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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (7 page)

—Sí, señor.

—¿Podría explicarme cómo lo hacen?

—Desde luego. —El guardia se levantó del pupitre y abrió la puerta del fondo de la habitación. Le seguimos al interior de una cabina poco mayor que un ropero con las paredes cubiertas de cajas metálicas, cada una con una inscripción en
kanji
y números árabes, una luz roja encendida y un contador de diodos con cifras que corrían hacia delante.

—Las grabadoras —dijo Phillips—. Captan las señales de todas las cámaras del edificio. Son de ocho milímetros, alta definición, blanco y negro. —Levantó una casete, como de audio—. Cada cinta contiene ocho horas de grabación. Las cambiamos a las nueve de la noche, de manera que lo primero que hago al entrar de servicio es sacar las cintas viejas y meter las nuevas.

—¿Hoy cambió las cintas a las nueve de la noche?

—Sí, señor; lo mismo que siempre.

—¿Y qué se hace con las cintas grabadas?

—Las guardamos en esas gavetas —dijo inclinándose para mostrarnos unos cajoncitos estrechos y largos—. Guardamos todo lo que sale de las cámaras durante setenta y dos horas. O sea, tres días. En total son nueve juegos y cada juego de cintas vuelve a ser utilizado al cabo de tres días, por rotación. ¿Comprenden?

Connor pareció vacilar.

—Vale más que me lo anote. —Sacó un bloc y un bolígrafo—. Vamos a ver, cada cinta dura ocho horas, hay nueve juegos…

—Exactamente.

Connor escribió durante un momento y luego empezó a sacudir el bolígrafo con irritación.

—Maldita sea. Se agotó la carga. ¿Tiene papelera?

Phillips señaló un rincón.

—Ahí.

—Gracias.

Connor tiró el bolígrafo. Yo le di el mío y él siguió escribiendo.

—Decía usted, Mr. Phillips, que tienen nueve juegos…

—Exactamente. Cada juego está marcado con letras que van de la A a la I. A las nueve, cuando entro, saco las cintas, miro la letra y pongo las marcadas con la letra siguiente. Esta noche saqué el juego C y puse el D, que es el que ahora está grabando.

—Ya —dijo Connor—. ¿Y guardó el juego C en una de estas gavetas?

—Exacto. —Abrió un cajoncito—. Es éste.

—¿Me permite? —dijo Connor. Miró la hilera de cintas pulcramente etiquetadas. Luego, abrió rápidamente los otros cajones y miró las cintas. Salvo por la letra, todos los cajones parecían idénticos.

—Creo que ya lo entiendo —dijo Connor—. En realidad, utilizan nueve juegos de cintas por rotación.

—Exactamente.

—Y cada juego se utiliza una vez cada tres días.

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo hace que utiliza el sistema este puesto de vigilancia?

—El edificio es nuevo, pero ya hace… pues quizá dos meses que el sistema está en marcha.

—Tengo que decir que es un sistema muy bien organizado —dijo Connor admirativamente—. Muchas gracias por sus explicaciones. Sólo me quedan un par de preguntas.

—Usted dirá.

—Primero, estos contadores… —dijo Connor señalando los números luminosos de las grabaciones—. Al parecer, indican el tiempo transcurrido desde que las cintas han empezado a grabar, ¿no es así? Usted puso las cintas a las nueve, ahora son casi las once y la primera grabadora indica 1:55:30, la siguiente 1:55:10 y así sucesivamente.

—Eso es. Yo cambio las cintas empezando por este lado y tardo unos segundos entre una y otra.

—Ya. Y estos contadores indican que han transcurrido casi dos horas. Pero aquí abajo hay un contador que lleva funcionando sólo treinta minutos. ¿Significa eso que está averiado?

—¿Uh? —exclamó Phillips frunciendo el entrecejo—. Seguramente. Porque yo cambié todas las cintas una tras otra, como le digo. Pero aunque estas grabadoras son lo último a veces hay defectos. O ha habido un fallo de corriente. Podría ser eso.

—Podría ser —convino Connor—. ¿Puede decirme qué cámara está conectada a esta grabadora?

—Claro que sí. —Phillips leyó el número de la grabadora y salió a la habitación principal donde estaban los monitores—. Es la cámara cuatro seis barra seis —dijo—. Ésta. —Señalaba una pantalla.

Era una cámara del atrio y mostraba una vista general del piso cuarenta y seis.

—Pero lo bueno del sistema es que, si una grabadora se atasca, hay otras cámaras en el piso, y sus grabadoras funcionan correctamente.

—Desde luego —dijo Connor—. Por cierto, ¿podría decirme por qué hay tantas cámaras en el piso cuarenta y seis?

—Ni idea —dijo Phillips—. Pero ya sabe usted cómo les gusta la eficacia. Dicen que van a hacer un
kaizen
de los empleados de oficinas.

—¿Entonces han instalado las cámaras para observar a los empleados durante el día, a fin de ayudarles a mejorar su eficacia?

—Eso tengo entendido.

—Bien, pues creo que eso es todo —dijo Connor—. Ah, una cosa más. ¿Tiene la dirección de Ted Colé?

Phillips movió negativamente la cabeza.

—No, señor.

—¿Tiene usted amistad con él?

—La verdad, no mucha. Es un hombre extraño.

—¿Ha estado en su casa?

—No. Es muy reservado. Creo que vive con su madre. A veces vamos al bar, al «Palomino», cerca del aeropuerto. A él le gusta aquello.

Connor asintió.

—La última pregunta: ¿dónde hay un teléfono público?

—Fuera, en el vestíbulo y en el pasillo, a la derecha, en las salas de descanso. Pero puede llamar desde aquí.

Connor estrechó la mano del guardia efusivamente.

—Mr. Phillips, muchas gracias por su tiempo y su amabilidad.

—Mucho gusto.

Yo di mi tarjeta al guardia.

—Si después recuerda algo que pueda ayudarnos, no dude en llamarme, Mr. Phillips. —Y me fui.

Connor se acercó al teléfono del vestíbulo. Era una de esas cabinas modernas con un aparato provisto de dos auriculares, uno a cada lado, que permiten hablar por una misma línea a dos personas a la vez. Este tipo de cabinas se conocen desde hace años en Tokyo y ahora empiezan a verse por todo Los Ángeles. Desde luego, la «Pacific Bell» ya no es el principal proveedor de teléfonos públicos. Los fabricantes japoneses han penetrado también en este mercado. Vi que Connor anotaba el número del teléfono en su bloc.

—¿Qué hace?

—Esta noche tenemos que responder a dos preguntas. Una es por qué esa muchacha fue asesinada en una planta de oficinas. Pero también necesitamos averiguar quién avisó a la Policía.

—¿Y cree que la llamada pudo hacerse por este teléfono?

—Es posible.

Cerró el bloc y miró el reloj.

—Es tarde. Será mejor marcharse.

—Me parece que cometemos un error.

—¿Qué error? —preguntó Connor.

—No creo que debamos dejar las cintas en el puesto de vigilancia. ¿Y si alguien las cambia mientras estamos fuera?

—Ya las han cambiado —dijo Connor.

—¿Cómo lo sabe?

—Averiguarlo me costó tirar a la papelera un bolígrafo en perfecto estado —dijo—. Vámonos. —Echó a andar hacia la escalera que bajaba al garaje. Yo le seguí.

—En cuanto Phillips nos explicó el sencillo sistema de rotación de las cintas, comprendí que podían haber hecho un cambio. Pero había que comprobarlo.

Su voz resonaba en la escalera de hormigón. Bajaba los escalones de dos en dos. Yo tenía que correr para seguirle.

—Habían cambiado las cintas, sí, pero ¿cómo? —dijo Connor—. Tenían que actuar de prisa, bajo tensión. Temerían cometer un error. Desde luego, no podían arriesgarse a dejar allí cintas delatoras. Por lo tanto, habría que sustituir todo un juego. Pero ¿sustituirlo con qué? No podían limitarse a poner el juego siguiente: no hay más que nueve en total, por lo que cualquiera podría darse cuenta de que faltaba uno. Quedaría un cajoncito vacío. No; había que instalar otro juego completo. Veinte cintas nuevecitas. Y, para comprobarlo, había que echar un vistazo a la papelera.

—¿Y por eso tiró el bolígrafo?

—Sí; no quería que Phillips se diera cuenta de lo que me proponía.

—¿Y?

—La papelera estaba llena de envoltorios de plástico arrugados. Como los que se usan para envolver las cintas.

—Comprendo.

—Una vez hube comprobado que las cintas habían sido sustituidas, sólo tenía que descubrir cuál era el juego nuevo. Así que, haciéndome el tonto, miré en todos los cajones. Probablemente, usted advirtió que el juego C, el que Phillips instaló al llegar, tenía las etiquetas un poco más blancas que los otros. La diferencia era muy pequeña, porque el puesto no lleva funcionando más que dos meses, pero se notaba.

—Ya veo. —Alguien había entrado en el puesto de vigilancia, sacado veinte cintas nuevas, les había quitado el envoltorio, etiquetado e introducido en las máquinas de vídeo, en sustitución de las cintas originales que habían grabado el asesinato.

—Me parece que Phillips sabe más de lo que nos ha contado —dije.

—Es posible —admitió Connor—. Pero nosotros tenemos cosas más importantes que hacer que intentar sacárselo. De todos modos, mucho no puede saber. Se avisó a la Policía a las ocho y media y Phillips llegó a las nueve menos cuarto. O sea que no vio el asesinato. Podemos suponer que Colé, el otro guardia, sí lo vio. Pero a las nueve menos cuarto Colé se había marchado y en el puesto de vigilancia había un japonés desconocido que cerraba una cartera.

—¿Cree que él cambió las cintas?

—Es posible. En realidad, no me sorprendería que ese hombre fuera el asesino. Espero averiguarlo en el apartamento de Miss Austin. —Abrió la puerta y entramos en el garaje.

Una fila de invitados esperaba que los mozos de aparcamiento les llevaran los coches. Vi a Ishigura conversando con el alcalde Thomas y su esposa. Connor me llevó hacia ellos. Al lado del alcalde, Ishigura exhibía una cordialidad que rayaba en lo obsequioso. Nos dedicó una amplia sonrisa.

—Ah, señores, ¿su investigación marcha satisfactoriamente? ¿Puedo hacer algo más para ayudarles?

Yo no me enfadé realmente hasta aquel momento: hasta ver cómo daba coba al alcalde. Me puse rojo de indignación. Pero Connor se lo tomó con calma.

—Gracias, Ishigura-san —dijo con una ligera inclinación—. La investigación marcha bien.

—¿Reciben ustedes toda la ayuda que desean? —preguntó Ishigura.

—Oh, sí —dijo Connor—. Todo el mundo desea colaborar.

—Bien, bien. Me alegro. —Ishigura miró al alcalde y también le sonrió. Era todo sonrisas.

—Pero sólo hay una cosa —dijo Connor.

—Diga de qué se trata. Si está en nuestra mano…

—Al parecer, alguien se ha llevado las cintas de seguridad.

—¿Cintas de seguridad? —Ishigura frunció la frente. Era evidente que Connor le había pillado desprevenido.

—Sí —dijo Connor—. Las grabaciones de las cámaras de seguridad.

—No sé nada de eso —dijo Ishigura—. Pero puedo asegurarle que, si tales cintas existen, están a su disposición.

—Gracias —dijo Connor—. Desgraciadamente, al parecer las cintas cruciales han sido retiradas del puesto de vigilancia de la «Nakamoto».

—¿Retiradas? Señores, creo que debe de haber un error.

El alcalde escuchaba la conversación atentamente.

—Quizá, pero no lo creo —dijo Connor—. Yo estaría más tranquilo si usted personalmente se ocupara de este asunto, Mr. Ishigura.

—Así lo haré —dijo Ishigura—. Pero tengo que insistir en que no concibo que hayan podido desaparecer cintas, capitán Connor.

—Muchas gracias de antemano por comprobarlo, Mr. Ishigura —dijo Connor.

—No hay de qué, capitán —dijo el hombre, sin dejar de sonreír—. Es un placer ayudarle en cuanto me sea posible.

—Hijo de puta —dije. Circulábamos por la carretera de Santa Mónica en dirección al Oeste—. Ese cabrito nos ha
mentido
con todo el morro.

—Es irritante —dijo Connor—. Pero Ishigura lo contempla desde otro ángulo. Estando al lado del alcalde, se ve a sí mismo en otro contexto, con otras obligaciones y con la necesidad de seguir otro patrón de conducta. Siendo como es sensible al entorno, considera lícito actuar de modo diferente aunque sea incongruente con su comportamiento anterior. A nosotros puede parecemos un hipócrita, pero él estima que lo que hace es adaptarse a las circunstancias.

—Lo que me revienta es ese aplomo.

—Naturalmente que tiene aplomo —dijo Connor—. Y le sorprendería mucho saber que usted está enfadado con él. Usted le considera falto de ética y él a usted, ingenuo. Porque, para un japonés, una conducta consecuente es un imposible. Un japonés se convierte en una persona diferente según con quién esté. Sólo con pasar de una a otra habitación de su casa, ya es otro.

—Todo eso está muy bien, pero la verdad es que ese hombre es un hipócrita hijo de puta.

Connor me miró:

—¿Usaría usted ese lenguaje si hablara con su madre?

—Claro que no.

—Entonces también usted cambia según las circunstancias —dijo Connor—. La verdad es que todos cambiamos. Es sólo que los americanos creen que existe un núcleo de individualidad que permanece inmutable. Y los japoneses creen que el contexto siempre domina.

—Eso me parece un pretexto para mentir —dije.

—Él no lo considera mentir.

—Pues
lo es
.

Connor se encogió de hombros.

—Únicamente desde su punto de vista,
kohai
, no desde el de él.

—Maldita sea.

—Mire, puede usted elegir entre tratar de comprender a los japoneses aceptándolos tal como son o cabrearse. Pero en este país el problema es que no vemos a los japoneses tal como son en realidad. —El coche pilló un bache y dio un salto que hizo caer el teléfono. Connor lo recogió y volvió a colocarlo en la horquilla.

Estábamos llegando a la salida de Bundy. Me situé en el carril de la derecha.

—Lo que no tengo nada claro es por qué piensa usted que el hombre de la cartera pueda ser el asesino.

—Por la cronología de los hechos. Mire, se avisó a la Policía a las ocho treinta y dos. Menos de quince minutos después, a las ocho cuarenta y cinco, un japonés estaba en el puesto de seguridad cambiando las cintas para borrar pistas. Es una reacción muy rápida. Demasiado, para una empresa japonesa.

—¿Por qué lo dice?

—En realidad, las organizaciones japonesas reaccionan a las crisis con mucha lentitud. Para tomar decisiones se basan en los precedentes y, cuando no los hay, la gente no sabe qué hacer. ¿Se acuerda de los fax? Estoy seguro de que durante toda la noche se han estado cruzando fax con la «Nakamoto» de Tokyo. Indudablemente, la Compañía todavía está tratando de decidir lo que hay que hacer. Una organización japonesa no puede acomodarse con rapidez a una situación nueva.

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