– Bienvenido -dijo por fin, y lo guió a través de un patio exterior hasta una segunda puerta, que a su vez daba a un jardín con una piscina iluminada y un patio interior enlosado, adornado con campánulas y bombillas de colores, donde había balancines suspendidos de vigas. En un balancín se sentaba una niña parecida a como sería Carmen cuando alcanzase la madura edad de seis años, con trenzas y una doble mella donde deberían haber estado los incisivos superiores. Se apretujaba contra ella un Romeo de ojos de azabache, dos años mayor, cuyo rostro resultó a Oliver misteriosamente familiar. La niña, provista de una cuchara, comía helado de un plato común. Esparcidos por el suelo, había cuentos para colorear, tijeras de recortar, lápices de colores y fragmentos de guerreros desmontables. Una mujer rubia de piernas largas, en las dos últimas semanas de embarazo, estaba sentada frente a los niños. Y el doctor Conrad no había mentido: era preciosa. A un lado tenía un ejemplar abierto de
Peter Rabbit,
de Beatrix Potter, en inglés.
– Niños, éste es el señor West, de Inglaterra -anunció con cómica solemnidad, extendiendo una mano hacia él-. Le presento a Friedi y Paul. Friedi es nuestra hija; Paul es nuestro amigo. Acabamos de descubrir que las lechugas son somníferas, ¿verdad, niños?… Ah, y yo soy la señora Mirsky… Paul, ¿qué significa «somnífero»?
Oliver supuso que era sueca y estaba aburrida, y recordó que Heather, a partir del quinto mes de embarazo, coqueteaba con toda persona de sexo masculino mayor de diez años. Friedi, que era Carmen a los seis, sonrió y se llevó otra cucharada de helado a la boca; Paul, por su parte, miró a Oliver y mantuvo la mirada fija en él para acusarlo. Pero ¿de qué delito? ¿Contra quién? ¿Dónde? El boxeador del traje negro apareció con un granizado de limón.
– Que da sueño -contestó Paul al cabo de un rato, cuando ya nadie recordaba la pregunta, y de pronto Oliver cayó en la cuenta: ¡Por Dios, pero si es Paul! ¡El Paul de Zoya! ¡Ese Paul!
– ¿Ha llegado hoy? -preguntó la señora Mirsky.
– De Viena.
– ¿Estaba allí por negocios?
– Algo así.
– El padre de Paul también viaja mucho a Viena por negocios -dijo, articulando lenta y claramente en atención a los niños pero mirando a Oliver con una expresión ponderativa en sus enormes ojos-. Vive en Estambul, pero trabaja en Viena, ¿no, Paul? Es un gran comerciante. Hoy en día todo el mundo es comerciante. Alix es nuestro mejor amigo, ¿eh que sí, Paul? Lo admiramos mucho. ¿También usted es comerciante, señor West? -preguntó lánguidamente, ciñéndose el chal en torno al pecho.
– Más o menos.
– ¿Comercia con alguna mercancía en particular, señor West?
– Básicamente con dinero.
– El señor West comercia con dinero. Y ahora, Paul, dile al señor West qué idiomas hablas… ruso naturalmente, turco, un poco de georgiano, inglés. Contesta, Paul. El helado no es
somnífero.
Paul es el niño triste de todas las fiestas, pensó Oliver, identificándose con él. Inconsolable como su madre. Paul el melancólico, el repudiado, el eterno hijastro, aquel a quien ruegas una sonrisa, aquel cuyos ojos empañados se iluminan cuando entras en la habitación, y permanecen fijos en ti llenos de reproche cuando llega la hora de marcharte con tus trucos a otra parte. Paul, intentando rescatar de su turbulenta memoria de ocho años un borroso encuentro con un monstruo loco llamado Cartero, de los tiempos en que el abuelo y la abuela vivían en un castillo rodeado de árboles en las afueras de Moscú, donde había una moto que el Cartero montó mientras mamá me abrazaba contra su pecho y me tapaba el oído con la mano.
Inclinándose de pronto en su balancín, Oliver cogió del suelo un cuento de colorear y unas tijeras y -cuando Paul dio su consentimiento con un gesto- arrancó una página doble del cuento. Tras plegarla varias veces, recortó y agujereó con las tijeras hasta crear una hilera de felices conejos unidos hocico con cola.
– ¡Es fantástico! -exclamó la señora Mirsky, la primera en hablar-. ¿Tiene hijos, señor West? Porque si no tiene hijos, ¿cómo puede ser tan experto? ¡Es usted un genio! Paul, Friedi, ¿qué le decís al señor West?
Pero a Oliver le preocupaba mucho más qué diría el señor West al doctor Mirsky. Y qué diría a Zoya y Hoban cuando pasasen a recoger a su hijo. Hizo aviones y, para deleite de todos, volaban realmente. Uno cayó al agua, de modo que enviaron un avión de rescate en su busca, y luego pescaron los dos con un palo para dejarlos en tierra firme. Hizo un pájaro, y Friedi
se
negó a echarlo a volar porque era precioso. Sacó de la oreja de Friedi por arte de magia un billete de cinco francos suizos, y se disponía a extraer otro de la boca de Paul cuando el estridente graznido bitonal de un claxon y el alegre «¡Papá!» de Friedi anunciaron que el buen doctor Mirsky había vuelto a casa.
Alboroto en el patio exterior, rápidas pisadas de criados, el ruido de las puertas de un coche al cerrarse, un gutural aullido de perros felices y un relajante clamor de saludos polacos, mientras un hombre enérgico y bullicioso de pelo negro y amplias entradas irrumpe en el jardín, se quita la corbata, la chaqueta, los zapatos y todo lo demás y, con un bramido de satisfacción, se lanza en cueros a la piscina y recorre dos largos bajo el agua. Asomando a la superficie como un oso semiafeitado, agarra un albornoz multicolor que le tiende el boxeador, se envuelve en él, abraza a su esposa y a su hija, saluda a Paul -«¡Hola, Pauli!»- y le revuelve afectuosamente el pelo, vuelve a inclinarse ante su esposa y por último, con manifiesto desagrado, ante Oliver.
– Siento muchísimo haberme presentado de este modo -se disculpó Oliver con su más encantadora voz de clase alta-. Soy un antiguo amigo de Yevgueni y le traigo recuerdos del doctor Conrad.
Por única respuesta, el doctor Mirsky clavó en él su mirada, varios siglos más vieja que la de Paul y embutida entre los párpados hinchados.
– Si no le importa que hablemos en privado… -dijo Oliver.
Oliver siguió la espalda multicolor y los talones descalzos del doctor Mirsky. El boxeador del traje negro siguió a Oliver. Cruzaron un pasillo, subieron por una corta escalera y entraron en un despacho con vistas panorámicas del montañoso paisaje nocturno, salpicado de inquietas luces. El boxeador cerró la puerta y se apoyó contra ella, llevándose una mano al corazón bajo la chaqueta.
– Veamos, ¿qué carajo quiere? -dijo Mirsky con voz grave, casi una descarga de artillería.
– Soy Oliver, el hijo de Tiger Single y socio adjunto de Single amp; Single de Curzon Street. Busco a mi padre.
Mirsky masculló una orden en polaco. El boxeador puso las manos cariñosamente bajo las axilas de Oliver, las exploró y descendió luego por el pecho hasta la cintura. Obligó a Oliver a volverse y, en lugar de besarlo y arrastrarlo a la cama como Zoya, le palpó la entrepierna como Kat y prolongó la caricia hasta los tobillos. Le sacó la cartera del bolsillo y se la entregó a Mirsky. Luego hizo lo mismo con el pasaporte a nombre de West y la variada morralla de sus bolsillos, que como de costumbre habría sido la vergüenza de un colegial de doce años. Ahuecando las manos, Mirsky cargó con todo y lo llevó al escritorio. A continuación se puso unas rebuscadas gafas. Dos mil francos suizos -había dejado el resto en la bolsa de viaje-, calderilla, una fotografía de Carmen en una silla de playa, un recorte todavía sin leer de una revista llamada
Abracadabra
que ofrecía «trucos recientes y recientemente desvelados», un pañuelo limpio por mandato de Aggie. Mirsky inspeccionaba el pasaporte a la luz de una lámpara.
– ¿De dónde carajo ha sacado esto?
– Me lo ha proporcionado Massingham -respondió Oliver, acordándose de su visita a Nightingales para hablar con Nadia y lamentando no estar allí en ese momento.
– ¿Es amigo de Massingham?
– Somos colegas.
– ¿Lo envía Massingham?
– No.
– ¿Lo envía la policía inglesa?
– He venido por propia iniciativa, para encontrar a mi padre.
Mirsky volvió a pronunciar unas palabras en polaco. El boxeador contestó. Siguió una entrecortada conversación, por lo visto acerca del modo en que Oliver había llegado, y el boxeador fue reprendido y obligado a abandonar el despacho.
– Pone usted en peligro a mi esposa y mi familia, ¿no se da cuenta? Ha hecho mal en venir aquí, ¿comprende?
– Le escucho.
– Quiero que salga de esta casa. Ahora mismo. Si vuelve a aparecer por aquí, que Dios le ayude. Llévese esa mierda. No la quiero. ¿Quién lo ha traído hasta aquí?
– Un taxi.
– ¿Una mujer conduciendo un taxi en Estambul?
La han visto, pensó Oliver, impresionado.
– La ha puesto a mi disposición la agencia de alquiler de coches del aeropuerto. Hemos tardado una hora en encontrar la casa. Tenía otro encargo pendiente y no le quedaba gasolina -dijo Oliver. Mirsky lo observó con aversión mientras guardaba de nuevo su morralla en los bolsillos-. Tengo que encontrarlo -insistió Oliver, metiéndose la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta-. Si usted no conoce su paradero, dígame a quién puedo preguntar. Está en apuros. Debo ayudarlo. Es mi padre.
En el patio se oyó la alegre charla de la señora Mirsky y los niños cuando los dejaba en manos de una criada para acostarlos. El boxeador regresó y aparentemente informó de que las órdenes se habían cumplido. Dio la impresión de que Mirsky, de mala gana, ordenaba algo distinto. El boxeador puso reparos, y Mirsky lo hizo callar de un bramido. El boxeador se marchó y volvió con unos vaqueros, una camisa a cuadros y unas sandalias. Mirsky se despojó del albornoz, quedándose desnudo, y a continuación se puso los vaqueros y la camisa y se calzó las sandalias. Lanzó un juramento y, dejando al boxeador de nuevo en retaguardia, precedió a Oliver por un pasillo trasero hasta el patio de entrada. Aguardaba allí un Mercedes plateado de cara a la verja cerrada, con un chófer al volante. Mirsky abrió la puerta del chófer, lo hizo salir de un tirón y dio otra orden a gritos. El boxeador extrajo una pistola de la axila izquierda y se la entregó a Mirsky, que, moviendo la cabeza en un gesto de desaprobación, se la colocó al cinto con el cañón hacia arriba. El boxeador escoltó a Oliver hasta la puerta del pasajero, sujetándolo del brazo, y lo obligó a sentarse rápidamente. La verja se abrió. Con Mirsky al volante, salieron a la carretera, doblaron a la izquierda y descendieron hacia las luces de la ciudad. Oliver deseó volver la cabeza con la esperanza de ver a Aggie, pero no se atrevió.
– ¿Es usted buen amigo de Massingham?
– Massingham es un hijo de puta -repuso Oliver, presintiendo que aquél no era momento para medias verdades-. Engañó a mi padre.
– ¿Y qué? Todos somos unos hijos de puta, y hay hijos de puta que ni siquiera saben jugar al ajedrez.
Mirsky frenó en seco en medio de la carretera, bajó la ventanilla y aguardó. A su derecha, un tortuoso camino de tierra subía hacia la cima del monte, donde se alzaba un grupo de antenas con luces intermitentes en la punta. El cielo estaba plagado de estrellas; una reluciente luna mitigaba la negrura del horizonte, y su resplandor cabrilleaba en las aguas del Bósforo. Mirsky seguía esperando, atento a los retrovisores, pero ninguna Aggie descendió por la carretera hacia ellos. Mascullando una palabra malsonante, Mirsky arrancó bruscamente, abandonó la carretera y enfiló el camino, tomó una curva a toda velocidad, recorrió quinientos metros a través de la hierba y los escombros que invadían el camino y paró en un ensanchamiento. Estaban rodeados de altos árboles. Oliver recordó su rincón secreto de Abbots Quay y se preguntó si aquél sería el de Mirsky.
– No tengo la menor idea de dónde carajo está su padre, ¿de acuerdo? -dijo Mirsky con tono de reacia complicidad-. Es la verdad. Le digo la verdad, y usted desaparece de mi vida, se aleja de mi casa, mi esposa y mis hijos, vuelve a su jodida Inglaterra o a donde le dé la gana, me importa una mierda. Soy un padre de familia. Creo en los valores de la familia. Su padre me caía bien, ¿de acuerdo? Siento mucho que haya muerto, ¿de acuerdo? Lo siento. Así que vuelva a su país, funde una nueva dinastía y olvídese de él. Soy un abogado respetable. Eso es lo que quiero ser. Ya no me dedico a los negocios sucios, ni lo haré a menos que sea necesario.
– ¿Quién lo mató?
– Puede que aún no lo hayan matado. Puede que lo maten mañana, esta noche, ¿qué más da? Cuando lo encuentre, estará muerto, y conseguirá que lo maten también a usted.
– ¿Quién lo matará?
– Todos. La familia entera. Yevgueni, Tinatin, Hoban, todos los primos, tíos, sobrinos…, ¿qué sé yo quién lo matará? Yevgueni ha reinventado el odio de sangre, ha declarado la guerra a toda la especie humana sin exención alguna. Es un hombre del Cáucaso. Todo el mundo tiene que pagar. Tiger, el hijo de Tiger, el perro del hijo, y hasta su canario.
– ¿Y todo a causa del
Free Tallinn
?
–
Con el
Free Tallinn
se jodió todo. Hasta Navidad… sí, de acuerdo, tomamos ciertas medidas…, Massingham, yo y Hoban… Estábamos ya un poco hartos de los errores de los demás y pensamos que era ya hora de reorganizarse, modernizarse, mejorar la seguridad.
– Deshacerse de los viejos -matizó Oliver-. Apropiarse del negocio.
– Claro -concedió Mirsky, magnánimo-. Mandarlos a la mierda de una vez. Así son los negocios, ¿qué tiene de raro? Intentamos tomar el poder. Un golpe incruento. ¿Por qué no? Por medios pacíficos. Yo soy un hombre pacífico. He recorrido un largo camino. Un mocoso harapiento de Lvov, estudia para llegar a ser un buen comunista, aprende a follar en cuatro idiomas a la edad de catorce años,
magna cum laude
en derecho, llega a ser un pez gordo del Partido, con influencias, un buen tenderete, ve por dónde van los tiros, se convierte en un buen católico, recibe el bautismo, una fiesta por todo lo grande, se afilia a Solidaridad pero el remedio no es eficaz al ciento por ciento, los nuevos mandamases creen que conviene meterme en la cárcel, así que vengo a Turquía. Aquí soy feliz. He abierto un nuevo bufete, me he casado con una diosa. Quizá algún día me convierta al islam. Me adapto a todo… y
soy pacífico -
repitió categóricamente-. Hoy en día hay que ser pacífico, no existe otra opción, hasta que un ruso chiflado decide empezar por su cuenta la tercera guerra mundial, y a joderse.
– ¿Adónde lo han llevado?