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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (10 page)

—Sí, señor.

—¿La comunicación es buena?

—Sí, señor —dije.

—Cierre el caso, Pete —dijo el jefe—. No quiero recibir más quejas en relación con este asunto.

—Sí, señor.

—Déjelo listo mañana a lo más tardar. Eso es. —Y colgó.

Yo puse el auricular en la horquilla.

—Sí —dijo Connor—; yo diría que están presionando.

Yo conducía hacia el Sur por la autopista 405, camino del aeropuerto. Aquí era más densa la niebla. Connor miraba por la ventanilla.

—En una organización japonesa, nunca recibiría usted una llamada como ésa. El jefe acaba de dejarlo en la estacada. Él no asume responsabilidades, allá usted. Y le culpa por cosas que no tienen nada que ver con usted, como la intervención de Graham y la mía. —Connor sacudió la cabeza—. Los japoneses no hacen eso. Los japoneses tienen un lema: atacar el problema, no buscar cabezas de turco. En las organizaciones norteamericanas, todo gira en torno a
quién
la ha jodido. Qué cabezas rodarán. En las organizaciones japonesas, lo que importa es
qué
está jodido y cómo arreglarlo. Nadie carga con la culpa. Es mejor sistema.

Connor enmudeció y se quedó mirando por la ventanilla. Pasábamos por Slauson y la autopista de la costa era un arco oscuro tendido sobre nuestras cabezas en la niebla.

—El jefe está en un brete, eso es todo.

—Sí. Y también mal informado, como de costumbre. Pero, de todos modos, lo mejor será tener el caso resuelto antes de que se levante por la mañana.

—¿Podremos?

—Sí; si Ishigura nos entrega las cintas.

Volvió a sonar el teléfono. Yo contesté.

Era Ishigura.

Di el aparato a Connor.

Podía oír levemente a Ishigura por el auricular. Hablaba de prisa, como si estuviera nervioso.


Moshi moshi, Connor-san. Watashi wa keibi no beya ni denwa o shimashita ga, daremo demasendeshita.

Connor tapó el micro con la palma de la mano y tradujo:

—Ha llamado al guardia de seguridad, pero no ha encontrado a nadie.


Sorede chuokeibishitsu ni renraku shite, hito o okutte morai, issho ni itte tepu o kakunin shimashita.

—Luego ha llamado a la oficina de seguridad y les ha pedido que bajaran con él a comprobar las cintas.


Tepu wa súbete rekoda no nada ni arimasui. Nakunattemo torikaeraretemo imasen. Súbete daijobu desu.

—Cada grabadora tiene su cinta. No falta ni se ha cambiado cinta alguna. —Connor frunció el entrecejo y respondió—:
lya, tepu wa surikaerarete iru hazu nanda. Tepu o sagase!


Súbete daijobu nandesu, Connor-san. Doshiro to iu no desu ka.

—Insiste en que todo está en orden.
Tepu o sagaase!
—respondió Connor. Y a mí—: Le he dicho que quiero las condenadas cintas.


Daijobu da to itterunoni, doshite sonnani tepu o sagase to ossharun desu ka.


Ore niwa sakatte irunda. Tepu wa nakunatte iru.
Sé más cosas de las que usted imagina, Mr. Ishigura.
Moichido iu, tepu o sagasunda!

Connor colgó violentamente y se echó hacia atrás, resoplando de indignación.

—Los muy cerdos. Se empeñan en decir que no falta ninguna cinta.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—Eso significa que van a emplear juego duro. —Connor contemplaba el tráfico por la ventanilla golpeándose los dientes con el dedo—. No se arriesgarían, si no se sintieran seguros, en una posición inexpugnable. Lo que significa…

Connor se perdió en sus reflexiones. Yo veía su cara reflejada en el cristal a intermitencias, cada vez que pasábamos bajo una farola. Al fin dijo:

—No, no, no —como si hablara con alguien.

—¿No qué?

—No puede ser algo relacionado con Graham. —Movió la cabeza—. Graham resultaría peligroso, evoca demasiados fantasmas del pasado. Tampoco puede relacionarse conmigo, yo soy un factor archiconocido. Por lo tanto, tiene que ser usted, Peter.

—¿De qué está hablando?

—Ha tenido que ocurrir algo que ha hecho pensar a Ishigura que tiene la sartén por el mango. Y supongo que debe de ser algo relacionado con usted.

—¿Conmigo?

—Sí. Casi con toda seguridad, se trata de algo personal. ¿Ha tenido usted problemas en su pasado?

—¿Como cuáles?

—¿Antecedentes, arrestos, investigaciones de Asuntos Internos, denuncias por conducta irregular, como alcoholismo, homosexualidad o líos de faldas? ¿Ha seguido tratamiento de desintoxicación, ha tenido problemas con compañeros o superiores? Cualquier cosa, personal o profesional.

—La verdad, no sé —dije encogiéndome de hombros.

Connor se mantenía a la expectativa, observándome. Finalmente, dijo:

—Ellos creen tener algo, Peter.

—Estoy divorciado. Tengo a mi cargo a mi hija, Michelle. Tiene dos años.

—Sí…

—Llevo una vida tranquila. Cuido de la niña. Soy responsable.

—¿Y su esposa?

—Mi ex esposa es abogada y trabaja en la oficina del fiscal del distrito.

—¿Cuándo se divorciaron?

—Hace dos años.

—¿Antes de que naciera la niña?

—Poco después.

—¿Por qué se divorciaron?

—Rediez, ¿por qué se divorcia la gente?

Connor no contestó.

—Sólo estuvimos casados un año. Ella era muy joven cuando nos conocimos. Veinticuatro años. Y muy romántica. Nos conocimos en el juzgado. Ella pensó que yo era un detective duro y frío que se jugaba la vida todos los días. Le gustaba que portara un arma. En fin, esas cosas. Y tuvimos una aventura. Luego quedó embarazada y no quiso abortar. Lo que quería era casarse. Una de sus ideas románticas. En realidad, no lo pensó. Pero el embarazo se puso difícil y entonces ya era tarde para abortar, y ella decidió que no le gustaba vivir conmigo porque mi apartamento era pequeño, porque yo no ganaba suficiente dinero y porque vivíamos en Culver City y no en Brentwood. Total: cuando nació la niña, ya había perdido toda la ilusión. Dijo que se había equivocado. Que quería ejercer su carrera. No quería estar casada con un policía. No quería cuidar de una criatura. Dijo que lo sentía mucho, que se había equivocado. Y se fue.

Connor escuchaba con los ojos cerrados.

—¿Sí…?

—No sé qué importancia puede tener esto. Ella se marchó hace dos años. Y, después de aquello yo no podía, no quería seguir en la brigada, haciendo horario de detective, porque ahora tenía que ocuparme de la niña, de manera que hice oposiciones a Servicios Especiales y empecé a trabajar en la oficina de Prensa. Allí no tuve ningún problema. Todo fue perfectamente. Hasta que, el año pasado, se presentó la oportunidad de optar a esta
plaza
de oficial de enlace para casos relacionados con ciudadanos asiáticos. Estaba mejor pagada. Doscientos más al mes. De manera que hice la solicitud.

—Aja.

—Quiero decir que necesito el dinero. Ahora tengo muchos gastos, como la guardería de Michelle. ¿Sabe usted cuánto pago de guardería? Y he de tener a una asistenta todo el día, y la mitad de las veces Lauren no paga su parte de la manutención de la niña. Dice que el sueldo no le alcanza, pero se ha comprado un «BMW», de modo que no sé qué pensar. ¿Y qué puedo hacer? ¿Denunciarla? Trabaja para el fiscal del distrito.

Connor guardaba silencio. Delante, aviones sobrevolaban la autopista disponiéndose a aterrizar. Estábamos cerca del aeropuerto.

—Tuve suerte de conseguir la plaza de oficial de enlace. Por el horario y por la paga. Y por eso ahora estoy aquí, en este coche, con usted. Eso es todo.


Kohai
—dijo él suavemente—, los dos estamos metidos en esto. Cuénteme. ¿Qué problema tiene?

—Ningún problema.


Kohai.

—Ninguno.


Kohai…

—John, escuche lo que voy a decirle. Cuando solicitas una plaza de oficial de enlace en Servicios Especiales, cinco comités distintos te repasan la hoja de servicios. Para conseguir una plaza de enlace tienes que estar
limpio
. Los comités no encontraron nada de particular en mi expediente.

—Pero
algo
encontraron —dijo Connor moviendo la cabeza.

—Dios —dije—, fui detective cinco años. No puedes trabajar todo ese tiempo sin que se presenten quejas contra ti. Eso ya debe de saberlo.

—¿Y qué quejas se presentaron?

Sacudí la cabeza.

—Nada. Cosas sin importancia. El primer año, arresté a un tipo que me acusó de abuso de fuerza. La acusación fue retirada después de una investigación. Luego arresté a una mujer por robo a mano armada, que dijo que yo le había puesto un gramo de droga para tenderle una trampa. Acusación retirada: la droga era suya. Un sospechoso de asesinato dijo que yo le había dado puñetazos y puntapiés durante un interrogatorio. Pero el interrogatorio se había hecho en presencia de otros oficiales. Después, una borracha denunciada por escándalo doméstico, dijo que yo había intentado abusar de su hija, una menor. Luego retiró la acusación. El cabecilla de una banda de adolescentes arrestado por asesinato dijo que yo le había hecho proposiciones homosexuales. Acusación retirada. Eso es todo.

Todo policía sabe que esta clase de quejas son ruido de fondo, como el del tráfico en la calle. No hay nada que hacer. Estás continuamente en un entorno adverso, acusando a la gente de crímenes. Y ellos te acusan a ti. Así funciona. El Departamento no presta atención, a no ser que se repita la misma acusación. Si en el transcurso de un par de años uno es acusado de abuso de autoridad tres o cuatro veces, se hace una investigación. O se formulan una serie de quejas por racismo. Por lo demás, como suele decir Jim Olson, el ayudante del jefe, el oficio de policía es para gente con pellejo duro.

Connor no dijo nada durante un rato. Finalmente, preguntó:

—¿Y qué hay del divorcio? ¿Algún problema?

—Nada fuera de lo corriente.

—¿Está en buenas relaciones con su ex?

—Sí. No es que seamos muy amigos, pero nos llevamos bastante bien.

Él seguía con el entrecejo fruncido.

—¿Y dejó la brigada hace dos años?

—Sí.

—¿Por qué?

—Ya se lo he dicho.

—Me ha dicho que por el horario.

—Eso fue lo principal, sí.

—¿Hubo algo más?

—Después del divorcio, no me apetecía el trabajo de Homicidios. Me sentía… no sé. Desilusionado. Yo tenía una criatura y mi mujer me había dejado. Ella, tan campante saliendo con un abogado de postín y yo, en casa, con la niña. Me sentía desmotivado. No quería seguir siendo detective.

—¿Se puso en tratamiento? ¿Fue al psiquiatra?

—No.

—¿Problemas con drogas o alcohol?

—No.

—¿Otras mujeres?

—Alguna.

—¿Estando casado?

Yo vacilé.

—¿Farley? ¿La de la oficina del alcalde?

—No. Eso fue después.

—Pero hubo
alguien
durante su matrimonio.

—Sí. Pero ahora vive en Phoenix. Trasladaron al marido.

—¿Ella estaba en el Departamento?

Me encogí de hombros.

Connor se echó hacia atrás.

—Está bien,
kohai
. Si no hay más que eso, no debe preocuparse. —Me miró.

—No hay más que eso.

—Pero tengo que hacerle una advertencia —dijo—. Yo he pasado por esto. Cuando los japoneses van a por todas, pueden complicarte la vida. Complicártela mucho.

—¿Quiere asustarme?

—No. Sólo decirle cómo están las cosas.

—Al cuerno los japoneses —dije—. No tengo nada que ocultar.

—Magnífico. Ahora llame a sus amigos de la tele y dígales que, después de la próxima parada, iremos a hacerles una visita.

Un «747» pasó zumbando muy bajo. Las luces de aterrizaje brillaban en la niebla. Voló por encima del rótulo luminoso que anunciaba: «¡MUJERES! ¡MUJERES! ¡DESNUDO TOTAL! ¡MUJERES!». Eran las once y media cuando entramos.

Decir que el «Club Palomino» era un bar con
striptease
era hacerle un favor. En realidad, se trataba de una antigua bolera con cactos y caballos pintados en las paredes. Por dentro parecía más pequeño que visto desde fuera. Una mujer de unos cuarenta, con tanga plateado y adornado con bodoques, bailaba apáticamente. Parecía tan aburrida como los clientes, sentados alrededor de mesitas color de rosa. Por entre el humo que llenaba el local se movían camareras en
topless
. La música tenía un fuerte siseo.

En la puerta un individuo nos dijo:

—Doce dólares. Mínimo dos copas. —Connor sacó la placa—. Está bien, está bien —agregó el hombre.

Connor miró en tomo y dijo:

—No imaginaba que aquí vinieran japoneses. —En una mesa de un rincón vi a tres con traje azul marino.

—Muy pocos —dijo el encargado—. Les gusta más el «Star», en el centro. Allí hay más lujo y más tetas. Yo diría que esos tres se han perdido durante la visita a la ciudad.

Connor asintió.

—Busco a Ted Colé.

—Está en la barra. Es el de las gafas.

Ted Colé estaba sentado en el bar. Llevaba un anorak encima del uniforme gris de guardia de seguridad de la «Nakamoto». Cuando nos sentamos a su lado, nos miró inexpresivamente.

Se acercó el camarero. Connor dijo:

—Dos «Bud».

—No tenemos «Bud». ¿«Asahi»?

—Vale.

Connor enseñó la placa. Colé movió la cabeza, se volvió de espaldas a nosotros y miró atentamente a la bailarina.

—Yo no sé nada.

—¿Nada de qué? —preguntó Connor.

—Nada de nada. Yo sólo me ocupo de mis asuntos. Ahora estoy fuera de servicio. —Parecía un poco bebido.

—¿Cuándo salió de trabajar? —preguntó Connor.

—Hoy salí temprano.

—¿Por qué?

—Me dolía el estómago. Tengo una úlcera que a veces se me despierta. Conque salí temprano.

—¿A qué hora?

—Serían las ocho y cuarto todo lo más.

—¿Fichan ustedes?

—No; no hay reloj que controle las entradas y salidas.

—¿Y quién le relevó?

—El supervisor.

—¿Quién es?

—No lo conozco. Un japonés. Nunca lo había visto.

—¿Es su supervisor y no lo había visto?

—Es nuevo. Japonés. No lo conozco. ¿Y qué quieren de mí?

—Sólo hacerle unas preguntas —dijo Connor.

—No tengo nada que ocultar —dijo Colé.

Uno de los japoneses sentados a la mesa del rincón se acercó al bar. Se situó a nuestro lado y preguntó al camarero:

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