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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (4 page)

El hijo de puta.
Estaba furioso.

—Mr. Ishigura, está obstruyendo una investigación oficial de la Policía.

Ishigura dijo tranquilamente:

—Comprenda usted nuestra situación, detective Smith. Desde luego, tenemos confianza absoluta en el Departamento de Policía de Los Ángeles, pero hemos de hacer nuestra propia investigación, y para ello necesitamos…

¿Su propia investigación? El muy cabrito…
Me quedé sin habla. Apreté los dientes, indignado. Quería arrestar a Ishigura. Quería hacerle dar la vuelta, empujarlo contra la pared, ponerle las esposas y…

—Quizá yo pueda ayudarle, teniente —dijo una voz detrás de mí.

Me volví. Era John Connor, sonriendo alegremente.

Me hice a un lado.

Connor se encaró con Ishigura, se inclinó ligeramente y presentó su tarjeta. Habló rápidamente.


Totsuzen shitsurei desuga, jikoshokai shitemo yoroshii desuka. Watashi wa John Connor to moshimasu. Meishi o dozo. Dozo yoroshiku.

—¿John Connor? —dijo Ishigura—. ¿El célebre John Connor?
Omeni kakarete koei desu. Watashi wa Ishigura desu. Dozu yoroshiku.
—Decía que era un honor conocerle.


Watashi no meishi desu. Dozo.
—Connor le dio gentilmente las gracias.

Pero, una vez terminadas las formalidades, la conversación tomó un ritmo tan rápido que yo no podía captar más que alguna que otra palabra. Tenía que demostrar interés, observar y asentir sin tener idea de lo que decían. Oí que Connor, al referirse a mí, me llamaba
kohun
, su protegido o pupilo. Varias veces, me miró severamente moviendo la cabeza corno un padre defraudado. Parecía estar pidiendo disculpas por mi comportamiento. También oí que llamaba a Graham
hesomegari
, hombre desagradable.

Las disculpas surtieron efecto. Ishigura se calmó y bajó los hombros. Empezó a relajarse. Hasta sonrió. Finalmente, dijo:

—Entonces, ¿no pedirán a nuestros invitados que se identifiquen?

—En modo alguno —dijo Connor—. Sus honorables invitados pueden entrar y salir con toda libertad.

Yo abrí la boca para protestar. Connor me lanzó una mirada.

—No hace falta identificación —prosiguió Connor, con acento formal—, porque estoy seguro de que un invitado de la «Nakamoto Corporation» nunca podría estar involucrado en un incidente tan desagradable.

—¿No te jode…? —susurró Graham para sí.

Ishigura estaba radiante. Pero yo me sentía furioso. Connor me había desautorizado. Me había puesto en ridículo. Y, además, no seguía el procedimiento reglamentario: aquello podía costamos un disgusto a todos. Indignado, hundí las manos en los bolsillos y volví la cara hacia otro lado.

—Le agradezco su delicadeza en el planteamiento de la situación, capitán Connor —dijo Ishigura.

—No tiene importancia —respondió Connor con otra ceremoniosa inclinación—. Pero ahora espero que estén ustedes de acuerdo en que procede que despejen el campo, para que la Policía pueda empezar su investigación.

Ishigura parpadeó.

—¿Despejar el campo?

—Sí —dijo Connor, sacando un bloc—. Y, por favor, deme los nombres de todos los caballeros que están detrás de usted a medida que vayan saliendo.

—¿Cómo?

—Los nombres de esos señores, por favor.

—¿Puedo preguntar por qué?

Entonces Connor, con gesto adusto, lanzó una frase corta en japonés que sonó como un ladrido. Yo no entendí lo que decía, pero vi que Ishigura se ponía colorado.

—Perdón, capitán, pero me parece que no hay razón para que hable usted de esta…

Y entonces Connor se encolerizó. De un modo espectacular y explosivo. Se acercó a Ishigura agitando el índice y le gritó:


Likagu ni shiro! Soko o doke! Küterunoka!

Ishigura encogió el cuello y desvió la mirada aturdido por aquel asalto verbal.

Connor se inclinó sobre él con voz áspera y sarcástica:


Doke! Doke! Wakaranainoka?
—Se volvió y señaló, furioso, a los japoneses que estaban delante del ascensor. Ante la cólera de Connor, los japoneses volvieron la cara, fumando nerviosamente, pero no se marcharon.

—Eh, Richie —dijo Connor dirigiéndose a Richie Walters, el fotógrafo de la unidad—, ¿me sacas unas fotos de esos tipos?

—Desde luego, capitán —dijo Richie. Levantó la cámara y empezó a recorrer la fila de hombres, con rápidos destellos de flash.

Ishigura, muy alterado, se puso delante de la cámara con las manos levantadas.

—Un momento, un momento, ¿qué es esto?

Pero los japoneses ya se iban, girando sobre sí mismos ante el flash como un banco de peces. Desaparecieron en pocos segundos. Teníamos todo el piso para nosotros. Ahora que estaba solo, Ishigura parecía incómodo.

Dijo algo en japonés. Al parecer, más le hubiera valido callar.

—¿Oh? —preguntó Connor—. La culpa de todo la tiene
usted
—dijo a Ishigura—.
Usted
ha causado todos estos inconvenientes. Y
usted
se encargará de que mis detectives reciban toda la ayuda que necesiten. Quiero hablar con la persona que descubrió el cadáver y con la persona que dio el aviso. Quiero el nombre de todos los que han estado en este piso desde que se descubrió el cadáver. Y quiero la película de la cámara de Tanaka.
Ore wa honkida.
Si sigue entorpeciendo la investigación, lo arresto.

—Pero tengo que consultar a mis superiores…


Namerrunaya.
—Connor se acercó—. No trate de joderme, Ishigura-san. Ahora váyase y déjenos trabajar.

—Desde luego, capitán —dijo. Con una inclinación leve y envarada, se marchó. Tenía el gesto fatigado y triste.

—Le has dado un buen repaso —dijo Graham riendo entre dientes.

Connor se volvió hacia él vivamente.

—¿Qué pretendías con eso de que ibas a interrogar a todos los de la fiesta?

—Bah, mierda, sólo quería chincharle un poco —dijo Graham—. No creerás que iba a interrogar al alcalde. ¿Es culpa mía que esos gilipollas no tengan sentido del humor?

—Lo tienen —dijo Connor—. Y se han reído de ti. Porque Ishigura tenía un problema y tú le has ayudado a resolverlo.

—¿Que yo le he ayudado? —Graham tenía las cejas juntas—. ¿De qué estás hablando?

—Está claro que los japoneses querían demorar la investigación —dijo Connor—. Tus tácticas agresivas les han dado la excusa perfecta para pedir que viniera el enlace de Servicios Especiales.

—Vamos, vamos —dijo Graham—, ellos no podían saber que el oficial de enlace no iba a estar aquí en cinco minutos.

Connor sacudió la cabeza.

—No te engañes: ellos sabían perfectamente quién estaba de servicio esta noche. Y sabían dónde estaba Smith y cuánto tardaría en llegar. Han conseguido demorar la investigación una hora y media. Buen trabajo, detective.

Graham miró a Connor largamente. Luego, dio media vuelta.

—Joder —dijo—. Eso son sandeces, y tú lo sabes. Chicos, a trabajar. Richie, carga la máquina. Tienes treinta segundos para sacar tus fotos antes de que mis chicos te pisen la cola. Vamos, manos a la obra. Quiero acabar antes de que empiece a oler.

Y, andando pesadamente, se encaminó hacia el escenario del crimen.

El equipo del laboratorio, con sus maletines y sus carritos para recogida de pruebas, se fue tras de Graham. Richie Walters iba delante, disparando a derecha e izquierda por todo el atrio hasta la puerta de la sala de juntas. Las paredes eran de vidrio tintado que amortiguaba los destellos del flash. Podía verlo dando la vuelta al cuerpo. Estaba tomando muchas fotografías: sabía que era un caso importante.

Yo me quedé atrás con Connor.

—Creí que era de mal gusto perder los estribos con los japoneses.

—Lo es —dijo Connor.

—Entonces, ¿por qué los perdió usted?

—Desgraciadamente, era la única forma de ayudar a Ishigura.


¿Ayudar
a Ishigura?

—Sí. Lo hice todo por Ishigura, porque él tenía que salvar la faz delante de su jefe. Ishigura no era el hombre más importante. Uno de los que estaban delante del ascensor era el
juyaku
, el gran jefe.

—No me di cuenta.

—Lo normal es poner delante a un hombre menos importante, mientras el jefe observa desde detrás. Lo mismo que yo hice con usted,
kohai.

—¿El jefe de Ishigura estaba ahí mirando?

—Sí. Evidentemente, Ishigura tenía órdenes de no permitir que empezara la investigación y yo tenía que procurar que empezara. Pero había que hacerlo de manera que él no quedara como un incompetente. Por eso hice el papel de
gaijin
brutal. Ahora me debe un favor. Y eso está bien, porque quizá después necesite su ayuda.

—¿Le debe un favor? —dije, sin acabar de captar la idea. A mi modo de ver, Connor acababa de gritar a Ishigura, humillándolo por completo.

Connor suspiró.

—Aunque usted no lo entienda, puede estar seguro de que Ishigura lo entiende perfectamente. Él tenía un problema y yo le ayudé a resolverlo.

Yo seguía sin entender, y fui a decir algo más, pero Connor levantó la mano.

—Más vale que echemos un vistazo a la escena antes de que Graham y los suyos enreden las cosas todavía más.

Hacía casi dos años que había dejado la brigada y daba gusto volver a trabajar en un homicidio. Traía recuerdos: la tensión de las noches en vela, la descarga de adrenalina producida por un café malo tomado en vaso de papel, mientras todo el equipo trabaja a tu alrededor: es una especie de energía desatada en torno a un centro en el que yace una persona muerta. Todos los escenarios de un crimen tienen esa misma energía y esa nota definitiva en el centro. Cuando miras al muerto y percibes a la vez una especie de obviedad y un misterio insondable. Hasta después de la más vulgar riña doméstica, en la que, al fin, la mujer decide matar al hombre, mientras la miras con todas sus cicatrices y quemaduras de cigarrillo, tienes que preguntarte: ¿por qué esta noche? ¿Qué ha pasado esta noche? Lo que ves está muy claro, pero siempre hay algo incongruente. Las dos cosas a la vez.

Y ante un homicidio tienes la sensación de encontrarte frente a las verdades elementales de la existencia, el olor, la defecación, la tumefacción. Suele haber alguien que llora, y eso es lo que oyes. Y la inanidad cotidiana se interrumpe: alguien ha muerto, y eso es un hecho rotundo, como el pedrusco en mitad de la calzada que obliga a todo el tráfico a desviarse. Y, en ese escenario macabro y real, surge la camaradería, porque es muy tarde y estás trabajando con gente a la que conoces, y conoces bien porque la ves constantemente. En Los Ángeles hay cuatro homicidios al día, uno cada seis horas. Y cada detective que llega al escenario del crimen arrastra diez homicidios sin resolver, lo que hace de éste una carga intolerable, de modo que él y todos esperan resolverlo en el acto, para quitárselo de encima. En el escenario del crimen está, pues, esa nota de finalidad mezclada a la tensión y a la energía.

Y, con los años, llegas a encontrarle el gusto. Y, cuando entré en la sala de juntas, me di cuenta, sorprendido, de que lo echaba de menos.

La sala de juntas era elegante: mesa negra y sillones de alto respaldo de piel negra. Al otro lado de las paredes de vidrio, las luces de los rascacielos. Dentro de la sala, los técnicos hablaban a media voz mientras se movían alrededor del cuerpo inerte de la muchacha.

Tenía el pelo rubio, corto, ojos azules y labios gruesos. Aparentaba unos veinticinco años. Alta, de extremidades largas y atléticas. El vestido era negro y transparente.

Graham ya estaba en acción, al pie de la mesa, escudriñando los altos tacones de charol con una linternita en una mano y el bloc en la otra.

Kelly, el ayudante del forense, introducía las manos de la muchacha en bolsas de papel que cerraba con cinta adhesiva, para protegerlas. Connor le interrumpió.

—Un momento. —Connor miró una mano, examinó la muñeca y debajo de las uñas. Olió una uña. Luego, flexionó los dedos rápidamente uno tras otro.

—No te molestes —dijo Graham lacónicamente—. Todavía no hay
rigor monis
, ni detritus en las uñas: ni piel, ni fibras de tejido. En realidad, yo diría que no hay señales de lucha.

Kelly introdujo la mano de la muchacha en la bolsa de papel. Connor le preguntó:

—¿Han establecido la hora de la muerte?

—En eso estoy. —Kelly levantó las nalgas de la muchacha para colocar una sonda rectal—. Ya están colocados los termómetros axilares. Lo sabremos dentro de un minuto.

Connor palpó la tela del vestido negro y miró la etiqueta. Helen, del equipo del laboratorio, dijo:

—Es un Yamamoto.

—Ya lo veo —dijo Connor.

—¿Qué es un Yamamoto? —pregunté.

Helen explicó:

—Un diseñador japonés muy caro. Esta fruslería cuesta por lo menos cinco mil dólares. Eso, de segunda mano. Nuevo puede costar quince mil.

—¿Se puede investigar la procedencia? —preguntó Connor.

—Quizá. Depende de si lo compró aquí, en Europa o en Tokyo. Tardaremos un par de días en saberlo.

Connor perdió interés inmediatamente.

—No importa. Ya será tarde.

Sacó una pequeña linterna de fibra óptica e inspeccionó el cabello y el cuero cabelludo de la muchacha. Luego le miró las orejas y ahogó una exclamación de sorpresa al ver la derecha. Yo me asomé sobre su hombro y vi una gota de sangre en el orificio del pendiente. Debía de estar molestando a Connor, porque se volvió.

—Con su permiso,
kohai
.

Yo retrocedí.

—Perdón.

A continuación, Connor olió los labios de la muchacha, le movió la mandíbula arriba y abajo con rapidez y le hurgó en la boca con la linterna. Luego le volvió la cabeza hacia uno y otro lado y estuvo un rato palpándole el cuello con suavidad, casi como si la acariciara.

Bruscamente, se apartó del cadáver diciendo:

—Listo.

Y salió de la sala de juntas.

Graham levantó la cabeza.

—Nunca fue muy bueno en el escenario del crimen.

—¿Por qué lo dices? —pregunté—. Tengo entendido que es un gran detective.

—Joder —dijo Graham—, puedes verlo por ti mismo. Ni siquiera sabe lo que hay que hacer. No tiene idea del procedimiento. Connor no es detective. Connor tiene
contactos
. Gracias a ellos resolvió todos esos casos que le hicieron famoso. ¿Te acuerdas del caso Arakawa, los recién casados que murieron ametrallados en su luna de miel? ¿No? Sería antes de tu época, imagino, Petey-san. ¿Cuándo fue el caso Arakawa, Kelly?

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