—Hablas como si esto fuera un negocio de rutina —dijo Forrice.
—Esperemos que no sea otra cosa —dijo Cole.
Cole contactó con el hospital y se enteró de que le habían instalado tímpanos protéticos a Chadwick. Por el momento le funcionaban demasiado bien; el joven se quejaba del volumen, y, de hecho, alcanzaba a oír conversaciones que tenían lugar diez o doce habitaciones más allá. Cole llegó a la conclusión de que no sería una mala arma para su arsenal, y preguntó si existía alguna manera de que Chadwick pudiese ajustar el volumen en cada momento de acuerdo con sus deseos. La respuesta fue negativa. Le dijeron que el volumen de los tímpanos estaría bien al cabo de pocas horas, y Cole tomó las medidas necesarias para que Chadwick regresara a la
Teddy R
. tan pronto como los médicos hubiesen acabado de trabajar con él.
—Cuatro Ojos, Cole al habla —dijo, al tiempo que ajustaba el comunicador.
—Ya sabía quién eras —respondió el molario—. Tu fea imagen me contempla a un metro de distancia.
—En realidad, mis ojos te evitan —dijo Cole—. Es que acabo de comer.
—¿Hemos terminado de lanzarnos insultos —preguntó Forrice—, o quieres que intercambiemos unos cuantos más antes de decirme por qué me molestas durante el turno rojo?
—¿Has logrado descubrir quién aseguró los diamantes y las joyas?
—Los diamantes los aseguró la compañía Pilargo.
—¿República o Frontera? —preguntó Cole.
—República —contestó el molario—. Tienen su sede en Deluros VIII.
—¡Mierda! ¡Tendría que habérmelo imaginado! —Cole pensó por unos instantes—. ¿Dónde se encuentra la delegación más cercana? ¿Tienen alguna sucursal en la Frontera Interior?
—Ya se me había ocurrido que me lo preguntarías —dijo Forrice—, y lo he investigado. No tienen nada en la Frontera. La sucursal más cercana está en Benjamín II, pero es terriblemente pequeña. No creo que dispongan de sumas como las que queremos cobrar. Tengo la impresión de que habrá que ir hasta Nueva Madrid.
—¿Nueva Madrid? —exclamó Cole—. ¡Eso debe de estar a unos cuatrocientos años luz en el interior de la República!
—La próxima vez que se nos ocurra joder a una compañía de seguros, les diré que se trasladen a Keepsake, o a Binder X —dijo el molario.
—¿Has descubierto la cantidad por la que estaban asegurados los diamantes?
—Eso no va a ser tan fácil —respondió Forrice—. Tienen una política general de asegurar todos los envíos desde Blantyre IV al noventa por ciento de su cotización en el mercado. No aseguran por separado cada uno de los cargamentos.
—Bueno, está bien, trabajaremos a partir de ahí —dijo Cole—. ¿Qué puedes decirme de las joyas?
—Aún trabajo en ello. Este caso es más difícil, porque pertenecían a un particular y no a una sociedad comercial, y tampoco eran propiedad de la República. Me imagino que lo sabremos dentro de un par de días estándar. Christine es mucho mejor que yo en esta clase de trabajo. En cuanto empiece el turno blanco y se haga cargo de esta cuestión, todo avanzará con mayor rapidez.
—Está bien —respondió Cole—. Ahora dile a Morales que quiero reunirme con él en la cantina.
—Creo que ya está allí.
—Pues dile que no se mueva. Yo también estaré allí dentro de un par de minutos.
Cole cortó la conexión, fue al baño, se echó agua fría en la cara, salió del camarote y subió en aeroascensor hasta la cantina. Morales estaba solo en una de las mesas, y lo miraba.
—Buenos días —dijo Cole—. O tardes. O noches. Lo que vaya bien con el horario que lleve.
—Hola, señor —dijo Morales—. El señor Forrice me ha dicho que quería usted verme.
—Forrice es muchas cosas, tanto buenas como malas —dijo Cole, sonriente—, pero estoy seguro de que no es un señor.
—Disculpe, señor.
—Sólo era un comentario, no una corrección. —Contempló a Morales por unos instantes—. Apuesto a que es usted demasiado joven para haber servido en el Ejército. ¿Verdad?
—Sí. —Y añadió—: Disculpe. Sí, señor.
—Ahora tampoco estás en el Ejército —dijo Cole—. Déjese de «señores».
—Sí, señor —dijo Morales—. Quiero decir, sí.
—Tengo un trabajo para usted —siguió diciendo Cole—. Es muy sencillo, pero resulta que es usted la única persona en toda la tripulación que puede hacerlo.
—¿Ah, sí? —dijo Morales, incapaz de esconder su emoción—. ¿Y de qué se trata?
—Querría que alquilara una pequeña nave. Para uno o dos hombres, no más.
—¿Que alquile una nave? —preguntó Morales, decepcionado—. Eso podría hacerlo cualquiera.
—Sí, pero usted es el único que puede hacerlo en territorio de la República sin que lo arresten.
—No lo entiendo, señor —replicó torpemente Morales—. Bueno, quiero decir que no lo entiendo.
—Si se siente más cómodo llamándome «señor», entonces llámeme «señor» —dijo Cole—. Yo sólo quería que supiera que no es obligatorio. —Encargó un bocadillo del menú flotante y luego volvió a prestarle atención a Morales—. Todos los otros miembros de la tripulación son amotinados, o por lo menos ayudaron a un amotinado a escapar de la cárcel, robar la
Teddy R
. y huir a la Frontera Interior. Si cualquiera de los que viajan en la nave trata de hacer algo que requiera identificarse, saltarán todas las alarmas de aquí a Deluros.
—Yo no tengo dinero, señor —respondió Morales—. Me enrolé en la
Aquiles
cuando tenía quince años, y el capitán Windsail no nos pagaba muy a menudo, ni muy bien.
—Eso no será ningún problema —respondió Cole—. Le daremos dinero suficiente para alquilarla durante un par de días. Pero usted es el único cuya tarjeta de identidad no guiará a nadie hasta la
Teddy R
.
—Lo haré con sumo gusto, señor —dijo Morales—. Pero disponemos de nuestra propia nave espacial y de tres lanzaderas en buen estado. ¿Para qué quiere alquilar otra nave?
—Hemos hecho cuanto podíamos para borrar todas las trazas del registro de la nave y de sus lanzaderas, pero deben de tener casi un siglo, y podemos dar por seguro que el Ejército no conservará muchas naves tan antiguas en funcionamiento. La mayoría de la gente no lo sabe, ni se preocupa por saberlo, pero la Armada no vende sus naves viejas a particulares. Rescata de ellas todo el material que puede y luego las desguaza. Por ello, si aterrizo con la lanzadera, o entramos en órbita con la
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. en torno al planeta al que ahora nos dirigimos, puede que alguien sea lo bastante inteligente como para informar a las autoridades. Y el planeta al que ahora nos dirigimos se encuentra en el territorio de la República. Si hubiese alguna nave de la Armada en esa zona, lo más probable es que no pudiéramos zafarnos de ella antes de llegar a la Frontera Interior, y desde luego no seríamos capaces de derrotarla en combate. Y, aun cuando lográramos llegar a la Frontera, la nave de la Armada no tiene por qué detenerse en el caso de que persiga a un fugitivo… sobre todo si el fugitivo es una nave a la que la República odia todavía más de lo que odia a los Teroni.
—Voy a alquilar una nave de dos plazas e iré con usted, señor.
—Voy a ir solo. Es trabajo para un solo hombre.
—Si sufriera algún tipo de lesión, necesitaría a otra persona para pilotar la nave.
—Si sufro alguna lesión, no lograré llegar a la nave.
—Pues claro que lo lograría —dijo Morales—. Usted es Wilson Cole. Todo el mundo ha oído hablar de usted, incluso en la Frontera.
—Lo que no oirá nunca es que haya conseguido escapar después de que unos rayos de plasma y láser me destrozaran.
—De todos modos, creo que tengo que acompañarle, señor —siguió diciendo Morales—. ¿Qué pasará si el espaciopuerto insiste en que el piloto sea la misma persona que alquiló la nave?
—Es verdad, Morales, en eso tiene razón —reconoció Cole—. Va a venir. Pero, cuando estemos en tierra, no saldrá de la nave.
—¿Cuándo quiere que la alquile, señor? —preguntó Morales.
—En cuanto le sea posible. La
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. no podrá entrar en muchas atmósferas sin quemarse ni hacerse pedazos, así que irá con la lanzadera.
—Podría dejarla allí como aval —propuso Morales.
Cole negó con la cabeza.
—No quiero que nadie tenga un día entero para identificarla. Elegiré a un miembro de la tripulación para que lo lleve hasta la superficie. La lanzadera permanecerá en el planeta hasta que nos avise de que ya tiene la nave.
—¿Y entonces regreso con ella a la
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.?
—Una vez que haya alquilado la nave, tiene que inspeccionarla con todo detalle —dijo Cole—. Si le parece que venir con ella directamente a la
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. va a ser fácil, puede usar la lanzadera. En el caso contrario, que es el más probable, porque la mayoría de los monoplazas y biplazas no están pensados para facilitar el paso de una nave a otra, comuníqueselo al piloto de la lanzadera, y él volverá a buscarme y me llevará al espaciopuerto para que partamos desde allí.
—Entonces, ¿me marcho ahora mismo? —preguntó Morales.
—Consúltelo con Forrice, o, si faltara poco para el turno blanco, con Christine Mboya. El oficial al mando tiene que localizar el primer planeta habitado que vayamos a encontrar en nuestra ruta y llamar por radio para asegurarse de que usted puede alquilar una nave, y luego ya se podrá marchar. —Levantó la voz—. ¿Está prestando atención a todo esto, coronel Blacksmith?
La imagen de Sharon apareció de repente.
—Sí.
—Pues elija un miembro de la tripulación que no sea Christine, y tampoco usted, para que acompañe a Morales cuando lo tenga todo a punto para ir a conseguir una nave.
—¿Y cómo va a pagarla?
—¿Cuánto puede costar el alquiler de una nave?
Sharon se rió.
—Llevaba demasiado tiempo en el Ejército, Wilson.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Quiero decir que apostaría a que jamás en su vida ha alquilado una nave, ni siquiera un aerocoche.
—Y ganaría la apuesta —dijo Cole—. ¿Qué se me ha pasado por alto?
—Solicitarán un depósito reembolsable. A usted quizá sólo le pedirían mil créditos por día, pero a un desconocido no le confiarán una nave espacial de trescientos mil créditos si no deja un depósito sustancioso.
—No tenemos mucho dinero. Por eso queremos alquilar una nave: para ir por dinero. —Agachó la cabeza y meditó por unos instantes—. Pues bueno, esto es lo que vamos a hacer: le entregaré doce diamantes a Morales. Creo que le bastarán para el depósito. Y enviaré con él al Toro Pampas y a Braxite, y quizás a esa mujer alta que nunca está en el laboratorio cuando la necesito… ¿cómo se llamaba? Idena Mueller. Creo que le voy a dar trabajo también a ella.
—¿Cuál? —preguntó Sharon.
—Yo pensaba que lo entendería enseguida —le respondió Cole—. Si no aceptan los diamantes, robaremos la nave.
—¿Y viajará con ella a un planeta donde tendrán noticia del robo? —preguntó Sharon.
—Haremos que Toro, Braxite y Mueller se queden allí, y les expliquen, con buena educación, pero también con firmeza, que devolveremos la nave al cabo de un día estándar, y que les pagaremos la tarifa más un suplemento, siempre y cuando la gente de la agencia de alquileres se avenga a razones y se comporte bien.
—¿Y si no se avienen a razones ni se comportan bien?
—Pues entonces pagaremos la tarifa a los supervivientes y nos quedaremos el suplemento.
—¿Estaría dispuesto a matarlos?
—Claro que no —dijo Cole—. Pero si usted no se lo dice, yo tampoco se lo voy a decir. Y tiene que reconocerme que Toro y Braxite son impresionantes especímenes de sus respectivas especies.
—¿Y por qué envía con ellos a Idena Mueller?
—Puede que la sucursal tenga veinte empleados. Podría haber una clienta en el baño de mujeres mientras los nuestros formulan sus amenazas, y esa clienta podría contactar con las fuerzas del orden. Ya sé que Sokolov, o cualquier otro hombre, podría entrar también para impedirlo, pero ¿para qué vamos a molestar más allá de lo estrictamente necesario?
—Y eso lo dice un hombre que los amenazará con matarlos —dijo Sharon en tono de burla.
—Sé muy bien, al cabo de largas y agitadas noches, que no destaca por su sutileza —dijo Cole—, pero existe una diferencia entre matar y amenazar con la muerte.
—¿Y anoche fue muy sutil antes y después de…?
—No lo diga —interrumpió Cole—. Dejaría pasmado al nuevo miembro de nuestra tripulación. Limítese a contactar con los tres que le he dicho y ordéneles que estén a punto.
La imagen de Sharon desapareció, y Cole se volvió hacia Morales:
—Bueno, acompáñame al laboratorio.
—¿Al laboratorio?
—Sí. Es allí donde tengo escondidos los diamantes.
—¿Por algún motivo en particular?
—Sí. En todo el tiempo que llevo a bordo de esta nave, no he visto nunca a nadie que fuese allí por voluntad propia. Por lo menos después de que me asegurara de que no pudiesen esconder allí sus drogas.
—¿Se drogaban?
—En otro tiempo —dijo Cole. De repente, su rostro se endureció, y una expresión fría, casi temible, afloró a su mirada—. Ahora ya no.
Por vez primera, Morales empezó a imaginarse por qué ese hombre tan agradable era el oficial más condecorado de la Flota, y también los motivos por los que esa misma flota había llegado a considerarlo su mayor enemigo.
—Lo lamento, señor —decía Morales mientras la nave de dos plazas volaba hacia Nueva Madrid.
—No ha sido culpa suya —respondió Cole—. Ningún hombre honrado habría querido aceptar esos diamantes como depósito. —Se encogió de hombros—. Hemos tenido la mala suerte de encontrarnos con un hombre honrado. Él también ha tenido mala suerte.
—¿Él también? —preguntó Morales—. ¿Piensa usted matarle cuando regresemos?
—No, por supuesto que no —dijo Cole—. Pero, si hubiera sido un hombre razonable y no hubiese armado todo ese barullo, y se hubiera comprometido a tener la boca cerrada, yo le habría dejado un diamante o dos. En el futuro tendremos que volver a alquilar naves. Habría estado muy bien encontrar a alguien en quien pudiéramos confiar. Ahora que sabemos que hará llegar a las autoridades nuestra descripción, así como todos los holodiscos en los que hayan quedado registrados ustedes cuatro, me imagino que nos va a meter en muchos problemas. Y eso me recuerda —añadió— que, cuando devolvamos la nave y recojamos a Toro y los demás, tendremos que hacer un registro a fondo del edificio para encontrar y destruir todas las imágenes que haya tomado de nosotros.