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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (3 page)

Winser, que había perdido momentáneamente el habla, comenzaba a recuperarla de manera gradual, si bien al principio sólo fue capaz de articular retazos descabalados tales como «mal de la cabeza», «juicio y jurado a la vez» y «con Single no se juega». Se hallaba en un estado lamentable, manchado de sudor, orina y barro. En su pugna por la supervivencia de la especie, lidiaba con fútiles visiones eróticas propias de una doble vida inviable, y la caída a tierra lo había dejado cubierto de polvo rojo. Los brazos inmovilizados eran un martirio, y tenía que echar atrás la cabeza para que la voz le saliese de la garganta. Pero se sobrepuso. No desfalleció.

En su defensa adujo que, como antes había expresado, gozaba de inmunidad de tacto y de jure. Era abogado, y la ley se amparaba en la propia ley. Era director jurídico y miembro del consejo de administración de la Casa de Single, un mediador pasivo de ilimitada buena voluntad, con la misión de reparar, no de destruir. Era un esposo y un padre de familia que, pese a su debilidad por las mujeres y a dos divorcios desafortunados, había conservado el cariño de sus hijos. Tenía una hija que en aquellos momentos emprendía una prometedora carrera de actriz. Al mencionar a su hija, se le quebró la voz, pero nadie compartió su dolor.

– ¡Hable más alto! -recomendó desde arriba monsieur François, el agrimensor.

A Winser se le saltaron las lágrimas, y éstas dejaron regueros en el polvo de sus mejillas, dando la impresión de que se le estuviese resquebrajando el maquillaje. Aun así, siguió adelante, todavía sin desfallecer. Era especialista en planificación fiscal preventiva e inversiones, dijo, echando la cabeza atrás completamente y clamando al cielo blanco. Su área de conocimientos abarcaba las compañías
offshore,
las corporaciones, los paraísos fiscales y los refugios contra la presión impositiva ofrecidos por todas aquellas naciones indulgentes. No era un experto en derecho marítimo como decía ser el doctor Mirsky, ni un aventurero de negocios turbios como Mirsky, ni un gángster. Él se dedicaba al arte de lo legítimo, a la transferencia de activos extraoficiales a terrenos más sólidos. Y a esto añadió una desesperada adenda respecto a los segundos pasaportes legales, la ciudadanía alternativa y la residencia no obligatoria en más de una docena de países atractivos tanto por su clima como por sus sistemas tributarios. Pero nunca -«nunca» por duplicado, con audaz insistencia- se había involucrado en lo que él llamaba las «metodologías» de la acumulación de riqueza primaria. Recordó que Hoban había pertenecido al ejército en el pasado… ¿o quizá a la marina?

– Somos cerebros grises, Hoban, ¿no lo entiende? Trabajamos en la sombra. Somos planificadores, estrategas. Los hombres de acción son ustedes, no nosotros. Usted y Mirsky, si quiere, ya que parece hacer tan buenas migas con él.

Nadie aplaudió. Nadie dijo amén. Pero tampoco lo interrumpió nadie, y aquel silencio lo convenció de que escuchaban. Había cesado el clamor de las gaviotas. Al otro lado de la bahía era tal vez la hora de la siesta. Hoban volvió a consultar su reloj. Empezaba a parecer un tic: sujetando el arma con las dos manos, torcía hacia adentro la muñeca izquierda hasta que asomaba la esfera del reloj. La hizo girar de nuevo hacia fuera. Un Rolex de oro. Ésa es la máxima aspiración de todos ellos. Mirsky también lleva uno. La audacia de sus propias palabras le había devuelto la entereza. Tomó aire y forzó una sonrisa con la que creyó transmitir cordura. En un arranque de sociabilidad, comenzó a farfullar una selección de los mejores fragmentos de su exposición del día anterior en Estambul.

– Estas tierras son suyas, Hoban. Son de su propiedad. Seis millones de dólares contantes y sonantes, pagaron. En dólares, libras, marcos, yenes, francos… surtido variado. Cestas, maletas, baúles llenos de billetes, y nadie hizo una sola pregunta, ¿recuerda? ¿Quién se encargó de todo? Nosotros. Funcionarios comprensivos, políticos tolerantes, personas influyentes…, ¿recuerda? Single dio la cara por ustedes de principio a fin, dejó de un blanco reluciente su dinero sucio, y de la noche a la mañana, ¿recuerda? Ya oyó a Mirsky: «… tan legal que debería estar prohibido». Pues no lo está. ¡Es legal!

Nadie admitió recordarlo.

Winser comenzó a hablar entrecortadamente, y a desvariar un poco.

– Un serio banco privado, Hoban, nosotros, ¿recuerda? Con sede en Mónaco, se ofrece a financiar íntegramente la compra de
sus tierras.
¿Aceptan ustedes? ¡No! Ustedes quieren sólo papel, nada en efectivo. Y nuestro banco accede. Accede a todo, claro que accede. Porque nosotros somos
ustedes,
¿recuerda? Somos la misma persona con distinto sombrero. Somos un banco, pero utilizamos
su
dinero para financiar la compra de
sus
tierras. ¡No van a matarse a sí mismos! Somos
ustedes…
somos
uno.

Demasiado estridente. Se contuvo. La clave reside en mostrarse objetivo. Desapasionado. Distante. Nunca hay que exagerar los méritos propios. Ahí radica el problema de Mirsky. Después de escuchar durante diez minutos la palabrería de Mirsky, cualquier hombre de negocios que se precie está ya a medio camino de la puerta.

– ¡Fíjese en las cifras, Hoban! ¡Lo sublime de la operación! Un floreciente centro turístico de su propiedad, sin el menor control de cuentas. ¡Considere la capacidad de blanqueo una vez que empiecen a invertir! Doce millones para las calles, el alcantarillado, el tendido eléctrico, las instalaciones para la práctica de deportes acuáticos, la piscina común; diez más para los chalets de alquiler, los hoteles, los casinos, los restaurantes y la infraestructura adicional. ¡Hasta un niño llegaría fácilmente a treinta millones!

Winser estuvo a punto de añadir «Hasta usted, Hoban», pero se reprimió justo a tiempo. ¿Lo oían bien? Quizá debía hablar más alto. Prosiguió a voz en cuello. D’Emilio sonrió. ¡Claro está! Ése es el volumen que le gusta a D’Emilio. Bien, pues también a mí me gusta. Vociferar es libertad. Vociferar es franqueza, legalidad, transparencia. Vociferar es cosa de pandilla de amigos, de camaradas, de todos uno. Vociferar es compartir sombreros.

– Ni siquiera necesitan inquilinos, Hoban, no para los chalets, no durante el primer año. No inquilinos
reales.
Durante doce meses completos les basta con inquilinos fantasma. ¿Se imagina? Residentes imaginarios desembolsando
dos millones semanales
en tiendas, hoteles, discotecas, restaurantes y propiedades alquiladas. El dinero irá derecho de su maletín a legítimas cuentas bancarias
europeas,
quedando registrado en los libros de la empresa, generando un impecable balance de explotación para cualquier futuro comprador de acciones. ¿Y quién es el comprador?
¡Ustedes!
¿Y quién es el vendedor?
¡Ustedes!
Se lo venden a sí mismos, se lo compran a sí mismos, y así sucesivamente sin limitación alguna. Y Single actúa en calidad de hombre bueno, velando por que prevalezca el juego limpio, por que las cosas sigan el curso deseado, sin trampa ni cartón. Somos sus amigos, Hoban. No marrulleros como Mirsky, que al menor problema escurren el bulto. Ustedes y nosotros somos compañeros de armas. ¡Uña y carne! Estaremos siempre a su disposición. Incluso cuando corran malos vientos, ahí estaremos… -citando palabras de Tiger a la desesperada.

Una repentina lluvia cayó del cielo despejado, asentando el polvo rojo, avivando los olores y trazando nuevos surcos en la cara embadurnada de Winser. Vio acercarse a D’Emilio con el panamá que compartían y concluyó que había ganado el juicio y enseguida recibiría ayuda para ponerse en pie, unas palmadas en la espalda y la enhorabuena del tribunal.

Sin embargo D’Emilio tenía otros planes. Colgaba una gabardina blanca de los hombros de Hoban. Winser intentó desmayarse pero no pudo. Gritaba: «¿Por qué? ¡Amigos! ¡No!» Balbuceando, aseguraba que nunca había oído hablar del
Free Tallinn,
que no conocía a nadie de la policía internacional, que se había pasado la vida entera eludiéndola. D’Emilio colocaba algo en la cabeza de Hoban. ¡Madre de Dios, un birrete! No, una cinta de tela negra. No, una media, una media negra. ¡Cielo santo, Dios mío, Virgen santísima, una media negra para distorsionar las facciones de mi verdugo!

– Hoban. Tiger. Hoban. Escúcheme. ¡Deje de mirar el reloj! Bunny. ¡Alto! Mirsky. ¡Espere! ¿Yo qué mal les he hecho? ¡Ninguno, se lo juro! ¡Tiger! ¡Toda mi vida! ¡Espere! ¡Alto!

Cuando barbotó estas palabras, su inglés había empezado ya a perder fluidez, como si tradujese mentalmente de otro idioma. Sin embargo no hablaba ningún otro idioma, ni ruso, ni polaco, ni turco, ni francés. Miró alrededor y vio a monsieur François, el agrimensor, unos metros más arriba, que llevaba puestos unos auriculares y observaba a través del ocular de un tomavistas con un micrófono acoplado al tubo del objetivo y provisto de un paravientos de espuma. Vio la figura de Hoban con el antifaz negro y la capa blanca, que permanecía solícitamente en posición de tiro, una pierna atrás en histriónica actitud, la pistola apuntada a la sien de Winser en una mano y en la otra un teléfono móvil desplegado por el que susurraba ternezas en ruso sin apartar la vista de Winser. Vio a Hoban lanzar una última ojeada a su reloj mientras monsieur François se preparaba, en la mejor tradición de la fotografía, para inmortalizar aquel momento tan especial. Y vio a un niño de cara sucia que lo contemplaba desde una grieta entre dos peñascos. Tenía unos ojos castaños y grandes de mirada incrédula, como los de Winser a esa edad, y estaba echado de bruces con las manos bajo la barbilla a modo de almohada.

Capítulo 2

– Oliver Hawthorne. Haz el favor de venir enseguida. Volando. Te llaman por teléfono.

En Abbots Quay, una pequeña localidad encaramada a la ladera de un monte de la costa de Devon, en el sur de Inglaterra, una radiante mañana de primavera con olor a flores de cerezo, la señora Elsie Watmore, de pie en el porche de su pensión victoriana, reclamaba alegremente la presencia de su huésped, Oliver, que estaba en la acera, doce peldaños más abajo, cargando desgastadas maletas negras en su furgoneta japonesa con la ayuda del hijo de ella, Sammy, de diez años de edad. La señora Watmore había descendido a Abbots Quay desde la elegante ciudad balneario de Buxton, en el norte, portando consigo su elevado sentido del decoro. La pensión era una sinfonía victoriana de ondulantes encajes, espejos dorados y vitrinas con botellas de licor en miniatura. Se llamaba el Reposo de los Marineros, y la señora Watmore había llevado allí una vida venturosa con Sammy y su marido, Jack, hasta que éste murió en el mar cuando le faltaba ya poco tiempo para retirarse. Era una mujer opulenta, inteligente, agraciada y compasiva. El engolado acento de Derbyshire, a voz en cuello para efecto cómico, resonó como una sierra mecánica sobre las casas de las empinadas calles que bajaban al mar. Lucía un coqueto pañuelo de color malva atado a la cabeza, porque era viernes, y los viernes siempre se lavaba y arreglaba el pelo. Una suave brisa soplaba desde el mar.

– Por favor Sammy, cariño, dale un codazo a Ollie en las costillas de mi parte y avísalo de que lo llaman por teléfono. Está dormido, como de costumbre. ¡En el vestíbulo, Ollie! Es el señor Toogood, del banco. Tienes que firmar algo, papeleo de rutina, dice, pero es urgente; y para variar, se le nota atento y caballeroso, así que no lo estropees, o se negará otra vez a autorizarme los descubiertos. -La señora Watmore aguardó, armándose de paciencia, que era lo único que podía hacerse con Ollie. No se inmuta por nada, pensó. Al menos cuando está ensimismado. No oiría ni un bombardeo aéreo. Para mayor incentivo, añadió-: Sammy acabará de cargar por ti, ¿verdad, Samuel? Claro que sí.

Volvió a aguardar en vano. Oliver entregó otra maleta negra a Sammy para que la acomodase en la parte trasera de la furgoneta, y su rostro carnoso, ensombrecido por la boina de vendedor de cebollas francés que era su sello personal, permaneció contraído en un visaje de extrema concentración. Son tal para cual, pensó la señora Watmore con condescendencia, observando a Sammy mientras probaba a colocar la maleta de todas las maneras posibles porque era tardo, y más aún desde la muerte de su padre. Para ellos, la menor dificultad se convierte en un problema. Cualquiera diría que van a Montecarlo, y no a cuatro pasos de aquí. Las maletas eran como las de los viajantes de comercio, forradas de piel sintética, cada una de un tamaño. Al lado había una pelota roja hinchada de más de medio metro de circunferencia.

– No ha dicho: «¿Dónde para el bueno de Ollie?» No, no era ése el tono ni mucho menos -insistió la señora Watmore, convencida a esas alturas de que el director del banco había colgado ya-. Ha sido más bien algo como «¿Tendría la amabilidad de pasarme con el señor Oliver Hawthorne?». No te habrá tocado la lotería, ¿eh, Ollie? Sólo que te lo guardabas, ¿no?, como sería propio de ti, siempre tan serio y callado. Deja ya esa maleta, Sammy. Ollie te ayudará a colocarla cuando haya hablado con el señor Toogood. Al final se te caerá. -Cerró los puños y se puso en jarras con fingida exasperación-. Oliver Hawthorne, el señor Toogood es un ejecutivo bien remunerado de nuestro banco. No puedes tenerlo escuchando el vacío a cien libras la hora. Luego nos subirá las comisiones, y serás tú el único culpable.

Pero para entonces, bajo el influjo del sol y la languidez del primaveral día, sus pensamientos habían tomado otro rumbo por propia iniciativa, cosa que solía ocurrir en presencia de Ollie. Pensaba en la imagen que ofrecían juntos, casi como dos hermanos, pese a no parecerse demasiado: Ollie, grande como una montaña con su abrigo de color gris lobo, que llevaba hiciese frío o calor, sin preocuparse jamás de los vecinos o las miradas que le dirigían; Sammy, de rostro enjuto y aguileño como su padre, con su flequillo castaño y sedoso y la cazadora de cuero que Ollie le había regalado para su cumpleaños y apenas se había quitado desde entonces.

Recordaba el día que Oliver apareció ante su puerta por primera vez, con un aspecto desmadejado y enorme dentro de aquel abrigo, barba de dos días y sólo una maleta pequeña en la mano. Eran las nueve de la mañana; ella estaba recogiendo los platos del desayuno. «¿Puedo venir a vivir aquí, por favor?», pregunta. No «¿Tienen una habitación libre?» o «¿Puedo verla?» o «¿A cuánto cobran la noche?» No, simplemente, «¿Puedo venir a vivir aquí?», como un niño perdido. Y además llueve, así que ¿cómo va ella a dejarlo allí plantado en la puerta? Hablan del tiempo; Oliver contempla con admiración el aparador de caoba y el reloj de similor. Ella le enseña el salón y el comedor, le informa de las normas de la pensión y lo lleva arriba para ofrecerle la número siete, con vistas al cementerio, si no le resulta demasiado deprimente. No, dice él, no ve el menor inconveniente en tener a los muertos por compañeros de habitación. Y si bien no es así como Elsie lo habría expresado, al menos desde el fallecimiento del señor Watmore, ríen los dos con ganas. Sí, dice él, traerá más equipaje, en su mayor parte libros y trastos inútiles.

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