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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Sol naciente (5 page)

—En el setenta y seis —dijo Kelly.

—Justo, en el setenta y seis. El caso más sonado del año. El señor y la señora Arakawa, un joven matrimonio en viaje de luna de miel, están junto al bordillo de una calle de Los Ángeles-Este cuando son tiroteados desde un coche en marcha, al más puro estilo gángster. Lo que es peor, la autopsia revela que la señora Arakawa estaba encinta. Los periódicos lanzan sus andanadas: el Departamento de Policía de Los Ángeles es incapaz de controlar la violencia criminal, dicen. Toda la ciudad está conmocionada por lo sucedido a la joven pareja. Y, desde luego, los detectives asignados al caso no descubren ni puñetera mierda. Un caso de asesinato de súbditos japoneses y no van
a ninguna parte
.

»De manera que, al cabo de una semana, llaman a Connor. Y él lo resuelve en un día. Un jodido milagro de detección. Quiero decir que ha pasado
una semana
. La evidencia física se ha esfumado, los cadáveres de los recién casados ya están en Osaka, la esquina de la tragedia está sepultada bajo una montaña de flores marchitas. Pero Connor puede demostrar que, en realidad, el joven señor Arakawa es un tío de cuidado allá en Osaka. Demuestra que el crimen callejero al estilo gángster es, en realidad, un asesinato de la
yakuza
, contratado en el Japón, para que sea ejecutado en América. Y demuestra que el poco recomendable marido es la víctima inocente: los tiros eran para la esposa, a sabiendas de que estaba embarazada, porque se trataba de dar una lección al padre. O sea que Connor le dio la vuelta al caso. Asombroso, ¿no?

—¿Y crees que todo lo resolvió gracias a sus amistades japonesas?

—Ya me dirás. Lo único que yo sé es que poco después de aquello pasó un año en el Japón.

—¿Y qué hacía en el Japón?

—Tengo entendido que se encargaba de la seguridad en una empresa japonesa que le estaba agradecida. O sea, que se lo recompensaron. Él les hizo un trabajo y ellos le pagaron. Por lo menos, es lo que yo me figuro. En realidad, nadie lo sabe. Pero ese hombre no es detective. Joder, mírale ahora.

Fuera, en el atrio, Connor contemplaba el techo con aire pensativo. Miraba en una y otra dirección. Parecía tratar de decidir algo. De pronto, echó a andar rápidamente hacia los ascensores, como si se marchara. Luego, inopinadamente, giró sobre sus talones, volvió al centro de la pieza y se detuvo. A continuación, empezó a examinar las hojas de las palmeras diseminadas por toda la planta en jardineras.

Graham movió la cabeza.

—A ver si ahora le da por la jardinería. ¿No te digo que es un tipo raro? Ya sabrás que se ha ido al Japón más de una vez. Pero siempre regresa. No acaba de encajar. Para él, el Japón debe de ser como una de esas mujeres sin las que uno no puede vivir, pero con ellas, tampoco. ¿Sabes a lo que me refiero? Yo estas cosas no las entiendo. A mí me gusta América. Por lo menos, lo que queda de ella.

Se volvió hacia el equipo del laboratorio que trabajaba en círculos cada vez más apartados del cuerpo.

—Chicos, ¿me habéis encontrado ya esas bragas?

—Todavía no, Tom.

—Estamos buscando, Tom.

—¿Bragas? —pregunté.

Graham levantó la falda de la muchacha.

—Tu amigo John no ha querido molestarse en terminar el examen, pero yo diría que aquí tenemos algo importante. Me parece que eso que le sale de la vagina es líquido seminal. La muchacha no lleva bragas y tiene una marca roja en la ingle que le hicieron al arrancárselas. Los genitales externos están irritados. Está bastante claro que antes de que la mataran la forzaron. Por eso he pedido a los chicos que busquen las bragas.

Uno del equipo dijo:

—Quizá no las llevaba.

—Ya lo creo que las llevaba —dijo Graham.

Yo miré a Kelly.

—¿Rastro de drogas?

—El laboratorio analizará todos los fluidos —dijo él encogiéndose de hombros—. Pero a simple vista parece estar limpia. Muy limpia. —Observé que ahora Kelly estaba violento.

Graham también se había dado cuenta.

—Por los clavos de Cristo, Kelly, ¿a qué viene esa cara de velatorio? ¿Tienes alguna cita?

—No —dijo Kelly—, pero, la verdad, no es sólo que no hay señales de lucha ni de droga, es que no veo indicios de que haya sido asesinada.

—¿Que no hay indicios? —dijo Graham—. ¿Bromeas?

—La muchacha tiene señales en el cuello que apuntan a un síndrome de desviación sexual. Debajo del maquillaje se aprecian marcas que indican que ha sido atada repetidamente.

—¿Y bien?

—Técnicamente, quizá no haya sido asesinada. Quizá sea un caso de muerte súbita por causas naturales.

—¡Vamos, hombre!

—Es posible que éste sea un caso de lo que llamamos muerte por inhibición. Muerte fisiológica instantánea.

—¿Y eso qué significa?

—Que la persona, simplemente, se muere —contestó Kelly encogiéndose de hombros.

—¿Así, sin causa?

—Verás, no es eso exactamente. Suele haber un pequeño traumatismo que afecta al corazón o a los nervios. Pero el traumatismo en sí no basta para producir la muerte. Tuve un caso de un niño de diez años que recibió en el pecho el impacto de una pelota de béisbol, no muy fuerte, y cayó muerto en el patio del colegio. No había nadie a menos de veinte metros. Otro caso: una mujer tuvo un pequeño encontronazo mientras conducía y se golpeó el pecho con el volante, aunque sin violencia y cuando abría la puerta del coche para apearse, cayó muerta. Eso parece ocurrir cuando hay una lesión en el cuello o en el pecho que irrita los nervios que van al corazón. De manera, Tom, que, técnicamente, la muerte súbita es una clara posibilidad. Y, puesto que no es delito copular, no sería asesinato.

Graham entornó los ojos.

—¿Quieres decirme que tal vez
no
la haya matado nadie?

Kelly se encogió de hombros y cogió su tablilla.

—No lo pongo en el informe. Indico que la causa de la muerte es la asfixia, secundaria a la estrangulación manual. Porque hay probabilidades de que fuera estrangulada, pero toma nota de lo que te he dicho, que es posible que, simplemente, quedara fulminada.

—Excelente —dijo Graham—. Lo archivaremos en fantasías de forense. Mientras tanto, ¿alguno de vosotros, chicos, ha encontrado una identificación?

El equipo, que seguía registrando la sala, murmuró una negativa.

—Creo que tengo la hora de la muerte —dijo Kelly. Comprobó sus termómetros y consultó una tabla—. Registro una temperatura interior de treinta y seis grados. Con esta temperatura ambiente, el post mórtem es de hasta tres horas.

—¿Hasta tres horas? Fantástico. Mira, Kelly, que esa muchacha ha muerto esta noche ya lo sabíamos.

—Es lo más que puedo hacer. —Kelly movió la cabeza—. Desgraciadamente, las curvas de enfriamiento no son muy precisas por debajo de las tres horas. Todo lo que puedo decir es que la muerte se ha producido hace menos de tres horas. Pero tengo la impresión de que ya lleva muerta bastante rato. Francamente, yo diría que cerca de las tres horas.

Graham se volvió al equipo del laboratorio.

—¿Alguien ha encontrado las bragas?

—Todavía no, teniente.

Graham paseó la mirada por la sala y dijo:

—No hay bragas, no hay bolso…

—¿Te parece que alguien ha hecho limpieza?

—No sé —respondió—. Pero una chica que va a una fiesta con un vestido de treinta mil dólares, ¿no va a llevar bolso? —En aquel momento, Graham miró por encima de mi hombro—. ¿Qué te parece, Petey-san? Una de tus admiradoras viene a verte.

Hacia mí venía, andando con paso elástico, Ellen Farley, la secretaria de Prensa del alcalde. Farley tenía treinta y cinco años, el pelo rubio oscuro, cortísimo y perfectamente cuidado, como siempre. Había empezado de locutora, pero hacía muchos años que trabajaba para el alcalde. Ellen Farley era sagaz, despierta y tenía un cuerpo soberbio que, al parecer, guardaba para su uso exclusivo.

Yo la apreciaba lo suficiente como para haberle hecho un par de favores cuando estaba en la oficina de Prensa de la Policía de Los Ángeles. Como el alcalde y el jefe de Policía se aborrecían, con frecuencia, las peticiones de la oficina del alcalde eran canalizadas a través de Ellen y yo me encargaba de atenderlas. Casi siempre se trataba de cosas sin importancia, como retrasar la publicación de un informe hasta el fin de semana, para que se difundiera el sábado. O anunciar que en un caso no se habían presentado cargos, aunque se hubieran presentado. Yo lo hacía porque Farley era una persona leal que siempre decía lo que pensaba. Y daba la impresión de que eso iba a hacer ahora.

—Mira, Pete, no sé qué pasa aquí, pero el alcalde ha tenido que escuchar unas quejas bastante fuertes de un tal Ishigura…

—Lo imagino.

—Y el alcalde me ha pedido que te recuerde que los funcionarios de esta ciudad no tienen por qué mostrarse desconsiderados con los ciudadanos extranjeros.

—Especialmente, si hacen sustanciosos donativos para la campaña —dijo Graham con voz potente.

—Los ciudadanos extranjeros no pueden hacer donativos para campañas políticas americanas —dijo Farley—. Y usted lo sabe. —Bajó el tono de voz—. Es un asunto delicado, Pete. Debéis tener cuidado. Ya sabes que los japoneses son muy susceptibles en lo que se refiere al trato que reciben en América.

—Está bien. Entendido.

Miró hacia el atrio a través de los tabiques de vidrio de la sala de reuniones.

—¿Es John Connor?

—Sí.

—Creí que estaba irritado. ¿Qué hace aquí?

—Me ayuda en el caso.

Farley frunció el entrecejo.

—Ya sabes que los japoneses le miran con prevención. Tienen una palabra para el enamorado del Japón que luego se pasa al otro extremo y se convierte en un detractor.

—Connor no es un detractor.

—Ishigura estaba diciéndonos lo que teníamos que hacer —respondí—. Y aquí hay una muchacha asesinada, algo que todo el mundo parece olvidar.

—Vamos, vamos, Pete —dijo ella—, nadie trata de decirte cómo tienes que hacer tu trabajo. Yo lo único que digo es que debes tornar en consideración las especiales…

Se interrumpió.

Estaba mirando a la muerta.

—¿Ellen? —dije—. ¿La conocías?

—No. —Ella dio media vuelta.

—¿Estás segura? —Era evidente que estaba impresionada.

—¿La habías visto abajo en la fiesta?

—No… quizá. Creo que sí. Bueno, chicos, tengo que volver.

—Ellen, vamos, cuenta.

—No sé quién es, Pete. Te lo diría. Y mantén un trato cordial con los japoneses. Es lo que el alcalde quería que te dijera. Tengo que marcharme.

Se alejó rápidamente hacia los ascensores. Yo la seguí con la mirada, inquieto.

Graham se puso a mi lado.

—Un culo imponente —dijo—. Pero no colabora, ni siquiera contigo, chico.

—¿Qué quiere decir eso de ni siquiera conmigo?

—Todo el mundo sabe que tú y la Farley erais uña y carne.

—¿Qué dices?

Graham me clavó el índice en el hombro.

—Al fin y al cabo, tú estás divorciado. A nadie le importa una mierda.

—No es verdad, Tom.

—Puedes hacer lo que quieras. Un chico con tan buena facha.

—Te digo que no es verdad.

—Está bien, está bien. —Levantó las manos—. Me he equivocado.

Vi a Farley pasar por debajo de la cinta al otro extremo del atrio. Oprimió el botón del ascensor. Mientras esperaba, golpeaba nerviosamente el suelo con el pie.

—¿Crees que ella sabe quién es la víctima? —pregunté.

—Desde luego —dijo Graham—. Ya sabes por qué la aprecia tanto el alcalde. Está siempre a su lado, soplándole los nombres de todo el mundo. Gente a la que no ha visto en muchos años. Maridos, mujeres, hijos, de todos se acuerda. Farley sabe quién es la chica.

—¿Por qué no nos lo habrá dicho?

—Mierda. Debe de ser importante para alguien. Salió como una bala. Mira, más valdrá que nos enteremos de quién es la víctima. Porque me revienta ser el último en saberlo.

Connor nos hizo señas con la mano desde el otro extremo de la planta.

—¿Qué quiere ahora con esos aspavientos? —dijo Graham—. ¿Qué tiene en la mano?

—Parece un bolso de noche.

—Cheryl Lynn Austin —leyó Connor—. Natural de Midland, Texas, graduada por la Universidad del Estado de Texas. Veintitrés años. Residente en Westwood, pero no lleva aquí el tiempo suficiente para haberse renovado el permiso de conducir expedido en Texas.

El contenido del bolso estaba esparcido encima de una mesa. Empujábamos los objetos con la punta de lápices.

—¿Dónde encontró el bolso? —pregunté. Era pequeño, oscuro, fruncido, con abalorios y cierre de perlas. Un modelo años cuarenta de coleccionista. Caro.

—Estaba en la jardinera de al lado de la sala de juntas. —Connor abrió la cremallera de un pequeño departamento. Un rollo prieto de crujientes billetes de cien dólares cayó en la mesa—. Muy bien. Miss Austin estaba bien provista.

—¿No hay llaves de coche? —pregunté.

—No.

—Entonces vino a la fiesta con alguien.

—Y, evidentemente, también pensaba marcharse con alguien. Los taxistas no cambian billetes de cien.

También hay una tarjeta de la American Express Oro. Barra de labios y compacto. Un paquete de cigarrillos mentolados «Mild Seven», marca japonesa. Un carnet del «Club Daimashi» de Tokyo. Cuatro pastillas azules pequeñas. Eso era todo.

Utilizando el lápiz, Connor volcó el bolsito de abalorios. Unas motas verdes cayeron sobre la mesa.

—¿Sabéis lo que es esto?

—No —dije yo. Graham miraba con lupa.

—Son partículas de cacahuetes recubiertos de
wasabi
.

Wasabi
es un rábano picante verde que se sirve en los restaurantes japoneses. Yo no sabía que existieran cacahuetes cubiertos de
wasabi
.

—No sé si los venden fuera del Japón.

—Ya he visto bastante —gruñó Graham—. ¿Qué dices, John? ¿Va a traernos Ishigura a los testigos que le pediste?

—Yo no los esperaría muy pronto —dijo Connor.

—Y que lo digas —repuso Graham—. No los veremos hasta pasado mañana, una vez los abogados les hayan explicado lo que tienen que decir exactamente. —Se apartó de la mesa—. Supongo que ya sabéis por qué tratan de retrasar la investigación. A esta chica la ha matado un japonés. Eso es lo que tenemos.

—Es posible —dijo Connor.

—Eh, colega, más que posible. Fíjate dónde estamos. Es su edificio. Y esa muchacha es del tipo que les gusta a ellos. La beldad americana de piernas largas. Ya sabéis, a esos tipos bajitos les gusta follar con jugadoras de balonvolea.

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