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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (6 page)

—Es posible —dijo Connor encogiéndose de hombros.

—Venga, ya sabéis lo aperreada que está esa gente en su tierra. Viajando como sardinas, trabajando en grandes empresas. Sin poder decir lo que piensan. Y aquí se encuentran libres de todas las represiones, ricos, sin nadie que les impida hacer lo que les da la gana. A veces, a alguno se le sube a la cabeza. Decid si me equivoco.

Connor miró largamente a Graham y finalmente dijo:

—Así que, según tú, Tom, un asesino japonés decidió despachar a esta muchacha encima de la mesa de juntas de la «Nakamoto».

—Exactamente.

—¿Como un acto simbólico?

Graham se encogió de hombros.

—Joder, ¿quién sabe? No hablamos de conductas normales. Pero una cosa quiero deciros. Voy a coger al gilipollas que ha hecho esto, aunque sea lo último que haga en mi condenada vida.

El ascensor bajaba de prisa. Connor se apoyó en el cristal.

—Hay muchas razones para que a uno no le gusten los japoneses, pero Graham no conoce ninguna. —Suspiró—. ¿Sabe qué dicen de nosotros?

—¿Qué dicen?

—Dicen que los norteamericanos somos excesivamente amigos de formular teorías. Dicen que no dedicamos suficiente tiempo a observar el mundo y por eso no sabemos cómo
son
en realidad las cosas.

—¿Es una idea zen?

—No.—Rió—. Pregunte a un vendedor de ordenadores qué piensa de sus oponentes norteamericanos, y le contestará eso. En el Japón, todo el que trata con norteamericanos piensa lo mismo. Y, mirando a Graham, uno se da cuenta de que tienen razón. Graham no posee verdaderos conocimientos ni experiencias de primera mano. Él sólo cuenta con una serie de prejuicios y fantasías extraídas de los medios audiovisuales. No sabe nada de los japoneses… y nunca se le ocurrirá averiguarlo.

—Entonces, ¿usted opina que está equivocado? —pregunté—. ¿Que a esa muchacha no la mató un japonés?

—Yo no he dicho tal cosa,
kohai
—respondió Connor—. Es posible que Graham tenga razón. Pero, por el momento…

Se abrieron las puertas y vimos la fiesta. La orquesta tocaba
Moonlight Serenade
. En el ascensor entraron dos parejas. Parecían del ramo inmobiliario: ellos, con pelo gris y aspecto distinguido y ellas, bonitas y un poco vulgares. Una de las mujeres dijo:

—Es más bajita de lo que creía.

—Sí; un taponcito. Y ése… ¿era el de turno?

—Supongo. ¿No es el que sale en el vídeo?

—Creo que sí.

—¿Os parece que se ha operado las tetas?

—¿No se las operan todas?

—Todas menos yo —dijo la otra mujer con una risita.

—Bien dicho, Christine.

—Aunque me lo estoy pensando. ¿Habéis visto a Emily?

—Oh, pero es que ella se las ha puesto muy
grandes
.

—La culpa es de Jane, por empezar. Ahora todo el mundo las quiere grandes.

Los hombres se volvieron hacia el panorama.

—Un edificio soberbio —dijo uno—. Unos detalles fantásticos. Habrá costado una fortuna. ¿Trabajas mucho con japoneses, Ron?

—Aproximadamente, un veinte por ciento —dijo el otro hombre—. Bastante menos que el año pasado. He tenido que pulir mi golf, porque ellos siempre quieren jugar al golf.

—¿El veinte por ciento de la facturación total?

—Sí. Ahora están comprando Orange County.

—Claro. Ya son los dueños de Los Ángeles —dijo una de las mujeres riendo.

—Casi. El edificio Arco de ahí delante es suyo —dijo el hombre señalando—. Yo diría que deben de tener entre el setenta y el setenta y cinco por ciento del centro de Los Ángeles.

—Y en Hawai, mucho más.

—Todo Hawai es
suyo
: el noventa por ciento de Honolulu, el ciento por ciento de la costa de Kona. Están construyendo campos de golf como locos.

—¿Saldrá esta fiesta en los telediarios de mañana? Había muchas cámaras.

—A ver si nos acordamos de mirar.

El ascensor dijo:


Mosuga de gozaimasu.

Llegamos al garaje y los invitados salieron. Connor los siguió con la mirada moviendo la cabeza.

—En ningún otro país del mundo oiríais a la gente comentar tranquilamente la venta de sus ciudades y fincas a los extranjeros.

—¿Comentar? —dije yo—. Si son ellos los que hacen la venta.

—Sí. Los norteamericanos se mueren por vender. Es algo que asombra a los japoneses. Piensan que cometemos suicidio económico. Y, desde luego, tienen razón. —Mientras hablaba, Connor oprimió un botón del ascensor junto al que se leía: SÓLO EMERGENCIAS.

Se oyó una leve señal de alarma con sonidos cortos y metálicos.

—¿Por qué ha hecho eso?

Connor miró a una videocámara montada en un ángulo del techo y agitó la mano alegremente. Una voz dijo por el intercomunicador.

—Buenas noches, oficiales. ¿Puedo ayudarles?

—Sí —dijo Connor—. ¿Hablo con vigilancia del edificio?

—Sí, señor. ¿Alguna anomalía en el ascensor?

—¿Dónde están ustedes?

—En la planta baja, ángulo sudeste, detrás de los ascensores.

—Muchas gracias —dijo Connor oprimiendo el botón de la planta baja.

El puesto de vigilancia de la torre «Nakamoto» era un cuartito de cinco metros por siete. Estaba presidido por tres grandes paneles de vídeo, cada uno dividido en una docena de monitores. En aquel momento, la mayoría eran rectángulos negros. Pero una hilera mostraba imágenes de la planta baja y el garaje; otra, la fiesta, y una tercera, a los equipos de la Policía que trabajaban en el piso cuarenta y seis.

El vigilante de guardia se llamaba Jerome Phillips. Era un negro de unos cuarenta y tantos años. Su uniforme gris tenía manchas de sudor en el cuello y debajo de los brazos. Cuando entramos, nos pidió que dejáramos la puerta abierta. Parecía incómodo por nuestra presencia. Me dio la impresión de que escondía algo, pero Connor se acercó a él amistosamente. Le enseñamos las placas y le estrechamos la mano. Connor consiguió transmitir la idea de que éramos todos profesionales de la seguridad que íbamos a cambiar impresiones.

—Una noche de mucho ajetreo, Mr. Phillips.

—Ya lo creo. Con la fiesta y todo lo demás.

—Y con tanta gente en este cuartito.

El hombre se enjugó el sudor de la frente.

—Y que lo diga. Todos aquí metidos. ¡Jesús!

—¿Quiénes, todos?

Connor me miró.

—Cuando los japoneses salieron del piso cuarenta y seis bajaron aquí, a mirar por estos monitores todo lo que nacíamos. ¿No es verdad, Mr. Phillips?

—Todos, no, pero bastantes —dijo Phillips asintiendo—. Fumando sus malditos cigarrillos, mirando, echando humo y pasándose fax.

—¿Pasándose fax?

—Oh, sí, a cada dos o tres minutos entraba uno con otro fax. Escrito en japonés. Se lo pasaban unos a otros y hacían comentarios. Luego, uno de ellos salía para enviar otro fax. Y los demás se quedaban aquí mirando lo que hacían ustedes.

—¿Mirando y escuchando?

Phillips movió la cabeza.

—No; no tenemos líneas de audio.

—Me sorprende —dijo Connor—. El equipo parece muy moderno.

—¿Moderno? Es lo último. Una cosa le diré: esta gente sabe lo que hace. Tienen el mejor sistema de alarma y prevención de incendios. El mejor sistema antiterremotos. Y, desde luego, el mejor sistema electrónico de seguridad: cámaras, detectores, lo que ustedes quieran.

—Ya lo veo —dijo Connor—. Por eso me sorprendió que no tuvieran audio.

—No; ni audio ni color. Vídeo de alta definición en blanco y negro. No me pregunten por qué. Algo relacionado con las cámaras y con la forma en que están instaladas, es lo único que sé.

En los paneles aparecían cinco vistas del piso cuarenta y seis, tomadas por cámaras diferentes. Al parecer, los japoneses habían instalado cámaras en todo el piso. Recordé cómo Connor paseaba por el atrio mirando el techo. Debía de haber descubierto las cámaras.

Ahora vi a Graham en la sala de juntas, dando instrucciones a los equipos. Fumaba un cigarrillo, algo que era contrario a las normas en el escenario de un crimen. Vi a Helen abrir la boca en un bostezo. Kelly se disponía a trasladar el cadáver de la muchacha de la mesa a una camilla, antes de introducirlo en un saco de plástico e iba…

Entonces caí en la cuenta.

Tenían cámaras allí arriba.

Cinco cámaras diferentes.

Que cubrían toda la extensión del piso.

—Oh, Dios mío —dije y di media vuelta, muy excitado. Iba a decir algo cuando Connor me sonrió afablemente y me puso la mano en el hombro. Me lo oprimió con fuerza.

—Teniente —dijo.

El dolor era increíble. Traté de no hacer una mueca.

—¿Sí, capitán?

—Si no tiene inconveniente, me gustaría hacer una o dos preguntas a Mr. Phillips.

—Claro que no, capitán. Adelante.

—Quizá podría usted tomar nota.

—Buena idea, capitán.

Me soltó el hombro y yo saqué el bloc.

Connor se sentó en el borde de la mesa y dijo:

—¿Hace tiempo que trabaja en el departamento de Seguridad de «Nakamoto», Mr. Phillips?

—Sí, señor. Hace ya unos seis años. Empecé en su fábrica de La Habrá y cuando me lesioné la pierna, en un accidente de automóvil, y ya no podía andar tan bien como antes, me trasladaron a Seguridad. De la misma fábrica. Para que no tuviera que andar de un lado a otro. Luego, cuando abrieron la fábrica de Torrance, me trasladaron. Mi esposa también entró a trabajar en Torrance. Allí fabrican piezas para los «Toyota». Después me pusieron en el turno de noche de este edificio.

—Ya veo. En total, seis años.

—Sí, señor.

—Debe de gustarle esto.

—Verá, es un trabajo seguro. Eso es mucho en América. Ya sé que los japoneses no tienen una gran opinión de los negros, pero a mí siempre me han tratado bien. Y, qué diantre, yo antes trabajaba para la «GM» en Van Nuys y aquello… en fin, usted ya lo sabe, aquello
se acabó
.

—Sí —dijo Connor, compasivo.

—Cada vez que me acuerdo… —dijo Phillips sacudiendo la cabeza—. Dios… ¡Los imbéciles que nos enviaban a la fábrica! No iba usted a creerlo. De Detroit nos enviaban a unos inútiles que no sabían ni mu. No tenían ni puñetera idea de cómo funcionaba la línea. No distinguían una herramienta de un molde. Y querían dar órdenes a los encargados. Les daban doscientos mil al año y no sabían ni una mierda. Y nada funcionaba. Los coches, mierda. Pero aquí —dijo golpeando el pupitre—, aquí tengo un problema o algo no funciona, doy aviso y en seguida vienen, y conocen el sistema, saben cómo funciona, y lo repasamos juntos y la cosa se
arregla
. Al momento. Aquí las cosas se arreglan. Es la diferencia. Y es lo que yo digo: esta gente sabe lo que se trae entre manos.

—Así que le gusta esto.

—Siempre me han tratado bien —dijo Phillips moviendo la cabeza afirmativamente.

La respuesta no me pareció muy entusiasta. Me daba la impresión de que el hombre no era muy adicto a sus patronos y que con unas cuantas preguntas se avendría a colaborar. Sólo había que darle un poco de cuerda.

—La lealtad es muy importante —dijo Connor moviendo la cabeza con gesto de comprensión.

—Para ellos, lo es —dijo el hombre—. Esperan que pongas entusiasmo en la empresa. Por eso siempre llego quince o veinte minutos antes de la hora y me quedo quince o veinte minutos después. Les gusta que les des tiempo extra. En Van Nuys hacía lo mismo, pero allí nadie lo notaba.

—¿Y qué turno tiene?

—De nueve de la noche a siete de la mañana.

—¿Y esta noche? ¿A qué hora llegó?

—A las nueve menos cuarto. Como le digo, llego quince minutos antes.

Habían llamado a la Policía a las ocho y media. De modo que, si el hombre había llegado a las nueve menos cuarto, no podía haber visto cometer el asesinato.

—¿Quién hace el turno anterior al suyo?

—Pues, generalmente, Ted Colé. Pero no sé si ha venido hoy.

—¿Por qué?

El guardia se enjugó la frente con la bocamanga y desvió la mirada.

—¿Por qué, Mr. Phillips? —dije yo con más energía.

El hombre parpadeó, frunció el entrecejo y no contestó.

Connor dijo suavemente:

—Porque esta noche, cuando llegó Mr. Phillips, Ted Colé no estaba, ¿verdad, Mr. Phillips?

El guardia meneó la cabeza.

—No; no estaba.

Yo iba a hacer otra pregunta, pero Connor levantó la mano.

—Mr. Phillips, debió usted de llevarse una buena sorpresa al entrar aquí a las nueve menos cuarto.

—Y que lo diga —respondió Phillips.

—¿Qué hizo usted al ver la situación?

—Bien. De entrada, le digo al tipo: «¿Qué desea?». Con educación, pero con energía. Porque, al fin y al cabo, ésta es la oficina de Seguridad, y yo no sé quién es, no lo he visto antes. Y está nervioso.
Muy
nervioso. Me dice: «Apártese». Muy agresivo, como si fuera el amo del mundo. Y me da un empujón y se lleva la cartera.

»Yo le digo: «Usted perdone, pero tiene que identificarse». Él ni me contesta. Sigue andando, cruza el pasillo y baja la escalera.

—¿No trató de detenerle?

—No, señor.

—¿Porque era japonés?

—Eso es. Pero llamé a Seguridad Central, en el piso nueve, para decirles que había encontrado a un hombre aquí dentro. Y ellos me dicen: «Está bien, no se preocupe». Pero también les noto nerviosos. Todo el mundo está nervioso. Y entonces, en el monitor, veo a la chica muerta. Y me doy cuenta de qué va la cosa.

—¿Podría describir al hombre? —dijo Connor.

El guardia se encogió de hombros.

—Entre treinta y treinta y cinco. Estatura mediana. Traje azul marino, como todos. Pero me pareció que vestía con menos sobriedad que la mayoría. Llevaba una corbata con un dibujo de triángulos. Ah, sí, y tenía una cicatriz en la mano, como de una quemadura.

—¿Qué mano?

—La izquierda. Lo vi cuando cerraba la cartera.

—¿Vio lo que había dentro?

—No.

—¿Y él estaba cerrándola cuando usted entró?

—Sí.

—¿Le dio la impresión de que se llevaba algo de esta habitación?

—No podría decírselo, señor.

Las evasivas de Phillips empezaban a irritarme.

—¿Qué cree que se llevaba? —pregunté.

Connor me lanzó una mirada.

El guardia se puso a la defensiva.

—De verdad que no lo sé, señor.

—Pues claro que no —dijo Connor—. Usted no puede saber lo que había en la cartera de ese hombre. A propósito, ¿hacen grabaciones de lo que captan las cámaras?

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