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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (49 page)

– Tu padre nos jodió por todas partes -declaró-. Llegó a un acuerdo con Massingham a escondidas. Llegó a un acuerdo con la policía secreta británica. La muerte de Mijaíl era parte del trato. Yevgueni Ivánovich quiere venganza y quiere su dinero.

Tiger volvió a la carga temerariamente, utilizando a Oliver como jurado.

– Eso es un absoluto disparate, Oliver. Tú sabes tan bien como yo que considero a Randy Massingham una manzana podrida desde hace mucho tiempo, y si algo se me puede achacar en este asunto, cosa que niego, es que he sido demasiado blando con Randy durante demasiado tiempo. El eje de la conspiración no lo formamos Massingham y yo, sino Massingham y Hoban. Yevgueni, te ruego que ejerzas tu autoridad…

Pero Oliver el adulto lo había atajado ya:

– Dinos, Alix -propuso sin mayor énfasis que si pidiese una aclaración sobre un detalle semántico-. ¿Cuándo asististe por última vez a un partido de fútbol?

A pesar de todo, Oliver no sentía animadversión hacia Hoban al formular esa pregunta. No se veía como un resplandeciente caballero andante o como un gran detective desenmascarando al malhechor. Era un artista, y para el artista no hay más enemigo que el espectador que no aplaude. Su objetivo básico era hacer desaparecer de allí a su padre por arte de magia y pedirle luego perdón si le apetecía, aunque tenía sus dudas al respecto. Necesitaba curar las magulladuras de su padre y llevarlo a un dentista y ponerle un traje planchado y afeitarlo y entregárselo a Brock, y después de Brock, sentarlo en su kilométrico escritorio de Curzon Street y decirle: «Ahí te quedas, tú solo; ya estamos en paz.» Aparte de esos intereses, Hoban no era más que una molestia accesoria, la consecuencia y no la causa de la locura de su padre. Así pues, lo contó sin histrionismo, con serenidad, aproximadamente como Zoya se lo había contado a él, con todos los detalles, hasta el embutido y el vodka del descanso del partido, el orgullo del pequeño Paul por tener juntos a su padre y su madre, y la desconfianza de Mijaíl hacia Alix, que la presencia de Zoya agudizaba aún más. Habló con sensatez, sin levantar la voz ni señalar con el dedo, pero preservando con todos los trucos vocales que conocía la ilusión, frágil como el cristal. Y mientras hablaba, notó que la verdad se imponía gradualmente y todos empezaban a aceptarla: Hoban, pálido, inmóvil y calculador, y sus inquietos compinches; Yevgueni, fortalecido de nuevo por las atenciones de Oliver; Tinatin, cuando se puso en pie y se ocultó en la penumbra, rozando con los dedos los hombros del marido al pasar para darle apoyo; y Tiger, que lo escuchaba desde un capullo de falsa superioridad mientras se exploraba los contornos del rostro maltrecho con las yemas de los dedos, reafirmándose en su recobrada identidad. Y cuando Oliver hubo concluido el relato acerca del partido de fútbol y dejado pasar un tiempo para que su significación resonase en la memoria de Yevgueni, se sentía tan conmovido por su propio llamamiento a la sinceridad que estuvo a punto de abandonar toda la estrategia y confesar sus propias traiciones, a todos los reunidos y no sólo a Hoban. Pero afortunadamente ocurrirían en breve una serie de extraños sucesos que se lo impedirían.

Primero se oyó el inesperado zumbido de un helicóptero encima de ellos, el inconfundible sonido de unos rotores gemelos. Se desvaneció, y no se oyó nada más hasta que un segundo helicóptero sobrevoló la granja. Y si bien ya no quedan en el mundo lugares silenciosos, y los helicópteros y otros aparatos aéreos son asiduos visitantes nocturnos en el misterioso Cáucaso, Oliver sintió nacer en él una esperanza tan viva que permaneció inmune a la decepción cuando el sonido se alejó. Hoban protestaba, naturalmente -o mejor dicho, maldecía-, pero protestaba en georgiano, y Yevgueni le ganaba la partida. También Tinatin había regresado del rincón de la casa al que se hubiese retirado, y llevaba una pistola del mismo diseño, notó Oliver, que la que Mirsky le había ofrecido en Estambul. Pero este suceso dio paso rápidamente a la precipitada huida de los dos compañeros de Hoban, uno hacia la puerta principal de la terraza y el otro hacia una ventana situada entre la chimenea y la cocina. Los dos resbalaron y cayeron al suelo antes de alcanzar sus objetivos. Inmediatamente después de estos hechos, se puso de manifiesto su causa, a saber, que unas siluetas oscuras habían entrado en el salón al mismo tiempo que aquellos dos hombres intentaban abandonarlo, siendo el resultado que las siluetas oscuras, con sus oscuros instrumentos, salieron victoriosas.

Sin embargo nadie había hablado ni descerrajado un solo disparo audible, hasta que el salón se iluminó y estalló en una finita e incontrovertible detonación, no de un explosivo o una granada, sino de la pistola de Tinatin, que mantenía apuntada hacia Hoban con gran pericia, utilizando las dos manos con la firmeza propia de un golfista profesional. Y como efecto de este truco de magia casera, Hoban lucía de pronto un rubí grande y brillante en el centro de la frente y tenía los ojos desmesuradamente abiertos, con expresión de sorpresa. Y mientras esto sucedía, Brock hablaba con Tiger en un rincón y le anunciaba, con las frases más llanas y enérgicas de Merseyside, el desdichado rumbo que tomaría su vida si no se comprometía a cooperar generosamente. Y Tiger lo oía, como diría él. Lo oía con una atención respetuosa, si no servil, en actitud de prisionero: los pies juntos, las manos a los costados, los hombros caídos, y las cejas enarcadas para mayor receptividad.

¿Qué estoy viendo?, se preguntó Oliver. ¿Qué comprendo ahora que no comprendía antes? Para él, la respuesta era tan clara como la pregunta. Que lo había encontrado y no existía. Había llegado al último y más recóndito espacio de su búsqueda, había abierto por la fuerza la caja más secreta, y estaba vacía. El secreto de Tiger era que no había secreto.

Por las ventanas entraban más hombres, y obviamente no pertenecían al grupo de Brock porque eran rusos y vociferaban en ruso y recibían órdenes de un ruso barbudo, y fue este ruso barbudo quien, para consternación de Oliver, golpeó a Yevgueni en un lado de la cabeza con algún tipo de porra, provocándole una copiosa hemorragia. Sin embargo el anciano no pareció apenas notarlo ni concederle importancia. Estaba de pie, con las manos atadas a la espalda mediante una especie de torniquete instantáneo, y era Tinatin quien exigía a gritos que soltasen a su marido, si bien tampoco ella podía hacer gran cosa para ayudarlo, porque la habían desarmado, derribado y obligado a tenderse boca abajo, y lo veía todo de soslayo, a ras de suelo, donde segundos después Oliver, para asombro suyo, iba a reunirse con ella. Al avanzar un paso para expresar sus quejas al barbudo agresor de Yevgueni, alguien le barrió los pies de una patada, privándolo de apoyo. Voló por el aire, y al instante se encontró tumbado de espaldas en el suelo, con un tacón duro como el acero hincándosele en el estómago con tal ferocidad que se le nubló la vista y pensó que había muerto. Pero no era así, porque cuando volvió a ver con claridad, el hombre que le había golpeado yacía en el suelo, aferrándose la entrepierna y gimiendo, y quien lo había dejado en esa situación, dedujo Oliver rápidamente, era Aggie, que blandía una metralleta, vestía un traje de pantera, y llevaba la cara pintarrajeada como un guerrero apache.

De hecho, no la habría reconocido a no ser por el marcado acepto de Glasgow pronunciado con el tono enfático de una maestra:

– ¡Arriba, Oliver, por favor, levántate, Oliver,
ahora
!

Y cuando vio que las palabras no surtían efecto, le tendió el arma para medio ayudarlo, medio obligarlo a levantarse, y una vez en pie Oliver se balanceó, preocupado por Carmen y preguntándose si la habrían despertado con aquel alboroto.

Agradecimientos

Deseo expresar mi agradecimiento especialmente a Alan Austin, mago y artista del espectáculo, de Torquay, Devon; a Sükrü Yarcan, del Programa de Administración Turística, Universidad de Boaçi, Estambul; a Temur y Giorgi Barklaia, de Mingrelia; al distinguido Phil Connelly, miembro reciente del Servicio de Investigaciones Aduaneras de Su Majestad; y a un banquero suizo a quien sólo puedo llamar Peter. George Hewitt, profesor de lenguas caucásicas de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos desde 1996, me ha ahorrado una vez más algún que otro bochorno.

John le Carré

Cornualles, julio de 1998

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