La cordial sonrisa de Brock encajó sin inmutarse la embestida.
– Me pregunto si podríamos remontarnos un poco en el tiempo, Harry -propuso-. Siempre y cuando te hayas recuperado.
– Como tú creas conveniente -masculló el cónsul desconsoladamente, enjugándose los labios con un pañuelo de papel.
– Según parece, nuestro amigo vino en un vuelo comercial procedente de Estambul y en un autobús de línea desde Dalaman. Luego se pegó un tiro, ¿no es así? Pero no acabo de entender el motivo. Para empezar, ¿qué lo trajo hasta aquí? ¿En qué empleó el tiempo desde que bajó del autobús? ¿Lo esperaba aquí algún amigo? ¿Reservó habitación en alguno de los excelentes hoteles del pueblo? ¿Dejó una nota de despedida? A la mayoría de los suicidas ingleses les gusta escribir un par de líneas antes de emprender la marcha. ¿De dónde sacó el arma? ¿Dónde está ahora el arma?, me pregunto. ¿O se les ha olvidado enseñárnosla?
De pronto todos empezaron a hablar a la vez, el director del hospital, el jefe médico, el capitán y varios miembros de la corporación municipal, cada cual deseoso de demostrar mayor vigor que los demás en su respuesta.
– No había nota de despedida, como el capitán preveía -tradujo el cónsul resueltamente, seleccionando la voz del capitán entre el barullo-. Alguien que roba un bote, sale a la mar con una botella de whisky y se la bebe, no está en condiciones dé escribir una nota. Has preguntado por el motivo. Nuestro amigo era un pordiosero. Era un degenerado. Era un preso fugado. Y era, como no podía faltar, un pervertido.
– ¿También eso, Harry? ¡Dios mío! ¿Y a qué se debe
esa
impresión?, me pregunto.
– La policía ha tomado declaración a varios atractivos pescadores turcos que nuestro amigo encontró en los muelles a media tarde e intentó seducir -explicó el cónsul con un tono monocorde e inexpresivo-. Todos lo rechazaron. Nuestro amigo era un homosexual despechado, un alcohólico, un fugitivo de la justicia. Decidió poner fin a todo. Afanó una botella de whisky, esperó a que oscureciese, se echó a la mar en el bote y se pegó un tiro. El arma cayó al agua. A su debido tiempo, unos submarinistas bajarán a recuperarla. En estos momentos, con tantas embarcaciones de recreo en el puerto, no sería oportuno sumergirse. ¿Dónde consiguió el arma? Según el capitán, eso no viene al caso. Los delincuentes son delincuentes. Saben dónde encontrarse unos a otros, se compran y venden armas entre sí; es un hecho sabido. ¿Cómo logró pasar el arma en el vuelo nacional desde Estambul? En el equipaje. ¿Dónde está su equipaje? Continúan las indagaciones. En este país, eso significa que el resultado se conocerá dentro de un milenio menos un año.
Brock reanudó el examen del cadáver de Winser.
– Sólo que a mí esto me parece obra de una bala de punta hueca, ¿comprendes, Harry? -objetó con delicadeza-. No hay orificio de salida; es una herida desperdigada. Para abrir un boquete como éste, se requiere una bala dum-dum.
– No puedo traducir «desperdigada» -advirtió el cónsul, descompuesto. Lanzando una inquieta mirada hacia el camino por donde antes había escapado, añadió-: No existe equivalente.
Al alcalde le había cogido otra rabieta. Dotado de la perspicacia de un político, quizá recelaba de la ecuanimidad de Brock más que sus subordinados. Paseándose de un lado a otro del sótano, adoptó el enfoque más amplio, más agresivo. ¡Los
ingleses
!
,
se quejó. ¿Con qué derecho se presentaban allí los
ingleses
haciendo preguntas si eran ellos los únicos causantes de la desgracia del pueblo? ¿Por qué, para empezar, vino a nuestro pueblo este pederasta
inglés
? ¿Por qué no se fue a pegarse un tiro a otra parte? ¿A Kalkan? ¿A Kas? Más aún, ¿por qué tuvo que venir a Turquía? ¿Por qué no se quedó en
Inglaterra
en lugar de venir a amargarle las vacaciones a la gente y empañar el buen nombre del pueblo?
Pero Brock no tomó a mal ni siquiera esta invectiva. Por su discreta manera de asentir con la cabeza se adivinaba que comprendía la fuerza de sus argumentos, respetaba la sabiduría local y el dilema local. Y su razonable actitud surtió efecto gradualmente en el alcalde, que primero se llevó un dedo a los labios y luego, como si se exhortase a conservar la calma, dio unas palmadas al aire, de arriba abajo, como quien ahueca un cojín. El capitán, en cambio, no hizo gala de tal compostura. Con los brazos levantados en un gesto de capitulación, pese a que no capitulaba ni mucho menos, adelantó una heroica pierna y peroró con orgullosas frases, abreviadas en atención al cónsul.
– Nuestro amigo está borracho -tradujo el cónsul, impasible-. Está en nuestro bote. La botella de whisky está vacía. Está deprimido. Se pone en pie. Se pega un tiro. El arma cae al mar. Él queda tendido en el bote porque está muerto. En invierno buscaremos el arma.
Brock escuchó aquello con manifiesto respeto.
– ¿Y hay alguna posibilidad de echar un vistazo al bote, Harry?
El alcalde volvió a la carga.
– El bote estaba sucio. Muy manchado de sangre. El dueño de ese bote, muy triste, muy enfadado. Muy supersticioso de Dios. Ha quemado el bote. No le importa. ¿El seguro? ¡El dueño escupe sólo de oírlo!
Brock se paseó ociosamente por las estrechas callejas, haciendo el papel de turista cuando se detenía ante las tiendas a examinar las alfombras o los artefactos otomanos expuestos, o los reflejos en algún escaparate bien situado. Había dejado al cónsul en el despacho del alcalde, tomando té de manzana y discutiendo cuestiones técnicas tales como los ataúdes de acero y la normativa referente al transporte de cadáveres una vez realizada la autopsia. Con el pretexto de buscar un regalo de cumpleaños para una hija inexistente, había resistido la invitación a almorzar del alcalde y se había visto obligado, por consiguiente, a escuchar interminables recomendaciones respecto a las muchas y magníficas tiendas del pueblo, siendo sin duda la mejor una boutique climatizada propiedad del sobrino del alcalde. No sentía fatiga, ni decaía su habitual celo en la búsqueda. En las últimas setenta y dos horas había dormido seis como mucho, en aviones, taxis, de camino a reuniones convocadas precipitadamente, en Whitehall por la mañana, en Amsterdam a mediodía, y al caer la tarde en el umbrío jardín de una finca de Marbella perteneciente a un capo de la droga, ya que Brock tenía informadores en todas partes. Gente de todas clases acudía a él por las más diversas razones. Incluso a su paso por aquel pequeño pueblo, los fogueados comerciantes y restauradores, al llamarlo para ofrecerle sus mercancías, percibían algo en él que les daba que pensar en medio del bullicio. Algunos hasta bajaban los precios en su mente. Y cuando Brock, en el momento de cruzar la calle para ver si alrededor alguien vacilaba o cambiaba repentinamente de dirección, les respondía con un desenfadado gesto de negación o un «¡Quizá la próxima vez!» en tono de disculpa, tenían la vaga impresión de que sus intuitivas sospechas quedaban confirmadas por ese rechazo, lo seguían con la mirada y permanecían en un pasivo estado de alerta por si volvía a pasar ante ellos una segunda vez.
Al llegar al pequeño puerto pesquero, con su faro pintado de blanco, su antiguo malecón de granito y sus concurridas tabernas, Brock continuó exteriorizando un ostensible placer por todo lo que veía: los bazares y las tiendas de vaqueros donde si hubiese tenido una hija, probablemente habría encontrado lo que buscaba; los yates y los barcos con el fondo de cristal; los bous con sus redes de pesca a modo de mantillas; el mugriento jeep de color ocre detenido en el camino de tierra roja excavado en la ladera del monte que se alzaba detrás del puerto. Dos figuras ocupaban los asientos delanteros, un chico y una chica. Incluso a sesenta metros de distancia se los veía tan desastrados como el propio jeep. Brock entró en un bazar, toqueteó unas cuantas cosas, echó algún que otro vistazo a través de los espejos y eligió una graciosa camiseta, que pagó con la tarjeta de crédito a la que cargaba los gastos operacionales. Con la bolsa de la tienda en la mano, recorrió tranquilamente el malecón hasta el faro, donde extrajo un teléfono móvil del bolsillo, marcó el número de su oficina en Londres, y de inmediato la voz de Tanby, su lugarteniente, con el característico acento del sudoeste de Inglaterra, comenzó a transmitirle una serie de inconexos mensajes que habrían resultado absurdos a cualquiera que desconociese su significado oculto.
– Entendido -masculló Brock después de escucharlos en silencio, y cortó la comunicación.
Una estrecha escalera de madera ascendía al camino de tierra. Brock subió por ella como un turista más. El jeep ocre había desaparecido. Ya en el camino, rodeó una hilera de chalets en construcción y trepó por otro tramo de escalera hasta la siguiente franja de terreno nivelado, donde estaban ya marcadas las parcelas para otro grupo de chalets pero aún no se había empezado a edificar. En esa segunda grada de la ladera, el camino se hallaba salpicado de material de desecho de las obras y botellas vacías. Brock se colocó al borde, un posible comprador tomando contacto con el lugar, formándose una idea del paisaje tal como se vería desde los chalets aún por construir. Se acercaba la hora de la siesta. Ni un solo vehículo, ni un solo transeúnte, ni siquiera un perro. Abajo, en el pueblo, dos almuecines competían en sus exhortaciones, uno con perentorios gemidos, el otro con un lamento suave e irresistible. Apareció el jeep ocre, levantando una nube de polvo rojo. Lo conducía una muchacha de barbilla redonda, ojos grandes y claros y desgreñada melena rubia. Su novio, si es que era ésa su relación, guardaba un hosco silencio en el asiento contiguo. Llevaba una barba de tres días y un pendiente.
Brock echó una ojeada camino arriba y ladera abajo. Levantó la mano. El jeep se detuvo, y desde dentro abrieron de inmediato la puerta trasera. En el asiento posterior había un montón de alfombras, unas enrolladas y otras dobladas. Brock subió de un salto y, con notable agilidad para un hombre de su edad, se tendió en el suelo. El chico lo cubrió con las alfombras. Conduciendo a una marcha moderada, la chica siguió ascendiendo por el sinuoso camino hasta una explanada casi en lo alto del promontorio y allí paró.
– Nadie a la vista -anunció el chico.
Brock salió de entre las alfombras y se acomodó en el asiento trasero. El chico encendió la radio, a un volumen no muy alto. Música turca, palmas, panderetas. Frente a. ellos se alzaba una cantera de arenisca roja, abandonada y con señales que advertían del peligro de desprendimientos. Había un banco de madera, ya roto. Había una zona de giro para camiones, ya invadida por la maleza. Seis pequeñas islas de contornos recortados se adentraban en el mar en orden descendente. Al otro lado de la bahía se avistaban blancos pueblos de veraneo enclavados entre los montes.
– Soy todo oídos -dijo Brock.
Los dos chicos eran Derek y Aggie y no existían lazos amorosos entre ellos, por más que Derek quizá desease lo contrario. Derek era propenso a los circunloquios y a un uso estridente del lenguaje moderno. Aggie era una muchacha de mirada franca y piernas largas, dotada de una elegancia inconsciente. Mientras Derek informaba a Brock, Aggie permaneció atenta a los retrovisores, ajena en apariencia a la conversación. Habían tomado una habitación en el Driftwood, dijo Derek -lanzando una mirada acusadora a Aggie- una «choza de alto
standing»
con una taberna y un camarero irlandés, homosexual, que se llamaba Fidelio y era capaz de conseguir cuanto se le pedía.
– El pueblo es un hervidero de rumores, Nat -intervino Aggie, con un cuidado acento de Glasgow-. No hay más que un tema de la mañana a la noche: Winser. Todo el mundo tiene su propia teoría, y muchos tienen dos o tres.
El alcalde aparecía como protagonista principal en la mayoría de los rumores, prosiguió Derek como si Aggie no hubiese hablado. Uno de los cinco hermanos del alcalde era un pez gordo en Alemania. Según se decía, controlaba una red de tráfico de heroína y una cuadrilla de albañiles turcos. Aggie volvió a interrumpirlo.
– Es dueño de varios casinos, Nat, y de un centro de ocio en Chipre. Una facturación bruta de millones. Y escucha esto: según cuentan, tiene conexiones con una de las grandes mafias rusas.
– ¡No me digas! -exclamó Brock, maravillado, y se permitió una discreta sonrisa que en cierto modo ponía de relieve su edad y la distancia que lo separaba de ellos.
Según los rumores, continuó Derek, ese mismo hermano estuvo en el pueblo el día de la muerte de Winser. Debía de haber viajado desde Alemania en una escapada, porque lo vieron a bordo de una limusina propiedad de la cuñada del jefe de policía regional.
– El hermano del jefe de policía está casado con una heredera de Dalaman -explicó Derek-. La empresa de ella proporcionó los vehículos que esperaban al avión privado procedente de Estambul.
– Y además, Nat, el capitán Alí actúa como avanzadilla del jefe de policía -saltó de nuevo Aggie con vehemencia-. De verdad, Nat, hay mucha gente metida en esto. Aquí todos sacan tajada. Dice Fidelio que Alí incluso se tomó el miércoles libre, y sólo para ir de chófer en uno de los coches de la cuñada de su jefe. Sí, ya sé, el capitán Alí no destaca precisamente por su inteligencia. Pero estuvo presente, Nat. En el lugar del asesinato. Tomó parte activa. ¡Un policía, Nat! ¡Participando en el asesinato ritual de una banda! ¡Son peores que los nuestros!
– ¿Tú crees? -musitó Brock, y se produjo un instante de silencio, porque ése era un tema que le llegaba al corazón.
– Luego está la ex novia del cocinero de Fidelio, una escultora inglesa -prosiguió Derek-. Una colgada. Estudió en el Cheltenham Ladies College, y ahora se chuta tres veces al día y vive rodeada de chusma en una comuna del promontorio. Se deja caer por el Driftwood para recoger el caballo.
– Tiene un hijo, Nat -atajó Aggie una vez más, y Derek, sonrojado, la miró con expresión ceñuda-. Zach, se llama. Es una buena pieza, te lo aseguro. Campan todos a su aire, los críos de la comuna, acosando a los turistas para venderles flores y vaciándoles el depósito del coche cuando van a ver el fortín otomano. Y resulta que Zach andaba por el monte entre las cabras, haciendo Dios sabe qué con una pandilla de niños kurdos, cuando un convoy completo de limusinas y jeeps se detiene justo debajo de ellos y salen todos y representan una escena de una película de gángsters. -Se interrumpió como si esperase una recriminación, pero ni Derek ni Brock despegaron los labios-. Un hombre recibe un balazo mientras el resto de la banda lo filma. Después de matarlo, lo cargan en un jeep y se marchan cuesta abajo en dirección al pueblo. Zach dice que fue estupendo, con sangre como la de verdad y todo.