– La tienda de porcelana.
– ¿Qué tiene de especial?
– Se llamaba Jumbo Jumbo Jumbo. Me vino a la cabeza la imagen de tres elefantes en una tienda de porcelana.
En otra cabina encontraron una guía telefónica hecha jirones y la dirección de Jumbo Jumbo Jumbo, pero cuando consultaron el plano, resultó que la calle no existía, o si existía, había cambiado de nombre. Sorteando socavones, deambularon por la zona hasta que de repente Oliver echó hacia adelante la cabeza y agarró del hombro a Aggie. Habían llegado a una confluencia. Ante ellos nacía una calle adoquinada. A la izquierda, corría paralela una tapia de ladrillo. A media calle, los afilados dientes negros de una antigua torre se hincaban en el cielo estrellado. A su derecha se alzaba una mezquita. Incluso había una antena en el minarete, aunque Aggie se preguntó si no sería en realidad un pararrayos. Más adelante brillaban los discos rojos de un par de semáforos. Dejando encendidas sólo las luces de posición, Aggie avanzó hacia ellos bajo la sombra de la torre almenada. No se veía luz en la ventana en forma de arco. Al llegar al semáforo, dobló a la izquierda colma arriba, dejando atrás un indicador donde se leía ankara.
– Ahora otra vez a la izquierda -ordenó Oliver-. Para aquí. A unos cien metros por este camino hay una verja alta de dos hojas y un patio. Allí, donde se ven aquellos árboles. La casa está debajo de los árboles.
Aggie aparcó silenciosamente en un arcén de arena, esquivando las latas y botellas esparcidas por el suelo. Apagó las luces. Eran dos amantes en busca de intimidad. El Bósforo volvía a extenderse bajo ellos.
– Entraré solo -anunció Oliver.
– Yo también voy -dijo Aggie. Tenía su bolso en el regazo y hurgaba en él. Extrajo el teléfono móvil y lo escondió bajo el asiento-. Dame el dinero turco que lleves.
Oliver le entregó un fajo; ella le devolvió la mitad y ocultó el resto bajo el asiento, junto con los pasaportes a nombre de Single. Retiró la llave del contacto y la separó del llavero con la etiqueta de identificación de la agencia de alquiler. Salió del coche. Oliver se apeó también. Aggie abrió el maletero, cogió el juego de herramientas, sacó la llave fija para las tuercas de las ruedas y se la colocó al cinto con la palanqueta hacia abajo. Cerró el maletero y, con una pequeña linterna, empezó a escudriñar la arena del arcén.
– Por si la necesitas, te informo de que llevo mi navaja suiza -comentó Oliver.
– Cállate, Oliver. -Aggie se agachó y recogió una lata oxidada sin tapa. Cerró el coche con llave y a continuación sostuvo en alto la lata y la llave-. ¿Ves esto? Si nos separamos o surgen problemas, se lleva el coche el primero que llegue. Sin esperar al otro. -Puso la llave dentro de la lata, y la lata junto a la cara interna de la rueda delantera del lado izquierdo-. Punto de encuentro, la base del minarete. Alternativa en caso de emergencia, el vestíbulo de la principal estación de tren cada dos horas a partir de las seis de la mañana. Oliver, te adiestraron para este trabajo.
– No me pasa nada. Estoy bien.
– En el supuesto de que nos separemos, el primero que llegue al coche, avisa a Nat lo antes posible por la línea caliente. Pulsa el uno y luego la tecla send, encendiendo antes el teléfono, claro está. ¿Atiendes, Oliver? Tengo la sensación de estar hablando sola. Ven aquí. -Abocinó las manos en torno al oído de Oliver-. Acabo de darte instrucciones para la operación. Haz el favor de tenerlas en mente hasta el final. Muchas personas, cuando se equivocan, creen que son unos héroes, y en realidad son unos auténticos gilipollas. Ése es un error garrafal. ¿Me oyes, Oliver? Ve tú delante, conoces el terreno. ¡Vamos!
Oliver encabezó la marcha; Aggie lo siguió. Era un camino sin asfaltar, embarrado y lleno de charcos. Desde detrás, el delgado haz de la linterna alumbraba sus pasos. Oliver olía a zorro o tejón y a relente nocturno. Aggie apoyaba la mano en su hombro. Oliver se detuvo y se volvió hacia ella, incapaz de verla en la oscuridad pero percibiendo preocupación en su mirada. Eso mismo se refleja en la mía, pensó. Oyó un búho, luego un gato y después música bailable. Una opulenta villa apareció más arriba, a su derecha, con todas las luces encendidas y gran número de coches aparcados en el camino de acceso. Las sombras de los asistentes a la fiesta danzaban en las ventanas.
– ¿Quiénes son ésos? -susurró Aggie.
– Millonarios corruptos.
La deseaba intensamente. De buena gana habría tomado el Orient-Express con ella en la antigua estación de Estambul y le habría hecho el amor durante todo el trayecto hasta París. Recordó entonces que el Orient-Express no llegaba ya a Estambul. Un búho de alas blancas alzó el vuelo ruidosamente entre las ramas de los cinamomos, dándole un susto de muerte. Oliver se acercaba ya a la verja, con Aggie pegada a él. La verja se hallaba a quince metros del camino, al pie de una empinada rampa de asfalto. A un lado había una garita de guardia. Luces de seguridad iluminaban la verja; gruesas cadenas mantenían sujetas las dos hojas, y una espiral de alambre de espino la coronaba. En cada pilar resplandecía el número 35, grande y blanco sobre un fondo morisco. Atravesando rápidamente la rampa seguido de Aggie, Oliver llegó a una segunda entrada, más modesta, para el servicio y los repartos: dos hojas de acero de un metro ochenta de altura, rematadas con púas para empalar mártires cristianos, le impedían el paso. Al otro lado se extendía la fachada posterior de la villa, una maraña de tuberías, chimeneas y gárgolas. No se veía luz en ninguna ventana. Aggie examinó la cerradura enfocándola con la linterna y luego, empuñando la llave fija, introdujo el extremo con forma de palanqueta en el intersticio entre las dos hojas de la puerta, tanteó y la retiró con cuidado. Un cable eléctrico asomaba por un diminuto agujero abierto junto a la cerradura. Se humedeció el dedo con la lengua, tocó el cable y movió la cabeza en un gesto de negación. Metió la llave fija bajo la cinturilla del pantalón de Oliver, apoyó la espalda contra la tapia y entrelazó las manos ante el abdomen con las palmas hacia arriba.
– Así -susurró.
Oliver obedeció, y Aggie se encaramó a sus manos pero no pasó mucho tiempo sobre ellas. Oliver notó una breve presión mientras trepaba y luego la vio volar hacia las estrellas por encima de las púas para mártires. Oyó su correteo al caer al otro lado y el pánico se adueñó de él. ¿Cómo voy a seguirla? ¿Cómo saldrá ella de ahí? Una de las hojas de la puerta de acero chirrió y se abrió. Oliver se deslizó por el hueco. Una vez dentro del recinto, se orientó en el acto. Un pasadizo enlosado discurría entre la villa y la tapia. Había jugado allí al escondite con las nietas de Yevgueni. Un arbotante formaba un arco contra el cielo. Enormes tuberías de desagüe, semejantes a cañones viejos, atravesaban el pasadizo a ras de tierra. Las niñas saltaban sobre ellas como si fuesen las piedras de un arroyo. Oliver actuó de guía, apoyando una mano en la tapia para mantener el equilibrio. Recorrió el pasillo acristalado que comunicaba el ático de Tiger con el ascensor a través del terrado, y su renqueante paso por él con un pie descalzo. Habían llegado a la parte delantera de la villa. A la luz de la luna, las terrazas descendentes del jardín se extendían lisas como naipes. Abajo, la tapia y la torre de entrada parecían murallas recortables de una fortaleza de juguete.
Aggie le rodeó la cintura con los brazos y, con delicadeza, recuperó la llave fija.
– Espera aquí -indicó.
Oliver no tenía otra alternativa. Aggie se movía ya sigilosamente a lo largo de la fachada, atisbando el interior a través de cada cristalera, cruzando ante ellas con felinos saltos, mirando de nuevo y avanzando, deteniéndose y volviendo a asomarse. Al llegar al extremo opuesto, hizo una señal a Oliver, y él se encaminó hacia allí, consciente de su torpeza. A la luz de la luna se veía con igual claridad que de día pero en blanco y negro. En la primera ventana no advirtió nada familiar. La habitación estaba vacía. Había flores marchitas esparcidas por el suelo: rosas, claveles, orquídeas, trozos de papel de plata. Un par de maderos clavados en forma de cruz descansaban en un rincón apoyados contra la pared. Algo más abajo de su intersección, Oliver vio otro madero de menor longitud clavado perpendicularmente en el palo vertical y recordó la forma de la cruz ortodoxa. En el centro se alzaba una estrecha mesa de caballetes como las que usan los pintores, pero Oliver no detectó manchas ni salpicaduras. Aggie le indicaba que siguiese adelante.
Oliver avanzó hasta la segunda cristalera. Allí vio una cama de niño y una mesilla de noche, una lámpara de lectura, un montón de libros y una pequeña bata colgada de una percha. Pasó a la tercera ventana y estuvo a punto de echarse a reír a carcajadas. Adosados contra las paredes, estaban algunos de los muebles de abedul de los que se preciaba Yevgueni. En el centro del suelo de parquet, ocupando el lugar de honor, dormía la BMW bajo su funda, como un poni de Shetland envuelto en una manta. Deseando dirigir la atención de Aggie hacia esa cómica visión, volvió la cabeza y vio que ella se había quedado inmóvil, con la espalda pegada a la pared y las manos extendidas, señalando repetidamente con el mentón hacia la cristalera más próxima a ella, la última de la fachada. Se agachó y se dirigió hacia allí. Quedándose en el lado opuesto de esa misma cristalera, observó la habitación. Zoya estaba sentada en la mecedora de Tinatin. Llevaba un largo vestido negro, como un traje de noche, y unas botas rusas negras. Tenía el pelo recogido en un descuidado moño, y su rostro era un icono de sí misma, demacrado, los ojos desorbitados. Mantenía la vista fija en la alta cristalera, pero con la mirada tan lúgubre y perdida que Oliver dudó que viese algo aparte de los demonios de su propia mente. Una vela parpadeaba en una mesa junto a ella. Sostenía una Kalashnikov sobre las rodillas, con el dedo índice de la mano derecha doblado en torno al gatillo.
En un primer momento Aggie no comprendió qué intentaba decirle Oliver mediante gestos, y él tuvo que repetir varias veces su mensaje mímico, al principio sin levantar los brazos, luego con las manos en alto. Finalmente Aggie se sacó la llave maestra del cinturón, se puso en cuclillas y le indicó que hiciese lo mismo. Encogiendo los brazos parcialmente ante el pecho, formó una cuna, y Oliver la imitó. A continuación Aggie lanzó la llave con la fuerza necesaria para salvar el metro y medio de anchura de la cristalera, y Oliver la atrapó en el aire con una sola mano, contraviniendo por completo sus instrucciones. Con una serie de gestos, trató de explicarle a Aggie otras cosas. Se dio palmadas en el pecho, señaló en dirección a Zoya, asintió con la cabeza y alzó el pulgar para que Aggie no se preocupase: somos viejos amigos. Luego extendió las palmas de las manos y las movió hacia el suelo indicando lentitud: vamos a tomarnos esto con calma. Volvió a señalarse él mismo: esta vez llevo yo la voz cantante; entro
yo, y
tú te quedas fuera. Se tocó la sien sin mucha convicción para dar a entender el posible trastorno mental de Zoya y luego, frunciendo el entrecejo en expresión de duda, ladeó la cabeza a izquierda y derecha para poner en tela de juicio su vulgar diagnóstico. Con actitud reverencial, representó un abrazo: fui su amante; ella es responsabilidad mía. Era difícil saber qué había entendido Aggie de todo aquello pero, a juzgar por su docilidad, Oliver supuso que la mayor parte porque ella, tras observarlo atentamente, se besó las yemas de los dedos y sopló el beso en dirección a él.
Oliver se irguió y supo que si hubiese estado allí solo, se habría apoderado de él el miedo, y probablemente también el desconcierto; sin embargo, gracias a la presencia de Aggie, veía las cosas con absoluta claridad y no albergaba la menor duda acerca de lo que debía hacer. Sabía que las ventanas de la casa eran de cristal blindado, porque Mijaíl le había mostrado con satisfacción las bisagras y cierres reforzados que se requerían para sostener el enorme peso. Por consiguiente, la improvisada palanca no era su primer recurso, sino más bien el último. En todo caso era innegable que Aggie, entregándole la llave, dejaba en sus manos la tarea, como él quería. La idea de hacer entrar a Aggie en batalla por él, de ver a Aggie abatida por una salva de balas de Kalashnikov en premio a sus esfuerzos y convertida en un cadáver más en la catastrófica estela que él dejaba a su paso, le resultaba insoportable. El cristal blindado era una cosa. Una ráfaga de metralleta a alta velocidad a una distancia de menos de dos metros era otra muy distinta.
De modo que se colocó la llave maestra bajo el cinturón, estilo Aggie, y con movimientos rígidos, caminando de costado, se desplazó hasta el centro de la cristalera y luego un poco más allá para que Zoya le viese toda la cara a través de un panel, y no dividida en dos por el marco. Llamó al cristal blindado con los nudillos, primero con suavidad, después con golpes más enérgicos. Cuando ella levantó la cabeza y pareció fijar en Oliver la mirada, él forzó una débil sonrisa y con voz lo bastante alta, esperó, para traspasar el cristal, dijo:
– Zoya, soy Oliver. Déjame entrar.
Lentamente, Zoya abrió aún más los ojos hasta que parecieron a punto de salírsele de las órbitas y de pronto, en un arrebato de febril actividad, comenzó a manosear el arma que sostenía en el regazo como preludio del proceso de apuntar el cañón hacia él. Oliver golpeó el cristal con las palmas de las manos y acercó la cara tanto como pudo sin llegar a ofrecer una imagen cómica.
– ¡Zoya! ¡Déjame entrar! ¡Soy Oliver, tu amante! -anunció a voz en grito, sin acordarse en ese momento, bien está admitirlo, de la presencia de Aggie. Pero habría dicho eso mismo en cualquier caso, y era obvio que la propia Aggie lo habría instado a decirlo, ya que Oliver, con el rabillo del ojo, vio que ella asentía enérgicamente con la cabeza en muestra de apoyo.
Sin embargo la reacción de Zoya fue idéntica a la de un animal cuando oye un sonido recordado sólo a medias: lo reconozco… casi… pero ¿es amigo o enemigo? Se había puesto en pie, vacilante -Oliver tuvo la impresión de que estaba desnutrida-, pero sujetaba aún el arma. Y después de observar a Oliver por unos instantes, lanzó una severa mirada alrededor, escudriñando la habitación, como si sospechase que su aparición en la ventana era sólo un señuelo para atraer hacia allí su atención mientras le tendían una emboscada por la espalda.
– ¿Puedes abrir esta puerta, Zoya, por favor? -insistió Oliver-. Necesito entrar. ¿Hay alguna llave en la cerradura? Si no, podrías ir a la puerta principal y dejarnos entrar por allí. Sólo estoy yo, Zoya. Yo y una amiga. Te caerá bien. Nadie más, te lo prometo. ¿Por qué no intentas hacer girar la llave? Es una de esas llaves de latón pequeñas y redondas, si no recuerdo mal. Hay que dar tres o cuatro vueltas.