, y estoy seguro de que usted tuvo que revelar el número de registro al pedir autorización para aterrizar pero, como no es nuestra y mañana mismo la perderemos de vista, la cosa no tiene verdadera importancia.

—¿Durante cuánto tiempo voy a tener que esperar, señor? —preguntó Morales—. Por si algo saliera mal.

—Bueno, vamos a ver… me imagino que, una vez que haya logrado pasar la aduana, voy a necesitar unos cinco minutos para llegar hasta la oficina. Déjeme dos horas para negociar. Antes de ceder, se harán los encolerizados, me amenazarán y fingirán que quieren matarme. Luego les daremos otra hora, como máximo, para ir al banco y sacar el dinero. —Calló por unos instantes, mientras pensaba en todo lo que podía retrasarle—. Si no he regresado en cuatro horas estándar, intentaré contactar con usted y darle la orden de despegar.

—¿Lo intentará?

—Si se les ocurriera interrogarme con métodos, digamos, violentos, lo más probable será que me quiten el comunicador. —«Y la mitad de la piel». Soltó el comunicador del cinturón—. Pensándolo bien, será mejor no llevarlo. No querría que pudieran localizarle mediante la señal, o mandarle un mensaje falso. Al fin y al cabo, yo sólo soy el negociador. El tesoro se encuentra en la nave. Recuerde: tiene que esperar cuatro horas, y, si no he vuelto, márchese.

—Si lo hiciese, mañana mismo volvería a este planeta con la
Teddy R
.

—Esa decisión compete al mando supremo —respondió Cole—, y, si yo no estoy, quedará en manos de Forrice. Supongamos que todo esto no son más que hipótesis, y que dentro de una o dos horas regresaré cargado de dinero.

Cole se dirigió a la compuerta, bajó desde ésta al suelo y se dirigió a Aduanas e Inmigración. Empleó una tarjeta de identificación que había cogido de la tripulación del
Aquiles
. Sharon la había manipulado para que coincidiera con su voz, huellas dactilares y retinagrama. No habría colado en Deluros VIII, ni en ningún otro de los planetas más populosos de la República, pero Cole estaba seguro de que allí, tan cerca de la Frontera Interior, sí le funcionaría. Sabía muy bien que al cabo de un día, o de dos —si había suerte, un poco más— un ordenador, en algún lugar, se daría cuenta de que el representante comercial Roger Cowin y el amotinado Wilson Cole tenían el mismo retinagrama y además se parecían mucho de cara, pero estaba convencido de que no correría ningún peligro durante las próximas horas, y eso era lo único que le preocupaba.

Se desplazó hasta la cercana ciudad en transporte público, y luego le preguntó a un refulgente indicador callejero dónde se encontraba la Compañía Pilargo. Aguardó a que el aparato le imprimiese un holomapa con un audio de instrucciones, y, poco más tarde, entró en las oficinas de la agencia de seguros.

Un robot de refulgente plata estaba sentado en recepción.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó con una voz cantarina de mujer.

—Me llamo Roger Cowin —dijo Cole—. Tengo una cita con el señor Taniguchi.

—Lo informaré de que se encuentra usted aquí. —El robot se quedó inmóvil durante veinte segundos—. Puede usted pasar. El despacho del señor Taniguchi está al final del pasillo que se encuentra a su izquierda.

—Gracias —dijo Cole, pero el robot no demostró de ninguna manera haberle oído. Anduvo por el pasillo hasta el último despacho y aguardó a que la puerta se irisara para dejarle pasar. Se encontró de cara con un hombre corpulento, de cabello moreno y escaso, y una perilla demasiado recortada, que parecía pintura, o maquillaje, en vez de pelo.

—¿Señor Cowin? —dijo el hombre, al tiempo que se ponía en pie y le tendía la mano.

—Sí, soy yo —dijo Cole mientras se la estrechaba.

—Yo soy Héctor Taniguchi.

—Encantado de conocerlo.

—El ordenador me ha indicado que nunca habíamos hecho tratos con usted, señor Gowin. Dice usted trabajar como comercial, pero no ha identificado a su compañía. Me preguntaba por qué quería hablar conmigo en persona, y no con nuestro director de ventas.

—Creo que la propuesta que voy a hacerles no entra dentro de sus competencias —dijo Cole.

—¿Ah, no? —dijo Taniguchi, al tiempo que trataba, sin éxito, de disimular su interés.

—No. Pero, en primer lugar, querría preguntarle si tienen algún detector de mentiras en sus instalaciones.

Taniguchi frunció el ceño.

—La mayoría de las grandes empresas tienen uno. No será tan sofisticado como los de la policía, por supuesto, pero nos servirá igual.

—Bien. Antes de empezar, querría que me hiciera usted dos preguntas mientras la máquina controla mis respuestas. Una vez que haya quedado usted convencido de que le digo la verdad, podríamos proceder con nuestro negocio.

—Me tiene usted muy intrigado, señor Cowin —dijo Taniguchi—. ¿De verdad ha venido usted para hacer negocios?

—Sí —le aseguró Cole—. Desde luego que he venido para hacer negocios.

Taniguchi llamó a un subordinado y, al cabo de dos minutos, tenía ya a Cole conectado a la máquina.

—¿Y ahora qué, señor Cowin?

Cole se sacó del bolsillo un pequeño objeto de forma cúbica y se lo entregó a Taniguchi.

—Dígale a su hombre que nos deje solos. Después, introduzca esto en su ordenador. Contiene dos preguntas. Voy a responder a esas dos, y a ninguna otra, mientras esté conectado a la máquina. Si me pregunta usted cualquier otra cosa mientras la máquina aún me tenga bajo observación, saldré de este despacho y no me volverá a ver jamás.

—¿Y eso sería muy terrible? —preguntó Taniguchi.

—Dígale a su ayudante que salga, hágame las preguntas y entonces podrá decidir.

Taniguchi le hizo un gesto con la cabeza a su subordinado y éste se fue en silencio. Luego insertó el cubo y miró las preguntas. Arrugó el entrecejo al leerlas.

—Señor Cowin —dijo Taniguchi—, ¿ha estado usted en Blantyre IV?

—No, no he estado nunca —dijo Cole.

—¿Robó usted cuatrocientos dieciséis diamantes sin tallar en Blantyre IV, o mató a alguno de los que trabajaban para la compañía minera?

—No, no lo hice —dijo Cole. Guardó silencio por unos instantes—. ¿Qué dice la máquina?

—Que ha dicho usted la verdad.

—Muy bien. Suélteme.

—Querría saber si…

—Si termina usted de formular la pregunta antes de desconectarme de la máquina, me marcho —dijo Cole—. «Espero que resulte convincente. Probablemente, eres el único tío con vida que podría pagarme más del cinco por ciento. Ni se me ocurriría marcharme, pero con un poco de suerte tardarás en darte cuenta».

Taniguchi desconectó a Cole de la máquina y la desactivó.

—Muy bien, señor Cowin… así que no mató usted a los mineros ni robó los diamantes. Debe de haber billones de hombres que podrían decir lo mismo.

Cole se sacó otro cubo del bolsillo.

—Pero no tienen sus cuatrocientos diamantes, y yo sí los tengo. Póngalo en su ordenador y ordénele a cualquier experto que se encuentre en el edificio que venga a examinarlo.

Taniguchi llamó a otro hombre, le entregó el cubo y le dijo:

—Aclárame qué es esto.

El hombre se marchó con el cubo y Taniguchi volvió a sentarse enfrente de Cole.

—¿Cómo los ha conseguido? —preguntó.

—Soy buscador de tesoros —dijo Cole—. Mi profesión consiste en recuperar bienes perdidos.

—Esos diamantes no se perdieron —respondió Taniguchi—. Fueron robados, y cierto número de hombres murió en el curso del incidente.

—No es asunto mío —respondió Cole—. Sabe usted muy bien que yo no los robé, ni maté a los mineros. «En realidad, lo único que sabes es que no los robé en Blantyre. Esperemos que no notes la sutil diferencia».

—¿Dónde se encuentran ahora?

—En un lugar seguro.

La puerta se irisó y el hombre volvió a entrar con el cubo.

—¿Y bien? —preguntó Taniguchi.

—Indudablemente, proceden de Blantyre IV —dijo el hombre.

—¿Hay alguna posibilidad de error?

El hombre negó con la cabeza.

—El ordenador dice que no existe ningún otro tipo de diamantes que tenga el mismo color en su centro.

—Gracias —dijo Taniguchi, y le indicó que se marchara—. Bueno, señor Cowin —dijo, tras quedarse a solas con Cole—, ¿qué propuesta quiere hacerme?

—Me informaron de que todo lo que se encuentra en Blantyre IV, o, más bien, todo lo que se envía desde Blantyre IV está asegurado al noventa por ciento de su valor de mercado. Pues bien: pienso que el valor de mercado de estos diamantes —faltan seis; todos los demás se encuentran en este planeta— rondará los trece millones de créditos, pero estaría encantado de que me demostraran que me equivoco. —De pronto, sonrió—. Tal vez mi estimación sea demasiado baja.

—Eso es más del doble de lo que valen —dijo Taniguchi.

—Si piensa mentirme con tanto descaro, yo mismo les atribuiré un valor y me negaré a modificarlo —dijo Cole.

—Si se cree que voy a pagarle trece millones de créditos… —dijo Taniguchi, airado.

—Pues claro que no. Soy un hombre de negocios, no un ladrón. Sólo quiero la tarifa correspondiente por haberlos encontrado.

—Está bien. Dígame un precio.

—Antes de decírselo, le voy a repetir la pregunta —dijo Cole—. ¿Cuánto pueden valer esos diamantes en el mercado?

—Tendríamos que examinar por separado cada una de las piezas a fin de determinar su valor.

—Ustedes todavía no han visto ni un solo diamante. Entonces, ¿cómo pueden saber a cuánto asciende el monto de la póliza?

—No estoy en posición de discutir con usted los métodos de nuestra compañía —dijo Taniguchi.

—Estupendo —dijo Cole—. Entonces, decidiré arbitrariamente que su valor asciende a los doce millones de créditos. Están asegurados al noventa por ciento. Aun cuando les vaya usted con sofismas y los engañe para hacerles creer que el valor de mercado era de diez millones, tendrá que pagarles por lo menos nueve millones. ¿Está usted de acuerdo? —Taniguchi lo miró con rabia, sin decir nada—. Bueno, no está usted en desacuerdo, así que estamos haciendo progresos. Señor Taniguchi, estoy dispuesto a facilitarle a la Compañía Pilargo el ahorro de seis millones de créditos. Si me paga tres millones en efectivo, le entregaré los diamantes antes de abandonar el planeta. En cualquier caso, me voy a marchar esta misma tarde, tanto si hemos llegado a un acuerdo como si no.

—¿Tres millones? —exclamó Taniguchi—. ¡Eso es una infamia!

—No, señor —dijo Cole—. Es un negocio.

—No pensamos pagar.

—Usted decide —dijo Cole, y a continuación se puso en pie y anduvo paso a paso hacia la puerta.

—¡Espere! —dijo Taniguchi.

Cole se volvió y le miró.

—Dos millones —dijo Taniguchi.

Cole se resistió a la tentación de sonreír.

«Ya ha caído. Ahora sólo faltan los gritos».

—No he venido a regatear —respondió Cole—. Antes le he pedido que me diera usted un valor, y se ha negado. En estos momentos, el precio que le ofrezco es de tres millones. Puede pagármelos y ahorrarle seis millones de créditos a su compañía, o negarse a pagarlos. Si se niega, saldré ahora mismo de esta oficina y no volverá a verme nunca más. Tendrá que pagar usted nueve millones de créditos, probablemente más, para cubrir el seguro, e informaremos a la oficina central de su empresa de que se le dio la oportunidad de pagar una tarifa de rescate por los diamantes y que se negó.

Taniguchi guardó silencio durante un largo momento, y luego habló:

—¿Tres millones, ha dicho?

—Sí, tres millones. En efectivo.

—Voy a necesitar media hora para conseguirlos.

—Por mí, bien. Entre tanto, quiero una promesa de la Compañía Pilargo, escrita y holografiada, en la que se comprometan a no molestarme ni perseguirme por ningún motivo.

—Eso no lo había dicho usted.

—Se lo digo ahora —le respondió Cole—. Mire, usted sabe muy bien que no robé en la mina, ni maté a los mineros. Si la policía me conecta a otro detector de mentiras, voy a decir lo mismo. ¿De verdad quiere usted quedar como un imbécil ante la central?

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