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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (37 page)

– Rechazó a mi padre como cliente, ¿es eso? ¿Se deshizo de él? ¿Adiós muy buenas?

– No fui desconsiderado con él, Oliver. Escúchame. No lo tratamos mal. Frau Marty lo acompañó en coche al banco. Quería ir al banco. Necesitaba ver con qué cartas debía jugar. Ésas fueron exactamente sus palabras. Me ofrecí a prestarle dinero. No mucho, porque no soy rico; unos cientos de miles de francos. Tengo amigos más ricos que yo. Quizá se presten a ayudarlo. Iba desaseado. Un abrigo marrón viejo, una camisa sucia. Tienes razón. No era el de siempre. Uno no puede dar consejos a un hombre fuera de sí. Por favor, ¿qué haces?

Todavía sentado, Oliver jugueteaba con el maletín. Una vez que hubo jugueteado a su entera satisfacción, se levantó, rodeó el escritorio y agarró a Conrad por la pechera del cárdigan y la camisa con la intención de arrastrarlo hasta la pared más cercana y mantenerlo allí en volandas mientras le hacía unas cuantas preguntas más. Pero ése era un acto más fácil de imaginar que de realizar. Como a Tiger le complace decir, pensó, carezco de instinto asesino. Así pues, soltó a Conrad y lo dejó acurrucado en el suelo, temblando y gimoteando. Y a modo de consuelo, cogió la carpeta que contenía las sesenta y ocho páginas del ultimátum navideño de Mirsky y la metió entre las suyas en el maletín. De paso, echó un vistazo en los cajones del escritorio, pero sólo llamó su atención un voluminoso revólver militar, probablemente una reliquia de los heroicos tiempos de Conrad al servicio del ejército suizo. Cerrando la puerta al salir, fue a la antesala donde frau Marty escribía a máquina con gran diligencia y se inclinó con actitud insinuante sobre su mesa.

– Quería darle las gracias por llevar a mi padre en coche al banco -dijo.

– Ah, no se merecen.

– ¿No le mencionaría por casualidad adonde tenía pensado ir después?

– Pues no; lo siento, pero no.

Maletín en mano, recorrió a paso ligero el estrecho camino del jardín, llegó a la acera y se dirigió calle abajo. Derek lo siguió. La tarde estaba bochornosa. Descendieron por un callejón adoquinado en pronunciada pendiente con anchura para un solo coche. Oliver caminaba a zancadas, golpeando ruidosamente los adoquines con los tacones. La cabeza le daba vueltas. Pasaba ante pequeños chalets y rostros familiares. En un jardín vio a Carmen en un columpio con su vestido blanco de fiesta, balanceada por Sammy Watmore. En el chalet contiguo, Tiger cortaba el césped, observado por Jeffrey con su dorada melena al viento. Desde la ventana de una buhardilla, Zoya lo saludó con la mano. A su izquierda apareció una calleja. Dobló por ella. Corrió durante un rato, seguido de cerca por Derek. Llegó a una calle ancha y vio el Audi amarillo en un área de estacionamiento próxima a una parada de tranvía. Se abrió una de las puertas traseras. Derek entró detrás de él. Los nombres seleccionados para las chicas eran Pat y Mike. Ese día Pat era morena. Mike, la copiloto, llevaba un pañuelo atado a la cabeza.

– ¿Por qué has desconectado el micrófono, Ollie? -preguntó Mike por encima del hombro cuando se pusieron en marcha.

– No he desconectado.

Descendían hacia el lago y el centro de la ciudad.

– Sí has desconectado, poco antes de salir.

– Quizá lo he golpeado sin querer o algo así -respondió Oliver con su legendaria vaguedad. Volviéndose hacia Derek, le entregó el maletín y dijo-: Conrad me ha dado un documento para leerlo.

– ¿Cuándo? -insistió Mike desde el asiento delantero, sosteniendo la mirada de Oliver a través del retrovisor.

– Cuándo ¿qué?

– ¿Cuándo te ha dado el documento?

– Simplemente me lo ha puesto en las manos -contestó Oliver con igual vaguedad-. No quería admitir que lo hacía, probablemente. Ha dejado a Tiger en la estacada.

– Esa parte ya la hemos oído -dijo Mike.

Lo dejaron a la orilla del lago, al principio de Bahnhofstrasse.

Capítulo 15

Oliver no estuvo del todo presente durante su visita al banco. Sonrió y mintió; sonrió y estrechó manos; se sentó y se levantó y sonrió y se volvió a sentar. Esperó la aparición de señales de pánico u hostilidad en sus anfitriones, pero no se produjeron. La creciente ira que lo había dominado a lo largo de la entrevista con Conrad había dado paso a una aletargada apatía. Flotando de despacho en despacho, todos ellos con las paredes revestidas de teca, recibiendo el parte de los últimos y espectaculares cambios en las vidas de antiguos conocidos que apenas recordaba -herr Tal está ahora al frente del Departamento de Préstamos pero le manda recuerdos, frau Cual es ahora directora regional para el cantón de Glarus y lamentará no haber tenido ocasión de saludarlo-, Oliver entró en un estado de consciencia intermitente que le trajo a la memoria la sala de recuperación por la que había pasado después de ser operado de apendicitis. Era una nulidad, sometido a la voluntad de los demás. Era un actor suplente que no se había aprendido el guión.

Desde el vestíbulo del banco subió en un ascensor de acero satinado sin panel de botones. Arriba le dio la bienvenida un hombre con el pelo de color zanahoria llamado herr Albrecht, a quien en un primer momento confundió con uno de los directores de sus muchos colegios.

– No sabe cuánto nos complace tenerlo otra vez aquí después de tantos años, señor Single, y siendo aún tan reciente la visita de su buen padre -dijo herr Albrecht, dándole la mano.

¿Y cómo estaba mi buen padre? ¿También usted lo ha dejado en la estacada como el cabrón de Conrad?, replicó Oliver. Pero era obvio que había formulado esas preguntas sólo en su imaginación, porque instantes después flotaba por un río de moqueta azul al lado de una afable matrona camino del despacho de herr Lilienfield, que haría una fotocopia de su pasaporte con arreglo a la reciente normativa.

– ¿Muy reciente?

– Sí,
muy
reciente. Además, ha pasado mucho tiempo desde su última visita. Debemos asegurarnos de que es la misma persona.

También yo, pensó Oliver.

Herr Lilienfield necesitaba una muestra de la nueva firma de Oliver para reemplazar la de cinco años atrás, más redondeada y juvenil. Si le hubiese pedido una muestra de sangre, Oliver se la habría proporcionado también. Pero cuando la afable matrona lo acompañó de regreso al despacho del director de colegio Albrecht, allí estaba Tiger, sentado en la misma silla de palo de rosa que él había ocupado minutos antes. Ofrecía poco más o menos el aspecto que Oliver preveía, desarreglado, envuelto en su prenda de amor marrón. Sin embargo fue a Oliver, no a Tiger, a quien se dirigió herr Albrecht mientras detrás de él, en los monitores adosados a la pared, las cotizaciones mundiales caían en picado y repuntaban. Y fue un duendecillo de ojos redondos llamado herr Stämpfli, no Tiger, quien salió de las sombras para presentarse como actual responsable de la amplia familia de cuentas a nombre de Single. Todo podía calificarse de satisfactorio, aseguró herr Stämpfli para tranquilidad de Oliver. La autorización original seguía vigente -era a perpetuidad- y naturalmente Oliver no requería autorización alguna para examinar su propia cuenta
personal,
que gozaba de excelente salud, se complació en informar herr Albrecht.

– Bien. Magnífico. Gracias. Excelente.

– Existe no obstante un ligero inconveniente -admitió herr Albrecht, el director de colegio, por encima de la calva de herr Stämpfli-. Ha pedido copia de toda la correspondencia y, sintiéndolo mucho, la autorización no incluye llevarse copias. La correspondencia bancaria no puede salir del banco más que en mano del propio señor Single padre. Esta limitación consta por escrito en las instrucciones, y debemos acatarla.

– Estoy autorizado a tomar notas, espero.

– Eso es precisamente lo que su padre esperaba que usted esperase -declaró herr Albrecht con tono solemne.

Así que existen órdenes expresas, pensó Oliver. No tengo por qué preocuparme. En esta ocasión el río de moqueta era anaranjado. Herr Stämpfli lo vadeó junto a Oliver, un carcelero acompañado del tintineo de sus llaves.

– ¿Se llevó mi padre algún documento? -preguntó Oliver.

– Su padre posee un desarrollado instinto para cuestiones de seguridad. Pero se le habría permitido, naturalmente.

– Naturalmente.

La sala tenía reminiscencias de capilla. Sólo faltaba el cadáver de Tiger. Flores de cera, una mesa abrillantada para el difunto. Bandejas con listados en papel continuo de la documentación privada del ser querido. Montones de carpetas de piel sintética llenas de hojas de balance sujetas por varillas de latón. Una grapadora, un recipiente con compartimientos para alfileres, clips y gomas elásticas, y blocs de espiral. Y una pila de postales de obsequio que mostraban a un campesino del valle de Engadina enarbolando la bandera suiza en lo alto de una montaña verde que a Oliver le recordó a Belén.

– ¿Le apetece un café, señor Oliver? -entonó herr Stämpfli, como ofreciéndole su última comida en este mundo.

Herr Stämpfli vivía en Solothurn. Estaba divorciado, cosa que lamentaba, pero su esposa había llegado a la conclusión de que prefería la soledad a su compañía, ¿y qué podía hacer él? Tenía una hija llamada Yvette que vivía con él, un poco obesa en el presente, pero contaba sólo doce años y al crecer, con un poco de ejercicio, adelgazaría. Eran las cinco de la tarde y el banco cerraba a esa hora, pero herr Stämpfli se honraría en quedarse hasta las ocho si Oliver lo deseaba; no tenía ninguna otra obligación pendiente y las tardes se le hacían interminables.

– ¿No se preocupará Yvette si llega tarde?

– Yvette está jugando al baloncesto -respondió herr Stämpfli-. Los martes tiene siempre baloncesto hasta las nueve.

Oliver escribía, leía y tomaba demasiado café, todo al mismo tiempo. Oliver era Brock. Quiero a Bernard el calvo y sus malas compañías. Era Tiger, señor de las «cuentas satélite», conectadas a su vez por vía intravenosa a la cuenta matriz de Single Holdings Offshore. Era nuevamente Oliver, autorizado a perpetuidad a ejercer todos los poderes de que estaba investido su socio y padre. Era Bernard el calvo, dueño de una fundación llamada Derviche, con sede en Liechtenstein, valorada en treinta y un millones de libras, y una compañía llamada Skyblue Holdings, con sede en Antigua. «Bernard se cree a prueba de bala -dice Brock-. Bernard cree que puede andar sobre el agua, y si me salgo con la mía, se hundirá para el resto de su miserable vida.» Era Skyblue Holdings, empresa propietaria no de una villa sino de catorce, todas ellas asignadas a igual número de compañías subsidiarias con nombres ridículos como Janus, Plexus o Mentor. «Bernard es el encargado de la nómina -había dicho Brock-. Bernard es la cabeza mayor de la Hidra.» Era otra vez Brock, hablando de funcionarios deshonestos que se aseguraban segundas pensiones de jubilación. Era Oliver, hijo de Tiger, escribiendo paciente y legiblemente bajo la mirada de herr Stämpfli, que invitaba a la cordura. Era un niño de doce años y estaba examinándose, vigilado no por herr Stämpfli, sino por el señor Ravilious. Era Yvette, en Solothurn, jugando al baloncesto hasta las nueve de la noche para mejorar la silueta. En una página estaba en Antigua, a la siguiente en Liechtenstein y a la otra en Grand Cayman. Estaba en España, Portugal, Andorra y el norte de Chipre, escribiendo. Era dueño de una cadena de casinos, hoteles, urbanizaciones y discotecas. Era Tiger, sumando su fortuna personal para calcular cuánto faltaba para llegar a los doscientos millones de libras esterlinas. Respuesta, salida de la cabeza de Tiger: faltaban ciento diecinueve mil millones de libras. «Cuenta de alta rentabilidad», leyó. Sin encabezamiento, sólo un número de seis cifras y las iniciales TS en lo alto de la hoja. Saldo actual de diecisiete millones de libras, con su correspondiente valor en moneda de distintos países. Dos cargos en las últimas dos semanas: uno de cinco millones y treinta libras recogido como «Transferencia»; otro de cincuenta mil libras recogido como «Pago al portador».

– ¿Retiró mi padre esta suma en efectivo?

En efectivo, confirmó herr Stämpfli. El propio herr Stämpfli lo había ayudado a cargar el dinero en su bolsa de viaje.

– ¿En qué moneda?

– Francos suizos, dólares, liras turcas -contestó herr Stämpfli como un reloj parlante suizo, y añadió con orgullo-: Fui a buscárselas personalmente.

– ¿Podría conseguirme también a mí?

La pregunta, que sorprendió a Oliver, resultó estar determinada por dos factores externos: primero, que había encontrado casualmente su propia cuenta numerada, descubriendo que tenía un saldo de tres millones de libras; segundo, que le molestaba el hecho de que Brock le había prohibido llevar dinero mientras se hallase en el extranjero, con la insultante insinuación de que podía incurrir en una improvisada huida, posibilidad que había contemplado repetidas veces en los últimos tres días.

A herr Stämpfli no le estaba permitido dejar solo a Oliver con la documentación. Con extrema formalidad, telefoneó por tanto al cajero nocturno y solicitó de parte de Oliver treinta mil dólares estadounidenses, un par de miles de francos suizos, ah, y también algo en moneda turca, como su padre. Apareció una vestal, portando un fajo de billetes y un recibo. Oliver firmó el recibo y distribuyó los billetes entre los numerosos bolsillos de su traje de Hayward. Ningún mago habría llevado a cabo el reparto con mayor discreción. Para celebrarlo, cogió una de las postales del campesino abanderado, escribió al dorso un desenfadado mensaje para Sammy y se la guardó también en un bolsillo. Reanudó el escrutinio de las cifras. Cuando dieron las siete, empezaba a vencerle el desaliento.

– No deseo hacer esperar a Yvette por mi culpa -dijo a herr Stämpfli con una tímida sonrisa.

Con sumo cuidado, arrancó del bloc sus valiosas hojas manuscritas. Herr Stämpfli le ofreció un resistente sobre y se lo mantuvo abierto mientras las introducía. A continuación herr Stämpfli lo acompañó escalera abajo hasta la puerta principal.

– ¿Mencionó mi padre adonde iba al salir de aquí?

Herr Stämpfli negó con la cabeza.

– Con las liras, quizá a Turquía.

Fuera, en la penumbra, lo esperaba Derek.

– Cambiáis de identidad -anunció mientras se dirigían a un taxi aparcado-. Órdenes de Nat. Sois los señores West y os alojáis en un nidito de amor para viajantes de comercio al otro lado de la ciudad.

– ¿Por qué?

– Fisgones.

– Fisgones ¿de quién?

– Desconocidos. Podrían ser suizos, podrían trabajar para Hoban, podrían estar al servicio de Hidra. Quizá Conrad te ha delatado.

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