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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (9 page)

—¿Es de Osaka? —preguntó Connor.

—Su padre es un gran industrial de allí, está asociado con la «Daimashi». Es un hombre encantador. A veces, cuando viene de visita, va a ver a una chica del segundo piso. Pero Eddie… Teóricamente, Eddie vino a estudiar y, al cabo de unos años, tenía que regresar a su país a trabajar para la
kaisha
, la empresa. Pero él no quiere regresar. Le gusta esto. ¿Y cómo no iba a gustarle? Tiene de todo. Se compra un «Ferrari» nuevo cada vez que estrella el viejo. Tiene más dinero que Dios. Con el tiempo que lleva aquí, es como un americano. Atractivo. Sexy. Y con toda esa droga… En fin, la auténtica alma de las fiestas. ¿Qué puede ofrecerle a él Osaka?

—Pero usted dice que siempre supo… —empecé.

—¿Que se metería en un lío? Pues claro. Por esa veta extraña. Ese
ramalazo
. Se encogió de hombros. Muchos de ellos lo tienen. Con esos tipos que vienen de Tokyo, aunque te traigan un
shókai
, una recomendación, tienes que tener cuidado. No les importa gastarse diez o veinte mil en una noche. Para ellos es como una propina. Te lo dejan en el tocador. Pero es que lo que quieren hacer, por lo menos, algunos…

La muchacha enmudeció. Tenía la mirada ausente, extraviada. Yo no dije nada, me quedé esperando. Connor la miraba con gesto de comprensión.

De pronto, ella siguió hablando, como si no se hubiera dado cuenta de la pausa.

—Y, para ellos, esos deseos son algo tan natural como la propina. Completamente natural. Bueno, a mí no me importa una ducha dorada o lo que sea, esposas, etcétera. Incluso una pequeña tunda, si el chico me gusta. Pero por los cortes no paso. Por mucho dinero que me den. Nada de puñales ni espadas. Pero ellos… Muchos son tan corteses, tan correctos y luego, cuando se calientan, tienen esta… esta
cosa…
—Se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Son gente extraña.

Connor miró el reloj.

—Miss Young, nos ha sido usted de gran ayuda. Quizá tengamos que volver a hablar. El teniente Smith tomará nota de su teléfono…

—Sí, desde luego.

Abrí el bloc.

—Voy a hablar un momento con el portero.

—Shinichi —dijo ella.

Connor salió. Yo anoté el teléfono de Julia. Ella me miraba mientras yo escribía. Se humedeció los labios. Al fin, dijo:

—A mí puedes decírmelo. ¿La ha matado?

—¿Quién?

—Eddie. ¿Ha matado a Cherylynn?

Era bonita, pero tenía la mirada febril. Me observaba sin pestañear con los ojos brillantes. Lástima de muchacha.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque siempre estaba amenazándola. Esta misma tarde sin ir más lejos.

—¿Eddie estuvo aquí esta tarde? —pregunté.

—Pues claro. —Se encogió de hombros—. Viene a todas horas. Esta tarde estaba hecho una fiera. Insonorizaron las paredes cuando compraron el edificio, pero aun así se les oía gritar. Ella tenía puesta esa cinta de Jerry Lee Lewis que tocaba a todas horas de día y de noche hasta sacarte de quicio, y se gritaban y se tiraban cosas. Él siempre decía: «Te mataré, te mataré, zorra». Así que, ¿la mató?

—No lo sé.

—¿Pero está muerta? —Aún le brillaban los ojos.

—Sí.

—Tenía que ocurrir —dijo. Parecía completamente tranquila—. Todas lo sabíamos. Era sólo cuestión de tiempo. Si necesitas más información, llámame.

—Así lo haré. —Le di mi tarjeta—. Y, si recuerdas algo más, llámame a este número.

Guardó la tarjeta en el bolsillo de atrás de los shorts doblando el cuerpo.

—Ha sido un placer hablar contigo, Peter.

—Sí. Lo mismo digo.

Me alejé por el pasillo. Cuando llegué al extremo, me volví. Ella estaba en la puerta de su apartamento, agitando la mano.

Connor estaba hablando por el teléfono del vestíbulo y el portero le miraba con gesto huraño, como si deseara impedírselo pero no pudiera hallar un pretexto.

—Eso es —decía Connor—. Todas las llamadas que se hayan hecho desde ese teléfono entre las ocho y las diez de la noche. Exactamente. —Escuchó un momento—. Bien, no me importa si sus sistemas no están diseñados de este modo, necesito esos datos. ¿Cuánto tardarán? ¿Mañana? No sea ridícula. ¿Qué se ha creído que es esto? Lo quiero para dentro de dos horas. Volveré a llamarla. Sí. A hacer puñetas usted también. —Colgó—. Vámonos,
kohai
.

Fuimos en busca del coche.

—¿Poniendo a trabajar a sus contactos?

—¿Contactos? —Parecía desconcertado—. Oh. Graham le habrá hablado de mis contactos. No tengo informadores especiales. Pero él cree que sí.

—Mencionó el caso Arakawa.

—Eso es muy viejo —suspiró Connor. Caminábamos hacia el coche—. ¿Quiere que le cuente el caso? Muy sencillo. Dos súbditos japoneses son asesinados. El Departamento encarga la investigación a unos detectives que no hablan japonés. Al cabo de una semana, me la pasan a mí.

—¿Y usted qué hizo?

—Los Arakawa se hospedan en el hotel «New Otani». Conseguí la lista de las llamadas que habían hecho al Japón. Marqué los números y hablé con varias personas de Osaka. Luego, llamé a la Policía de Osaka. También en japonés. Les sorprendió mucho que no conociéramos toda la historia.

—Comprendo.

—No del todo —dijo Connor—. Porque el Departamento de Policía de aquí se encontró en una situación incómoda. La Prensa se había permitido criticar la actuación de la Policía. La gente había enviado flores. Había habido una gran manifestación de dolor por unas personas que resultaban ser gángsteres. Mucha gente se sintió violenta. Y se me echó a mí la culpa de todo. Yo había procedido de modo irregular para resolver el caso. Aquello me cabreó, francamente.

—¿Y por eso se fue al Japón?

—No. Eso es otra historia.

Llegamos al coche. Me volví a mirar hacia el Imperial Arms y vi a Julia en la ventana mirándonos.

—Es muy seductora —dije.

—Los japoneses a las mujeres como ella las llaman
shirigaru onna
. Culo ligero. —Abrió la puerta y entró en el coche—. Y se droga. No podemos fiarnos de lo que nos diga. De todos modos, la cosa empieza a tomar un cariz que no me gusta nada. —Miró el reloj y sacudió la cabeza—. Maldita sea. Se nos va el tiempo. Más vale que vayamos al «Palomino», a ver a Mr. Colé.

Fuimos en dirección al Sur, camino del aeropuerto. Connor estaba apoyado en el respaldo, con los brazos cruzados, mirándose las puntas de los pies con gesto de contrariedad.

—¿Por qué dice que no le gusta el cariz?

—Los envoltorios, en la papelera —dijo Connor—. La foto, en el contenedor del vestíbulo. No debieron tirar esas cosas.

—Usted mismo ha dicho que obraban con precipitación.

—Quizá. Pero ¿sabe?, los japoneses piensan que la Policía norteamericana es incompetente. Estos descuidos son prueba de su desdén.

—Pues incompetentes no somos.

Connor movió la cabeza.

—Si se nos compara con los japoneses, sí. En el Japón se detiene a todos los delincuentes y el noventa y nueve por ciento de los autores de delitos graves son procesados. Por lo tanto, en el Japón, todo criminal sabe desde el principio que han de pillarlo. Pero aquí la cifra de condenas es de un diecisiete por ciento. Ni siquiera una entre cinco. Y, en los Estados Unidos, el delincuente sabe que, probablemente, no lo pillarán. Y, si lo pillan, lo más probable es que, gracias a una serie de salvaguardias jurídicas, no lo condenen. Y todos los estudios de la eficacia policial indican que los detectives norteamericanos o resuelven el caso en seis horas o nunca.

—¿Y qué quiere decir?

—Quiero decir que aquí se ha cometido un crimen con la expectativa de que no sea resuelto. Y yo quiero resolverlo,
kohai
.

Durante los diez minutos siguientes, Connor guardó silencio. Estaba inmóvil, con los brazos cruzados y la barbilla hundida en el pecho. Su respiración era profunda y regular. De no ser porque tenía los ojos abiertos, yo hubiera podido pensar que dormía.

Yo conducía, escuchando su respiración.

Finalmente dijo:

—Ishigura.

—¿Qué hay de Ishigura?

—Si supiéramos qué hizo a Ishigura comportarse de ese modo, comprenderíamos lo ocurrido.

—No entiendo.

—Para un americano, es difícil —dijo Connor—. Porque en América un margen de error es anormal. Uno cuenta con que el avión llegue con retraso. Que el correo no se reparta. Que se te estropee la lavadora. En todo momento, esperas que puedan torcerse las cosas.

»Pero el Japón es diferente. En el Japón
todo
funciona. En una estación de ferrocarril de Tokyo, tú te sitúas encima de una marca que hay en el andén y, cuando llega el tren, las puertas se abren mismamente delante de ti. Los trenes son puntuales. Las maletas no se extravían. Los enlaces no se pierden. Los plazos se cumplen. Las cosas ocurren según el plan. Los japoneses son gente instruida, preparada y motivada. Las cosas se hacen bien. Allí la chapuza no existe.

—Aja…

—Y esta noche era muy importante para la «Nakamoto Corporation». Puede estar seguro de que lo tenían previsto absolutamente todo, hasta el menor detalle. Los canapés vegetarianos que gustan a Madonna, el fotógrafo preferido de la estrella… Créame, son gente preparada. Lo tienen todo previsto. Ya sabe lo que hacen: se sientan a discutir una infinidad de posibilidades. ¿Y si hay un incendio? ¿Y si hay un terremoto? ¿Una amenaza de bomba? ¿Un corte de electricidad? Les gusta tener previsto hasta lo más improbable. Es algo obsesivo, pero cuando llega la noche decisiva, lo tienen absolutamente todo controlado. Está muy mal visto no dominar la situación. ¿Me sigue?

—Le sigo.

—Pero ahí tenemos a nuestro amigo Ishigura, el representante oficial de la «Nakamoto», delante del cadáver de una muchacha, una situación, evidentemente, que se sustrae a su control. Él hace
yoshiki no
, trata de agarrar el toro por los cuernos al estilo occidental, pero no es lo suyo: ya se fijaría usted en cómo le sudaba el labio. Y las palmas de las manos: no hacía más que restregárselas en el pantalón. Está
rikutsuppoi
, protesta demasiado, habla demasiado.

»En suma, actúa como si en realidad no supiera qué hacer, como si ignorara quién es la muchacha, a pesar de que lo sabe, porque conoce a todos los invitados a la fiesta, y finge no saber quién la mató. Cuando es casi seguro de que eso también lo sabe.

Pisé un bache y el coche dio un brinco.

—Un momento. ¿Ishigura sabe quién mató a la muchacha?

—Estoy seguro. Y no es el único. A estas horas, eso lo saben por lo menos tres personas. ¿No dijo usted que había trabajado en la oficina de Prensa?

—Sí. Hace un año.

—¿Mantiene contacto con los encargados de los informativos de televisión?

—Con algunos. Aunque de tarde en tarde. ¿Por qué?

—Me gustaría ver alguna de las cintas que se grabaron esta noche.

—¿Sólo ver? ¿No incautar?

—No. Sólo ver.

—No creo que haya inconveniente —dije. Podría llamar a Jennifer Lewis de la «KNBC» o a Bob Arthur de la «KCBS». Probablemente a Bob.

—Tiene que ser alguien a quien pueda pedírselo como un favor personal —dijo Connor—. De otro modo, las cadenas no nos ayudarían. Ya se habrá fijado que esta noche en el escenario del crimen no había equipos de televisión. Y en la mayoría de los casos tienes que luchar a brazo partido para llegar hasta el espacio acotado por la Policía. Y, esta noche, ni televisión, ni fotógrafos, nada.

—No usábamos la radio —dije encogiéndome de hombros—. No han podido oír nada.

—Pero ya estaban allí —dijo Connor—. Cubriendo la fiesta con Tom Cruise y Madonna. Y entonces una muchacha es asesinada en el piso de arriba. ¿Dónde estaba la televisión?

—Capitán, por ahí no paso.

Una de las cosas que aprendí cuando trabajaba en el Departamento de Prensa es que no hay conspiraciones. La Prensa es muy diversa, y en cierto modo, está muy desorganizada. En realidad, en las raras ocasiones en que necesitamos un embargo, por ejemplo, en un secuestro en el que se negociaba un rescate, nos costó horrores conseguir cooperación.

—Las ediciones de los periódicos se cierran temprano. Probablemente, los de la televisión querían entrar en las noticias de las once y se habían marchado a montar la grabación.

—No estoy de acuerdo. Yo creo que los japoneses expresaron preocupación por su
shafu
, su imagen corporativa, y la Prensa se avino a no decir nada. Créame,
kohai
: están presionando.

—No me lo puedo creer.

—Es la verdad —dijo Connor—. Están presionando.

En aquel momento, sonó el teléfono del coche.

—Dios, Peter —dijo una voz áspera y familiar—. ¿Qué puñetas pasa con ese homicidio? —Era el jefe. Sonaba como si hubiera bebido.

—¿A qué se refiere, jefe?

Connor me miró y oprimió el botón del altavoz para poder escuchar.

—¿Están hostigando a los japoneses? —dijo el jefe—. ¿Es que vamos a recibir otra retahíla de denuncias por racismo?

—No, señor —respondí—. De ninguna manera. No sé lo que le habrán contado…

—Me han contado que ese gilipollas de Graham ha estado insultante, como de costumbre.

—Yo no diría exactamente insultante, jefe…

—Mire, Peter, a mí no me putee. Ya le he dicho a Fred Hoffmann lo que pienso de él por haber enviado a Graham. Quiero a ese racista imbécil fuera de este caso. De ahora en adelante, tenemos que contemporizar con los japoneses. Es el imperativo del momento. ¿Me oye, Peter?

—Sí, señor.

—Ahora hablaremos de John Connor. Está con usted, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Por qué lo ha metido usted en esto?

Pensé: ¿por qué lo he metido en esto
yo
? Fred Hoffmann debió de optar por decir que lo de avisar a Connor había sido idea mía, no de él.

—Lo siento, pero yo…

—Comprendo —dijo el jefe—. Probablemente, usted pensó que no iba a poder encargarse del caso sin ayuda. Pero me parece que se ha buscado más problemas que ayuda. Porque a los japoneses no les gusta Connor. Y tengo que decirle una cosa, yo conozco bien a John. Entramos en la academia juntos, en el cincuenta y nueve. Siempre ha sido un inadaptado y un buscapleitos. Porque si una persona se va a vivir a un país extranjero es porque aquí no encaja. No quiero que nos joda la investigación.

—Jefe…

—Peter, así es como yo veo las cosas: usted tiene un caso de homicidio, haga los trámites pertinentes y acabe cuanto antes. Con limpieza y rapidez. Yo confío en usted y sólo en usted. ¿Me ha oído?

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