– Tómate el tiempo que necesites, Ollie -instó Pode con el tono de quien exhorta a otro al arrepentimiento-. Rememora. Alguien de Australia, quizá. Alguna persona que haya mantenido relación contigo o con tu familia en el pasado. Un filántropo. Un millonario excéntrico. Otro Crouch. ¿Has invertido alguna vez en una mina de oro u otro negocio? ¿Has participado en algo con un socio, alguien que pueda haber tenido un golpe de suerte?
Oliver no respondió, ni dio siquiera señales de estar escuchando.
– Porque esto requiere una explicación, Ollie, ¿comprendes? Y además convincente -prosiguió Pode-. Una transferencia anónima de cinco millones de libras procedente de un banco suizo…, en fin, supera con creces lo que ciertas autoridades de este país están dispuestas a tragarse sin una buena explicación.
– Cinco millones treinta -rectificó Oliver. Y rememoró, remontándose en el tiempo hasta que su semblante reflejó la soledad de un preso que ha cumplido una larga condena. Al cabo de un rato, preguntó-:
¿De qué banco?
– Uno de los más importantes. Eso da igual.
– ¿Qué banco?
– El Cantonal amp; Federal de Zúrich. C amp; F.
Oliver movió la cabeza en un distante gesto de asentimiento, admitiendo la coherencia del dato.
– Es un fallecimiento -sugirió con voz remota-. Alguien ha dejado una herencia.
– Eso ya lo preguntamos, Ollie. Siento reconocerlo, pero teníamos la esperanza de que fuera ése el caso. Así, al menos existiría la posibilidad de ver algún documento. C amp; F asegura que el donante estaba vivo y en pleno uso de sus facultades mentales cuando ordenó la transferencia. Incluso dan a entender que han vuelto a ponerse en contacto con él y verificado sus instrucciones. No lo dicen así de claro, porque no es ése el estilo de los suizos, pero lo insinúan.
– No es un fallecimiento, pues -musitó Oliver, más para sí que para ellos.
Lanxon tomó una vez más el relevo.
– Muy bien. Supongamos que
fuese
un fallecimiento. ¿Quién es el muerto? ¿O quién no lo es? ¿Quién está aún vivo? ¿Quién podría dejar a Carmen cinco millones treinta libras en su testamento?
Mientras aguardaban, el ánimo de Oliver cambió gradualmente. Se dice que cuando un hombre es condenado a muerte, lo invade un estado de placidez y durante un tiempo realiza toda clase de tareas cotidianas con precisión y diligencia. Esa especie de cordial lucidez se apoderó entonces de Oliver. Se puso en pie, sonrió y se excusó cortésmente. Salió al pasillo y se dirigió al cuarto de baño que había visto antes camino del despacho de Toogood. Dentro, echó el seguro de la puerta y, mirándose en el espejo, evaluó la situación. Se inclinó sobre el lavabo, abrió el grifo del agua fría, ahuecó las manos bajo el chorro y se mojó la cara, imaginando que se desprendía así de una versión de sí mismo que no tenía ya vigencia. Como no había toalla, se secó las manos con el pañuelo, que tiró después al cubo de la basura. Regresó al despacho de Toogood y se quedó en el umbral de la puerta, llenando el vano con los pliegues del abrigo. Actuando como si Pode y Lanxon no estuviesen, se dirigió educadamente a Toogood.
– Por favor, Arthur, me gustaría hablar un momento a solas contigo. Fuera, si no hay inconveniente.
Dio un paso atrás para que Toogood lo precediese por el pasillo. Al cabo de unos instantes se hallaban de nuevo en el patio trasero, bajo las estrellas, rodeados por la tapia y el alambre de espino. La luna se había liberado de todas, sus ataduras terrenas y se solazaba voluptuosamente sobre los sombreretes de las muchas chimeneas del banco, bañada por una neblina lechosa.
– No puedo aceptar los cinco millones -dijo-. Es excesivo para una niña. Devuélvelos al sitio de donde han venido.
– Ni hablar -replicó Toogood con inesperado ímpetu-. Como fiduciario, no tengo autoridad para eso. Ni yo ni tú ni Crouch. No nos corresponde a nosotros demostrar que es dinero limpio. Les corresponde a ellos demostrar que no lo es. Si no lo consiguen, el dinero debe quedarse en la cuenta. Si lo rechazamos, dentro de unos veinte años más o menos Carmen puede demandar al banco, puede demandarnos a mí, a ti y a Crouch y meternos en un verdadero aprieto.
– Acude a los tribunales -sugirió Oliver-. Solicita una resolución judicial. Así estarás protegido.
Perplejo, Toogood empezó a decir algo, pero cambió de idea y adoptó otro enfoque.
– De acuerdo, acudimos a los tribunales. ¿En qué van a apoyarse? ¿En un presentimiento? Ya has oído a Pode: una cuenta legítima, un cliente de incuestionable integridad en pleno uso de sus facultades. Los tribunales dirán que no pueden hacer nada a menos que existan claros indicios de delito. -Retrocedió un paso-. No me mires con esa cara. Por cierto, ¿tú quién eres? ¿Qué sabes de tribunales?
Oliver no había movido los pies ni el cuerpo. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo, y allí permanecieron. Por tanto, sólo su corpulencia y la expresión de su rostro enorme y mojado bajo la luz de la luna podían haber provocado el súbito salto atrás de Toogood: la mirada cada vez más tétrica de sus ojos hundidos en contraste con el resplandor de las estrellas, la ira de la desesperación en torno a la boca y la mandíbula.
– Diles que no quiero seguir hablando con ellos -anunció a Toogood mientras montaba en la furgoneta-. Y abre la verja, Arthur, o tendré que echarla abajo.
Toogood abrió la verja.
La casa se encontraba junto a un camino particular conocido como Avalon Way, enclavada bajo el pico del monte e inaccesible a la vista desde el pueblo. Para Oliver, ése había sido uno de sus mayores encantos: nadie nos ve, nadie piensa en nosotros, no estamos en la conciencia de nadie salvo en la nuestra. Se llamaba Bluebell Cottage, y Heather había propuesto cambiarle el nombre, pero Oliver, sin dar explicaciones, se había negado. Prefería reintegrarse en el mundo tal como era, ser absorbido, envuelto y olvidado. Le gustaba el verano, cuando la frondosidad de los árboles impedía ver la casa desde la carretera. Le gustaban los períodos invernales en que la escarcha cubría las laderas de Lookout Hill y no pasaba un alma por allí durante días. Le gustaban los vecinos sencillos y aburridos cuya previsible conversación nunca entrañaba una amenaza para él ni excedía los límites de lo soportable. Los Anderson, del chalet Windermere, tenían una confitería en Chapel Cross. Una semana después de Navidad regalaron a Heather una caja de bombones de licor con una ramita de acebo encima. Los Miller, que vivían en el Swallows’ Nest, estaban jubilados. Martin, antes bombero, había empezado a pintar a la acuarela, cada hoja de árbol una obra maestra. Yvonne echaba las cartas del tarot a los amigos y auxiliaba a los coadjutores en las tareas de la parroquia. Saber que en las dos casas contiguas a la suya existía esa decente normalidad lo reconfortaba, y ese mismo sentimiento le habían despertado en un principio Heather y su conmovedora necesidad de complacer continuamente a todo el mundo. Los dos somos personas fragmentadas, había pensado Oliver. Si juntamos nuestros respectivos fragmentos y tenemos un hijo que nos una, nos irán bien las cosas. «¿No guardas alguna foto vieja de familia o algo?», había preguntado Heather con tristeza. «Resulta un poco desequilibrado, yo aquí con mi desastrosa parentela al completo y en cambio tú sin ninguno de los tuyos, aunque los tuyos estén muertos.»
Las había perdido, dijo Oliver. Se habían quedado en Australia dentro de su mochila junto con todo lo demás. Pero no entró en mayores detalles. A él le interesaba la vida de Heather, no la suya. La infancia, los parientes, los amigos de Heather. Su banalidad, su continuidad, su debilidad, y hasta sus infidelidades, que para él representaban una especie de absolución. Quería todo aquello que nunca había tenido, en el acto, ya listo para usar, con carácter retroactivo, defectos incluidos. Su pesimismo adoptaba la forma de una colosal impaciencia que exigía una vida ya preparada como una mesa para el té desde el día anterior: amigos anodinos con opiniones estúpidas, mal gusto y todas las circunstancias más comunes.
Avalon Way tenía unos cien metros de longitud y terminaba en una plazoleta circular con una boca de incendios. Apagando el motor, Oliver dejó rodar la furgoneta pendiente abajo hasta el final del oscuro camino y aparcó. Desde la plazoleta, retrocedió a pie silenciosamente por la hierba del margen, escudriñando los coches vacíos y las ventanas sin luz de las casas porque pesaba sobre él la maldición del sigilo, así como los recuerdos de tiempos pasados. Estaba en Swindon, donde Brock lo había adiestrado en actividades furtivas e inútiles. «Te falta concentración, hijo -le advirtió en una ocasión un instructor amable-. Tu problema es que no te empleas a fondo. Espero que seas de esos que se desenvuelven mejor a la hora de la verdad.» La luna pendía frente a él y su resplandor formaba una escalera en el mar. A veces, al pasar ante una casa, se encendía de pronto la luz de una alarma antirrobo, pero los vecinos de Avalon Way eran gente frugal y ninguna tardaba mucho en apagarse. A la entrada de la casa se dibujaba indistintamente la forma enorme e imponente del Ventura de Heather, desmesurada en el claro de luna. Su habitación tenía las cortinas echadas y detrás brillaba la luz de una lámpara. Está leyendo, se dijo Oliver. Novelones erótico-románticos o cualquier cosa que le envíe su club del libro. ¿En quién pensará cuando lee eso? O libros de autoayuda. Qué hacer cuando su pareja admite que no le ama y nunca le ha amado.
Las cortinas de la ventana de Carmen eran de gasa porque necesitaba ver las estrellas. A sus dieciocho meses había aprendido ya a expresar sus deseos. Tenía abierta la pequeña hoja basculante de la parte superior de la ventana, porque le gustaba el aire fresco pero no la corriente. La lamparilla en forma de Pato Donald sobre la mesa. La cinta de
Pedro y el lobo
para arrullarla. Oliver escuchó y oyó el mar pero no la cinta. Desde la oscuridad de una haya roja, contempló el jardín, sintiéndose acusado por todo cuanto veía. La nueva casita de juguete, o nueva el verano anterior cuando Oliver y Heather Hawthorne compraban sin ton ni son porque las compras eran ya su único lenguaje común. La nueva estructura de barras para trepar ya con varias piezas menos. El nuevo tobogán de plástico, combado. La nueva piscina hinchable, cuajada de hojas caídas, medio desinflada, olvidada en un rincón. El nuevo cobertizo para las nuevas bicicletas de montaña con las que habían jurado salir a pasear religiosamente cada mañana de su nueva vida, llevando a Carmen atrás de pasajera en cuanto creciese un poco. La barbacoa, para invitar a Toby y Maud: Toby, el jefe de Heather en la agencia inmobiliaria, con un BMW, una risa de maníaco y un guiño solidario para los maridos cornudos gracias a él; Maud, su esposa. Oliver desanduvo el camino por la hierba del margen y marcó el número desde el teléfono móvil instalado en la furgoneta. Primero oyó unos lánguidos acordes de Brahms y a continuación un estridente chirrido de música rock.
– Enhorabuena. Has llamado a la mansión ancestral de Heather y Carmen Hawthorne. Hola. Lo sentimos pero en este momento nos lo estamos pasando en grande y no podemos atenderte. Si quieres, deja tu mensaje al mayordomo…
– Estoy a un paso de ahí, en el camino; llamo desde la furgoneta -dijo Oliver-. ¿Tienes compañía?
– No, estoy sola, joder -replicó Heather.
– Entonces abre la puerta. He de hablar contigo.
Permanecieron de pie en el vestíbulo, cara a cara, bajo la araña que habían adquirido juntos en una subasta de antigüedades. La hostilidad entre ellos era como una calentura. Tiempo atrás Heather lo adoraba por actuar para los niños de la sala de pediatría del hospital en las Navidades, por su desgarbada destreza y su afectuosidad. Lo llamaba su tierno gigante, su señor y maestro. En el presente desdeñaba su corpulencia y fealdad y se mantenía a distancia para observarlo y descubrir en él nuevos rasgos que detestar. Tiempo atrás Oliver adoraba sus defectos como una preciosa carga que hubiese caído sobre él: ella es la realidad; yo soy el sueño. A la luz de la araña, el rostro de Heather se veía magullado y reluciente.
– Tengo que verla -dijo Oliver.
– Ya la verás el sábado.
– No la despertaré. Sólo necesito verla.
Heather movía la cabeza con una mueca de asco para demostrarle la aversión que sentía por él.
– No -contestó.
– Te lo prometo -insistió Oliver sin saber qué prometía exactamente.
Hablaban en susurros por consideración a Carmen. Heather se aferraba la tela del camisón a la altura del cuello para ocultarse los pechos. Oliver percibió olor a tabaco. Vuelve a fumar. Heather llevaba teñido de rubio el largo cabello, cuyo color natural era el castaño oscuro. Se había peinado antes de dejarlo entrar. «Voy a cortármelo; estoy harta de esta melena», decía ella cuando quería excitarlo. «Ni medio centímetro», respondía él, acariciándoselo, alisándoselo contra las sienes, notando crecer el deseo dentro de sí. «Ni medio centímetro. Me encanta así. Me encantas tú y me encanta tu pelo. Vámonos a la cama.»
– He recibido una amenaza -mintió Oliver tal como siempre le había mentido, con un tono que la disuadía de preguntar-. Una gente con la que anduve en tratos cuando estaba en Australia. Han averiguado dónde vivo.
– Tú no vives aquí, Oliver. Vienes de visita cuando yo salgo, no cuando estoy en casa -repuso Heather como si le hubiese hecho proposiciones deshonestas.
– Tengo que asegurarme de que Carmen está a salvo.
– Está a salvo, gracias. No podría estar más a salvo. Empieza a acostumbrarse a la idea. Tú vives en un sitio; yo vivo en otro; Jillie me ayuda a cuidarla. No es fácil para ella, pero va entendiéndolo poco a poco.
Jillie, la
au pair.
–
A salvo de esa gente, quiero decir.
– Oliver, desde que te conozco oigo hablar de marcianos que una noche vendrán a raptarnos. Eso tiene un nombre, ¿sabes? Paranoia. Quizá sea ya hora de que consultes con alguien al respecto.
– ¿Ha aparecido por aquí algún individuo extraño? ¿Alguien pidiendo información poco corriente? ¿Ha llamado alguien a la puerta haciendo preguntas, vendiendo cosas raras?
– Esto no es una película, Oliver. Somos personas normales y llevamos vidas normales. Todos menos tú.
– ¿Ha venido o telefoneado alguien? -insistió él-. ¿Ha preguntado alguien por mí?
Oliver captó una ligera vacilación en la mirada de Heather antes de contestar.