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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (2 page)

Lo que yo sabía de John Connor era que había vivido en el Japón durante una temporada y que conocía bien el idioma y la cultura japoneses. Hubo una época, en los años sesenta, en la que él era el único policía que hablaba japonés correctamente, a pesar de que entonces Los Ángeles era el mayor núcleo de población japonesa del mundo, fuera del archipiélago. Ahora, desde luego, el Departamento tiene más de ochenta policías que hablan japonés, además de los que tratamos de aprenderlo. Connor se había retirado hacía años, pero los oficiales de enlace que habían trabajado con él decían que era el mejor. Tenía fama de detective sagaz y hábil interrogador, capaz como nadie de sacar información a los testigos. Pero lo que más alababan los otros enlaces era su ecuanimidad. Uno me dijo: «Trabajar con japoneses es como hacer equilibrios en la cuerda floja. Antes o después, todo el mundo se decanta hacia uno u otro lado. Unos aseguran que los japoneses son fabulosos e incapaces de hacer daño a nadie. Otros dicen que son unos gilipollas indecentes. Pero Connor conserva el equilibrio. Se mantiene en el punto intermedio. Él, en todo momento, sabe muy bien lo que se hace».

John Connor vivía en la zona industrial adyacente a la calle Séptima, en un gran almacén de ladrillo contiguo a un depósito de camiones-cisterna. El montacargas estaba averiado. Subí andando hasta el tercer piso y llamé a la puerta.

—Está abierto —dijo una voz.

Entré en un apartamento pequeño. La sala, desierta, estaba decorada al estilo japonés: esteras de
tatami
, biombos de
shoji
y paredes recubiertas de paneles de madera; una lámina de caligrafía, una mesita de laca negra y un florero con una única orquídea blanca.

Al lado de la puerta, dos pares de zapatos: unos mocasines de hombre y unos zapatos con tacón de aguja.

—¿Capitán Connor? —dije.

—Un minuto.

Un biombo de
shoji
se deslizó y apareció Connor. Era muy alto, tal vez metro noventa. Vestía un
yukata
, una túnica japonesa de algodón azul. Le calculé unos cincuenta y cinco años. Hombros cuadrados, frente ancha, bigote recortado, facciones acusadas y ojos penetrantes. Voz grave. Serena.

—Buenas noches, teniente.

Nos estrechamos las manos. Connor me miró de arriba abajo y asintió con gesto de aprobación.

—Bien. Muy presentable.

—Antes trabajaba en la oficina de Prensa —dije—. Nunca se sabe cuándo va uno a verse delante de las cámaras.

Él asintió.

—¿Y ahora es el oficial de Servicios Especiales de guardia? —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.

—Exactamente.

—¿Cuánto tiempo hace que es oficial de enlace?

—Seis meses.

—¿Habla japonés?

—Un poco. Estoy estudiándolo.

—Deme unos minutos para cambiarme. —Dio media vuelta y desapareció tras el biombo de
shoji
—. ¿Es un homicidio?

—Sí.

—¿Quién le ha avisado?

—Tom Graham. Es el encargado del caso en la escena del crimen. Dice que los japoneses se han empeñado en que esté presente un oficial de enlace.

—Ya. —Hubo una pausa. Oí correr agua—. ¿Es una petición habitual?

—No. En realidad, que yo sepa, es la primera vez. Normalmente, los oficiales piden un enlace cuando tienen un problema de lenguaje. No sé de ningún caso en que los japoneses hayan pedido un enlace.

—Ni yo tampoco —dijo Connor—. ¿Le pidió Graham que viniera a buscarme? Porque Tom Graham y yo no siempre nos hemos admirado mutuamente.

—No —respondí—; Fred Hoffmann me sugirió que lo llevara conmigo. Le parece que no tengo suficiente experiencia. Dijo que le llamaría en mi nombre.

—Entonces, ¿usted tuvo dos llamadas? —dijo Connor.

—Sí.

—Ya. —Reapareció con un traje azul oscuro, anudándose la corbata—. Creo que el tiempo es un factor crítico. —Miró su reloj—. ¿A qué hora le llamó Graham?

—A eso de las nueve.

—Entonces ya han transcurrido cuarenta minutos. Vámonos, teniente. ¿Dónde tiene el coche?

Bajamos rápidamente.

Circulamos por San Pedro arriba y, al llegar a la Segunda, torcimos hacia la izquierda, en dirección al edificio «Nakamoto». Connor me preguntó:

—¿Tiene buena memoria?

—Bastante buena, creo.

—Me gustaría que me repitiera las conversaciones telefónicas que ha mantenido esta noche, con todos los detalles posibles. Palabra por palabra, a poder ser.

—Lo intentaré.

Le describí las dos llamadas. Connor me escuchó sin interrumpirme ni hacer comentarios. Yo no sabía por qué estaba tan interesado y él no me lo dijo. Cuando hube terminado, me preguntó:

—¿No le dijo Hoffmann quién había ordenado líneas terrestres?

—No.

—Bien, de todos modos, es buena idea. Yo nunca uso el teléfono del coche si puedo evitarlo. Hay demasiada gente a la escucha.

Torcí por Figueroa. Vi brillar focos delante de la nueva torre «Nakamoto». El rascacielos de granito gris se recortaba en el cielo de la noche. Yo metí el coche por el carril de la derecha y abrí la guantera para coger unas cuantas tarjetas.

En las tarjetas, impresas por una cara en inglés y, por la otra, en japonés, se leía: Teniente Detective Peter J. Smith, Oficial de Enlace de Servicios Especiales, Departamento de Policía de Los Ángeles.

Connor miró las tarjetas.

—¿Cómo piensa manejar la situación, teniente? ¿Ya ha tratado antes con japoneses?

—Pues, en realidad, no —dije—. Un par de arrestos por conducir en estado de embriaguez.

—Entonces voy a permitirme sugerirle una estrategia para ambos —dijo Connor cortésmente.

—Encantado —respondí—. Gracias por su ayuda.

—Bien. Puesto que el enlace es usted, probablemente será preferible que, cuando lleguemos, sea usted quien hable.

—Bien.

—No se moleste en presentarme ni se refiera a mí en modo alguno. Ni siquiera me mire.

—De acuerdo.

—Yo no cuento para nada. Usted manda.

—Muy bien.

—Ello ayudará a mantener un tono formal. Permanezca erguido y con la chaqueta bien abrochada. Si le hacen una reverencia, usted limítese a inclinar ligeramente la cabeza. Un extranjero nunca dominará el ritual de la reverencia. Ni lo intente.

—De acuerdo.

—Cuando empiece a tratar con los japoneses, recuerde que a ellos no les gusta negociar. Les parece un enfrentamiento excesivamente fuerte. En su propia sociedad, lo evitan todo lo posible.

—Bien.

—Controle sus ademanes. Mantenga los brazos caídos a los lados del cuerpo. A los japoneses los movimientos bruscos les resultan amenazadores. Hable despacio. Mantenga un tono de voz sereno y uniforme.

—Conforme.

—Si le es posible.

—Desde luego.

—Puede ser difícil. A veces, los japoneses llegan a hacerse irritantes. Probablemente, los encuentre usted irritantes esta noche. Llévelo lo mejor que pueda. Pero, pase lo que pase, no pierda los estribos.

—Entendido.

—Es de muy mala educación.

—Ya.

—Estoy seguro de que lo hará usted muy bien —sonrió Connor—. Probablemente, no necesite mi ayuda para nada. Pero, si se atasca, me oirá decir: «Quizá yo pueda ayudar». Será la señal de que yo tomo las riendas. A partir de ese momento, déjeme hablar a mí. Será preferible que no vuelva a abrir la boca, ni aunque se dirijan a usted. ¿Entendido?

—Entendido.

—Si quiere hablar, hable, pero no se extienda.

—Está bien.

—Otra cosa: haga lo que haga yo, no demuestre sorpresa.
Haga lo que haga.

—Bien.

—Una vez empiece yo a hablar, usted procure situarse ligeramente detrás de mí, a mi derecha. No se siente. No mire en derredor. No se distraiga. Recuerde que usted procede de una cultura de cine, televisión y vídeo, y ellos, no. Ellos son japoneses. Para ellos, todo lo que usted haga tiene significado. En todos los detalles de su aspecto y su conducta se reflejará usted, el Departamento de Policía y yo mismo, su superior y
sempai.

—Conforme, capitán.

—¿Alguna pregunta?

—¿Qué quiere decir
sempai
?

Connor sonrió.

Pasamos por delante de los focos y bajamos por la rampa al sótano del garaje.

—En el Japón, se llama
sempai
al hombre maduro que guía al joven, o
kohai.
La relación
sempai-kohai
es muy frecuente. Suele darse por descontada en todos los casos en que un hombre mayor y otro joven trabajan juntos. Probablemente, a nosotros nos la atribuirán.

—¿Una especie de maestro y aprendiz? —pregunté.

—No exactamente. En el Japón,
sempai-kohai
tiene una calidad diferente. El
sempai
es como un padre indulgente con todos los excesos y errores juveniles de su
kohai.
Aunque estoy seguro de que usted no abusará de mi indulgencia.

Llegamos al pie de la rampa desde donde se dominaba el aparcamiento en toda su extensión. Connor miró por la ventanilla con el ceño fruncido.

—¿Dónde está la gente?

El garaje de la torre «Nakamoto» estaba lleno de limusinas. Los chóferes, apoyados en los coches, charlaban y fumaban. Pero no se veían coches de la Policía. Generalmente, donde ha habido un homicidio, parece una postal navideña, con los destellos de media docena de coches-patrulla, el forense, los auxiliares sanitarios y demás.

Pero allí no había nada de esto. Era el clásico garaje de un local en el que se daba una fiesta, con grupitos de gente elegante esperando el coche.

—Interesante —dije.

Paramos. Los empleados del aparcamiento abrieron las portezuelas y yo pisé una alfombra mullida y oí música suave. Caminé con Connor hacia el ascensor. Nos cruzamos con gente bien vestida: hombres de esmoquin y mujeres con modelos caros. Y, al lado del ascensor, con una americana de pana llena de manchas y un cigarrillo en la mano al que daba furiosas chupadas, estaba Tom Graham.

Cuando Graham jugaba de medio en la Universidad, no llegó al primer equipo. Ésta era una constante en su vida: para él nunca llegaba el ascenso crucial, la oportunidad de subir el escalón siguiente en su carrera de detective. Había pasado de una división a otra, sin encontrar el distrito adecuado ni al compañero con el que trabajar a gusto. Graham era un bocazas que se había creado enemigos en la oficina del jefe y, a sus treinta y nueve años, era poco probable que consiguiera nuevos ascensos. Estaba amargado y pesaba más de la cuenta: un hombre corpulento, rudo y antipático. Su idea de la integridad era el fracaso, y todo el que no estuviera de acuerdo con él era blanco de su sarcasmo.

—Bonito traje —me dijo cuando me acercaba—. Estás hecho un figurín, Peter. —Me hizo saltar una imaginaria mota de polvo de la solapa.

Yo no me di por enterado.

—¿Cómo va el asunto, Tom?

—Chicos, vosotros parecéis invitados a la fiesta, no gente que ha venido a trabajar. —Se volvió hacia Connor y le estrechó la mano—. Hola, John, ¿de quién ha sido la idea de sacarte de la cama?

—Vengo de observador —dijo Connor plácidamente.

—Fred Hoffmann me pidió que lo trajera —dije yo.

—Jo —exclamó Graham—. Yo, encantado de que estés aquí. No me vendrá mal la ayuda. Arriba la situación está un poco tirante.

Nos precedió hacia los ascensores. Yo seguía sin ver a más policías.

—¿Dónde está la gente? —pregunté.

—Buena pregunta —dijo Graham—. Han conseguido mantener a toda nuestra gente en la entrada de servicio. Dicen que allí el ascensor es más rápido. Y no hacen más que hablar de la importancia de la inauguración y de que nada debe perturbar el acto.

En la batería de ascensores, un guardia de seguridad japonés nos inspeccionó de arriba abajo.

—Estos dos vienen conmigo —dijo Graham. El guardia asintió, pero siguió mirándonos con suspicacia.

Entramos en el ascensor.

—Japoneses de mierda —dijo Graham mientras se cerraban las puertas—. Éste todavía es nuestro país. Y nosotros todavía somos la jodida Policía de nuestro propio país.

El ascensor era de vidrio y, mientras subíamos entre la suave bruma, íbamos dominando el centro de Los Ángeles. Enfrente estaba el edificio Arco, iluminado de arriba abajo.

—Como sabéis, estos ascensores son ilegales —dijo Graham—. Según las ordenanzas, no puede haber ascensores de vidrio en edificios de más de noventa plantas, y éste tiene noventa y siete, es el más alto de Los Ángeles. Pero todo el edificio es un caso aparte. Lo levantaron en seis meses. ¿Sabéis cómo? Trajeron elementos prefabricados de Nagasaki y los montaron aquí. No utilizaron mano de obra norteamericana. Consiguieron un permiso especial para pasar por encima de nuestros sindicatos porque, dijeron, existía un problema técnico que sólo podían resolver los obreros japoneses. ¿Vosotros os lo tragáis?

—Consiguieron convencer a los sindicatos americanos —dije encogiéndome de hombros.

—Sí, y convencieron hasta al
Ayuntamiento
—dijo Graham—. Con dinero, claro. Y si algo sabemos de los japoneses es que tienen dinero. Y con dinero consiguen exenciones de permisos de construcción, ordenanzas antiterremotos y todo lo que quieran.

—Política —dije encogiéndome de hombros.

—Y un huevo. ¿Sabes que ni siquiera pagan impuestos? Lo que oyes: la ciudad les ha concedido una exención de impuestos sobre la propiedad de ocho años. Mierda, es que estamos
regalando
el país.

Subimos en silencio. Graham miraba el panorama. Los ascensores eran «Hitachi» de alta velocidad y tecnología punta. Los más rápidos y suaves del mundo. Nos envolvía la bruma.

—¿Hablamos del homicidio o quieres que sea una sorpresa?

—Joder —dijo Graham. Abrió el bloc—. Vamos allá. La llamada fue hecha a las ocho treinta y dos. Un individuo que hablaba de un «problema para la retirada de un cuerpo», con fuerte acento asiático y expresión defectuosa. La centralita no consiguió sacarle más que la dirección. Torre «Nakamoto». Viene un coche patrulla, que llega a las ocho treinta y nueve y comprueba que se trata de homicidio. Piso cuarenta y seis, planta de oficinas. Víctima, mujer blanca, de unos veinticinco años. Una muchacha condenadamente guapa. Ya la verás.

»Los azules llaman a la división de Homicidios. Vengo yo con Merino. Llegamos a las ocho cincuenta y tres. El fotógrafo y el equipo de huellas llegan a la misma hora. ¿Hasta aquí, de acuerdo?

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