Oliver y Brock se hallaban en el jardín trasero de la casa de Camden, sentados en sendas hamacas bajo una sombrilla de vivos colores. Enfrente, sobre una mesa, tenían una bandeja con té y pastas. Buena porcelana, té de verdad y no de bolsa, un suave sol de primavera.
– Las bolsas llevan té picado -comentó Brock, que se permitía sus pequeñas manías-. Para tomar una taza de té como es debido, hay que usar las hojas, no el té picado.
Oliver estaba a la sombra con las piernas encogidas. Llevaba la ropa con que había viajado: vaqueros, botas de media caña y un desastrado anorak azul. Brock lucía un ridículo sombrero de paja que esa mañana, a modo de broma, le habían comprado los miembros del equipo en el mercado de Camden Lock. Oliver no sentía la menor animadversión hacia Brock. Brock no lo había inventado ni seducido ni sobornado ni chantajeado. Brock no había cometido crimen alguno contra el alma de Oliver que no se hubiese cometido hacía ya mucho tiempo. Fue Oliver, y no Brock, quien frotó la lámpara, y fue Brock quien apareció obedeciendo el mandato de Oliver.
Es pleno invierno y Oliver no está del todo en sus cabales. Hasta ahí llega su conocimiento de sí mismo, pero no va más allá. Los orígenes, causas, duración y grado de su locura se le escapan, al menos en ese momento. No andan lejos, pero los reserva para otra ocasión, otra vida, otro par de coñacs. La tétrica penumbra creada por las luces de neón una noche de diciembre en Heathrow le recuerdan el vestuario de uno de los muchos internados donde había estado. Llamativos renos de cartulina y villancicos grabados agudizan su sensación de irrealidad. Un cartel nevado pende de una de las cuerdas de un tendedero, deseándole paz y alegría en la tierra. En breve va a ocurrirle algo asombroso, y lo devora la impaciencia por averiguar de qué se trata. No está ebrio pero en rigor tampoco está sereno. Unos cuantos vodkas en el vuelo, un botellín de vino tinto acompañando al pollo de plástico y un Rémy Martin o dos a continuación no han hecho más, piensa, que proporcionarle el estímulo necesario para seguirle el ritmo al tumulto desatado ya dentro de él. Lleva sólo equipaje de mano y nada que declarar, aparte de una irreflexiva agitación en el cerebro, una tormenta de indignación y exasperación que empezó hace tanto tiempo que es imposible remontarse a sus orígenes, que azota su mente como un huracán mientras los otros miembros de su congregación interna permanecen expectantes en tímidos grupos de dos y de tres y se preguntan mutuamente cómo demonios va a ponerle freno Oliver. Se aproxima a letreros de distintos colores y, en lugar de desearle paz y alegría en la tierra y buena voluntad entre los hombres, le exigen que se defina. ¿Es un extranjero en su propio país? Respuesta: sí, lo es. ¿Llega de otro planeta? Respuesta: sí, así es. ¿Es azul, rojo, verde? Su mirada vaga hasta posarse en un teléfono de color tomate. Le resulta familiar. Quizá se fijase en él a la ida tres días atrás e inconscientemente lo reclutase como aliado secreto. ¿Pesa mucho, ese teléfono? ¿Tiene vida propia? ¿Está caliente? A su lado se lee el aviso: «Si desea dirigirse a un agente de aduanas, utilice este teléfono.» Oliver lo utiliza. O mejor dicho, su brazo se extiende por propia iniciativa hacia el auricular, su mano lo coge y lo acerca a su oído, dejándole la responsabilidad de hablar. El teléfono lo habita una mujer, y Oliver no esperaba encontrarse con una mujer. Oye decir «¿Sí?» al menos dos veces y luego «¿Puedo ayudarle en algo, caballero?», lo cual lo induce a pensar que aunque no ve a la mujer, ella sí lo ve a él. ¿Es guapa, joven, vieja, adusta? Poco importa. Con su innata cortesía, contesta que, bueno, en realidad
sí podría
ayudarle; querría hablar en privado sobre un asunto confidencial con alguna persona en un puesto de autoridad. Al oír su propia voz por el auricular, le sorprende su serenidad. No he perdido el dominio de mí mismo, piensa. Y ya separado por completo de su yo terrestre, lo invade una abrumadora sensación de gratitud por hallarse en manos de alguien tan competente. El problema es que si no actúas ahora, nunca lo harás, le explica la aplomada voz de su yo terrestre. Te hundirás, te ahogarás. Es ahora o nunca. No me gusta dramatizar, pero ha llegado el momento. Y quizá su yo terrestre dice algo de esto en voz alta por el teléfono rojo, porque de pronto Oliver nota que la mujer desconocida se pone tensa y elige con cuidado las palabras.
– Quédese exactamente donde está, por favor, al lado del teléfono. No se mueva. Alguien irá a buscarlo en unos instantes.
Y en este punto acude a la memoria de Oliver un recuerdo superfluo de un bar de Varsovia con teléfonos en las mesas para ponerse en contacto con las chicas de las mesas vecinas, método por el cual acabó invitando a una cerveza a una maestra de un metro ochenta de estatura llamada Alicja que le advirtió que nunca se acostaba con alemanes. Esta noche, en cambio, se encuentra con una mujer menuda, de complexión atlética y corte de pelo masculino, que viste una camisa blanca con charreteras. ¿Es la sagaz mujer que lo ha llamado «caballero» antes de oír su voz? Oliver lo ignora, pero percibe que la intimida su corpulencia y que se pregunta si es un chiflado. Manteniéndose a distancia, la mujer repara en el traje caro, el maletín, los gemelos de oro, los zapatos hechos a mano, el rostro enrojecido. Se aventura a acercarse un paso más y, mirándolo a la cara con la barbilla levantada, le pregunta cómo se llama y de dónde llega, y mentalmente hace la prueba de alcoholemia a sus respuestas. Le pide el pasaporte. Oliver se palpa los bolsillos; como de costumbre no lo encuentra. Lo localiza por fin, sumerge una mano para rescatarlo, casi lo dobla en su afán de complacer, y se lo entrega.
– Tiene que ser algún alto cargo -advierte él, pero la mujer está demasiado ocupada pasando hojas.
– Éste es su único pasaporte, ¿no?
Sí, el único, replica con soberbia su yo terrestre, y casi añade «mi buena señora».
– No posee, pues, doble nacionalidad ni nada por el estilo, ¿verdad?
No.
– Este es por tanto el único pasaporte con el que viaja, ¿no?
Sí.
– ¿Georgia, Rusia?
Sí.
– Y acaba de llegar de allí, ¿no? ¿De Tiflis?
No. De Estambul.
– ¿Y quería hablar de algo relacionado con Estambul? ¿O con Georgia?
Deseo hablar con un funcionario de alto rango, repite Oliver. Recorren un pasillo abarrotado de asiáticos temerosos sentados en sus maletas. Entran en una sala de interrogatorios sin ventanas, con una mesa atornillada al suelo y un espejo atornillado a la pared. En su estado de trance autoprovocado, Oliver se sienta a la mesa por propia voluntad y contempla maravillado su imagen en el espejo.
– Ahora iré a buscar a alguien, ¿de acuerdo? -dice la mujer con severidad-. Me quedo su pasaporte, y después ya se lo devolverán, ¿de acuerdo? Vendrá alguien lo antes posible. ¿De acuerdo?
De acuerdo. Absolutamente de acuerdo. Pasa media hora, se abre la puerta, y aparece, en lugar de todo un almirante cargado de galones dorados, un joven rubio y flaco con camisa blanca y pantalón de uniforme, que le ofrece una taza de té dulce y dos bizcochos azucarados.
– Disculpe el retraso. Es por las fechas, me temo. En Navidad todo el mundo se marcha. Viene ya de camino la persona indicada. Quería usted hablar con un superior, creo.
Sí, así es. El joven permanece de pie detrás de él, observándolo mientras toma el té.
– Nada como una buena taza de té cuando volvemos a casa, ¿verdad? -dice al reflejo de Oliver en el espejo-. ¿Tiene algún domicilio fijo?
Oliver deletrea su rutilante dirección de Chelsea mientras el joven la anota en una libreta.
– ¿Cuánto tiempo ha estado en Estambul?
Un par de noches.
– ¿Con eso ha tenido tiempo suficiente, supongo, para hacer lo que lo había llevado allí?
De sobra.
– ¿Viaje de placer o de negocios?
Negocios.
– ¿Había estado antes allí?
Con frecuencia.
– Su trabajo lo obliga a viajar mucho, ¿no?
A veces demasiado.
– Acaba siendo deprimente, ¿no?
Puede serlo. Depende. El aburrimiento y la aprensión empiezan a adueñarse del yo terrestre de Oliver. No era el momento ni el lugar, se dice. La idea era buena pero un poco extremada. Pide el pasaporte, coge un taxi, vuelve a casa, duerme bien, haz de tripas corazón, y sigue adelante con tu vida.
– ¿A qué se dedica, pues?
Inversiones, responde Oliver. Gestión de activos. Carteras. Sobre todo en la industria del ocio.
– ¿A qué otros sitios viaja, aparte de Estambul?
Moscú. San Petersburgo. Georgia. A donde el trabajo me lleve, de hecho.
– ¿Le espera alguien en Chelsea? ¿Alguien a quien deba telefonear, avisar, decir que ha llegado bien?
En realidad, no.
– No quiere que se preocupen por usted, ¿eh?
¡No, por Dios! Una alegre risotada.
– ¿Tiene a alguien, pues? ¿Esposa? ¿Hijos?
Ah, no, no, gracias a Dios. O al menos todavía no.
– Novia.
Esporádicamente.
– Ésas son las mejores, de hecho, ¿no? Las esporádicas.
Supongo que sí.
– Traen menos complicaciones.
Muchas menos. El joven se marcha. Oliver se queda otra vez solo, pero no por mucho tiempo. Se abre la puerta y entra Brock, con el pasaporte de Oliver en la mano. Y de uniforme, la única vez que Oliver lo vio vestido así y, como más tarde supo, la primera vez que se lo ponía en sus veinte y tantos años asignado a tareas menos reconocibles. Y sólo tras un largo aprendizaje logra Oliver representarse a Brock de pie al otro lado del espejo durante el informal interrogatorio del joven, incapaz de dar crédito a su suerte mientras se coloca con apuros el traje de gala.
– Buenas noches, señor Single -dice Brock, estrechando la mano pasiva de Oliver-. ¿O puedo llamarte Oliver para evitar confusiones con tu venerado padre?
La sombrilla se dividía en triángulos de colores verde y naranja. Oliver se hallaba bajo una porción verde, que confería a su amplio rostro un tono cetrino. El sombrero de Brock, en cambio, reflejaba un dorado resplandor y, bajo la desenfadada ala, sus vivos ojos despedían destellos de júbilo propios de un duende.
– Así pues, ¿quién reveló a Tiger tu paradero? -preguntó Brock con la actitud relajada de quien pretende, sacar a relucir un tema más que obtener una respuesta-. No es vidente, ¿verdad? Ni omnisciente. Ni tiene ojos en todas partes. ¿O sí? ¿Quién se ha ido de la lengua?
– Tú, probablemente -repuso Oliver con brusquedad.
– ¿Yo? ¿Por qué iba yo a hacer una cosa así?
– Por un cambio de planes, probablemente. Brock mantuvo la sonrisa sin inmutarse. Evaluaba el estado de su bien más preciado, examinando su evolución en aquellos años de inactividad. Llevas ya a tus espaldas un matrimonio, una hija y un divorcio, pensaba. Y yo sigo tal como antes, gracias a Dios. Buscaba en Oliver indicios de desgaste y no veía ninguno. Eres un producto acabado y no lo sabes, pensó, recordando a otros informadores que había rehabilitado. Crees que un día el mundo vendrá a cambiarte, pero nunca viene. Eres quien eres hasta la muerte.
– Quizá
tú
has hecho otros planes -contraatacó Brock de buen talante.
– Sí, ya. Seguro. «Papá, te echo de menos. Vamos a hacer las paces. Lo pasado, pasado está.» Seguro.
– Conociéndote, no puede descartarse. Por nostalgia. Un poco de culpabilidad. Al fin y al cabo, cambiaste varias veces de idea en cuanto a tu gratificación, si no recuerdo mal. Primero vacilaste. Luego fue que no, Nat, ni en broma. Luego que sí, Nat, acepto el dinero. Creía que acaso hubiese ocurrido lo mismo respecto a Tiger.
– De sobra sabes que el dinero de la gratificación era para Carmen -replicó Oliver desde la sombra al otro lado de la mesa.
– También esto es para Carmen. O podría serlo. Cinco millones de libras. Tal vez tú y Tiger llegasteis a un acuerdo, pensé. Tiger pone el dinero, y Oliver, el afecto. Me imagino perfectamente una lealtad filial recobrada en virtud de un pago inicial de cinco millones a nombre de Carmen. ¿Qué lógica tiene, si no? Ninguna, que yo sepa, al menos desde el punto de vista de Tiger. No es lo mismo que si hubiese enterrado una bolsa de billetes en el huerto de la familia, ¿no te parece? -No hubo respuesta ni Brock la esperaba-. No puede regresar con una pala y una linterna a desenterrarlos dentro de un año cuando necesite el dinero, ¿no? -Tampoco hubo respuesta-. No es ni siquiera de Carmen hasta que pase un cuarto de siglo. ¿Qué ha comprado Tiger con esos cinco millones de libras? Su nieta ni sabe que tiene un abuelo. Si te sales con la tuya, nunca lo sabrá. Debe de haber comprado algo. Por eso me dije que quizá había comprado a nuestro Oliver. ¿Por qué no? Las personas cambian, pensé, el amor todo lo puede. Quizá realmente habéis hecho las paces. Con cinco millones de libras para endulzar la píldora, todo es posible.
Inesperadamente, Oliver alzó los brazos en un gesto de rendición, los estiró hasta que le crujieron y los dejó caer de nuevo a los lados.
– Eso es una sarta de estupideces, y tú bien lo sabes -dijo sin especial animosidad.
– Alguien ha tenido que informarle -insistió Brock-. No te ha encontrado por casualidad. Algún pajarito le ha susurrado al oído.
– ¿Quién mató a Winser? -contraatacó Oliver.
– No sé si me importa demasiado, ¿y a ti? No si paso revista al extraordinario elenco de candidatos. Hoy por hoy Single amp; Single cuenta con más maleantes entre sus estimados clientes que los ficheros de Scotland Yard. Podría haber sido cualquiera de ellos; en lo que a mí respecta, da igual uno que otro. -Nunca le llevas la delantera, pensó Brock, soportando impasible la ceñuda expresión de Oliver: nunca lo engañas, nunca consigues desviar su atención; él mismo ha previsto las peores posibilidades hace mucho tiempo. Tú te limitas a confirmar cuáles de sus previsiones se han cumplido. Brock conocía algunos supervisores que se creían Dios con zapatos de tacón cuando trataban con informadores. No así Brock, con nadie y menos con Oliver. Con Oliver, Brock se veía a sí mismo como un invitado no grato, un invitado que en cualquier momento podían echar a la calle-. Lo mató tu amigo Alix Hoban de Trans-Finanz Viena, según cierto confidente, con la colaboración de un nutrido reparto de matones en los papeles secundarios. Además, hizo entretanto una llamada telefónica. Suponemos que informó a alguien sobre el desarrollo de los acontecimientos. Pero lo mantenemos en secreto, porque no nos conviene llamar demasiado la atención sobre la Casa Single.