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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (34 page)

Brock no estaba loco, pero empezaba a valorar en su justa medida a su adversario.

– Sin embargo, señor Massingham, si lo que afirman sus detractores es verdad, tendría usted dos buenas razones en lugar de una para destruir las pruebas, ¿no cree? ¿Y eso hizo él, no, su William, destruir las pruebas?

– No eran pruebas de nada, así que no destruyó ninguna prueba. Era todo mentira. Merecía ser destruido, y así se hizo.

Brock y Aiden Bell se hallaban sentados en la sala de oficiales de la casa situada junto al río tras un pase dé medianoche de la ejecución de Winser. Eran las dos de la madrugada.

– Plutón se guarda alguna información importante que yo desconozco -dijo Brock, repitiendo la confesión que había hecho a Tanby-. La tengo delante mismo. Es como una bomba, con la mecha encendida oculta en alguna parte. Huelo a quemado, pero no voy a verla hasta que me estalle en la cara.

Luego, como era frecuente en los últimos días, la conversación se desvió hacia Porlock. Su comportamiento en las reuniones: flagrante. Su fastuoso tren de vida: flagrante. Sus supuestas fuentes básicas de información en los bajos fondos, que eran de hecho sus socios: flagrantes.

– Está poniendo a prueba la paciencia de Dios -dijo Brock, usando una frase de Lily-. Está comprobando hasta qué altura puede volar antes de que los dioses le corten las alas.

– Lily querrá decir que se le funden -objetó Bell-. Piensa en Ícaro, imagino.

– Bien, se le funden. ¿Qué diferencia hay? -concedió Brock, malhumorado.

Capítulo 13

La boda forzosa se acordó después de largas deliberaciones entre Brock y los estrategas, sin contar con la opinión de las partes contratantes. Los novios, se decidió de inmediato, irían de luna de miel a Suiza, porque era allí adonde había llevado el rastro de Tiger Single, alias Tommy Smart, tras su marcha de Inglaterra. Llegando a Heathrow ya a última hora de la tarde, Smart-Single había pasado la noche en el Hilton del aeropuerto, cenado frugalmente en la habitación, y tomado el primer vuelo a Zúrich del día siguiente. Lo había pagado todo en metálico. También había sido Zúrich el destino de su llamada desde una cabina telefónica de Park Lane, siendo su interlocutor un bufete jurídico internacional que desde hacía tiempo mantenía relaciones profesionales con la sección de transacciones
offshore
de Casa Single. Un equipo de apoyo compuesto por seis agentes permanecería cerca de la pareja a todas horas, proporcionando contravigilancia y comunicaciones.

La decisión de unir en matrimonio a Oliver y Aggie no se tomó a la ligera. Al principio Brock daba por supuesto que Oliver seguiría actuando en el extranjero como hasta ese momento: aparentemente solo, con un equipo tras sus pasos que velase por él, y el propio Brock siempre a su disposición para recibir los partes de la misión y enjugarle las lágrimas. Sólo dio marcha atrás cuando empezó a discutirse la letra menuda del plan: ¿Cuánto dinero en efectivo llevaría encima Oliver? ¿Qué pasaporte? ¿Qué tarjetas de crédito? ¿Debía viajar el equipo de apoyo en los mismos aviones que Oliver y alojarse en los mismos hoteles, o era preferible mantenerlo a distancia? Algo no le cuadraba, anunció vagamente a Bell.

– No lo veo claro, Aiden -dijo.

– ¿Qué no ves claro?

– No me veo a Oliver solo -añadió Brock-, en el extranjero, con un pasaporte falso, tarjetas de crédito, un fajo de billetes en el bolsillo y un teléfono sin pinchar en la mesilla de noche. Ni que hubiese en la calle un regimiento entero para vigilarlo, o en el taxi detrás de él, o en las mesas cercanas, o en las habitaciones contiguas.

Pero cuando Aiden Bell insistió en conocer los motivos de su recelo, Brock contestó con una inseguridad poco común en él.

– Es por sus condenados trucos -dijo. Bell malinterpretó su respuesta. ¿Qué trucos había utilizado Oliver, inquirió con severidad, que Brock no le había revelado en sus informes? Bell había pasado un tiempo destinado en Irlanda. Para él un informador era un informador. Se le pagaba en función de su valía y se lo abandonaba cuando dejaba de ser útil. Si pretendía llevarlo a uno al huerto, se mantenía una tranquila conversación con él en un callejón desierto.

– Me refiero a sus trucos de magia -explicó Brock, percibiendo él mismo la estupidez de esas palabras-. Su permanente perplejidad, su incapacidad de llegar a una conclusión, o en caso de llegar, su tendencia a callársela. Está siempre barajando sus cartas. Haciendo malabarismos. Modelando sus condenados globos. Ya antes no confiaba en él, pero ahora además no lo conozco. -Sus quejas fueron no obstante más lejos-. ¿Por qué no me pregunta ya por Massingham? -Burlándose de sus propias invenciones, recitó-: «¿Limando asperezas? ¿Vagando por el mundo? ¿Tranquilizando a los clientes?» ¿Cómo va a dejarse engañar por semejante cuento un hombre de la inteligencia de Oliver?

Ni siquiera entonces consiguió Brock desentrañar el núcleo de su inquietud. Oliver estaba experimentando algún cambio radical, deseaba decir; mostraba de pronto un aplomo que antes no poseía. Brock lo había percibido después de ver juntos la cinta de vídeo. Esperaba que Oliver se revolcase por el suelo, amenazando con recluirse en un monasterio o alguna otra tontería por el estilo, y sin embargo, cuando se encendieron las luces, siguió sentado en el sofá tan tranquilo como si acabasen de ver un episodio de la serie
Vecinos.

– Yevgueni no lo mató. Fue Hoban, actuando por su cuenta -declaró con una especie de apasionado engreimiento.

Y tan profunda era la convicción de Oliver, tan fortalecedora, por así decirlo, que cuando Brock propuso pasar la cinta una segunda vez para los demás miembros del equipo -que después la contemplaron en tenso silencio y se marcharon con aspecto pálido y resuelto-, Oliver manifestó cierto interés en verla de nuevo con ellos para confirmar su hipótesis hasta que, advirtiendo la mirada admonitoria de Brock, se desperezó como de costumbre y se fue parsimoniosamente a la cocina, donde se preparó una taza de chocolate para llevársela a su habitación.

Para celebrar la ceremonia, Brock eligió el invernadero, y no por casualidad sino pensando en las flores.

– Viajaréis como marido y mujer -dijo a la pareja-. Y eso significa que compartiréis el cepillo de dientes, la habitación y el apellido. Eso y sólo eso. Oliver. Queda claro, ¿no? Porque no me gustaría que volvieses a casa con los brazos rotos. ¿Me oyes?

Oliver quizá lo oía o quizá no. Primero frunció el entrecejo. Luego adoptó una actitud mojigata y pareció reflexionar sobre la compatibilidad entre el plan y sus elevados principios morales. Finalmente forzó una tonta sonrisa que Brock interpretó como vergüenza y masculló:

– Como tú mandes, jefe.

Y Aggie se ruborizó, ante lo cual Brock se estremeció de la cabeza a los pies. Los matrimonios platónicos eran una tapadera habitual para los agentes destinados a misiones en el extranjero. Dos personas del mismo sexo llamaban demasiado la atención. ¿A qué venía, pues, aquel desconcierto virginal? Brock decidió que se debía al hecho de que Oliver no era en rigor miembro del equipo y descartó la idea de reunirse con Aggie en privado para darle un sermón prematrimonial. El amor y sus variaciones no le pasaron siquiera por la mente. Quizá fue víctima de la convicción, compartida por Oliver, de que cualquier mujer que se enamorase de él debía de ser un caso clínico por definición. Y Aggie -si bien Brock nunca se lo habría dicho-, lejos de ser un caso clínico, era la muchacha mejor y más cuerda que había conocido en sus treinta años de servicio.

Una hora más tarde, cuando Brock acompañó a un par de maduras analistas de Hidra a la habitación de Oliver para ofrecerle unos sabios consejos de despedida, no lo encontró preparando el equipaje sino descamisado y haciendo malabarismos con sus pesos, unas bolsas de piel cosidas y llenas de arena o algo parecido. Mantenía tres en danza, y cuando las dos mujeres lo animaron a seguir con gritos de entusiasmo, Oliver añadió una cuarta bolsa. Después, durante unos gloriosos instantes, se las arregló para mantener cinco en movimiento.

– Señoras, acaban de presenciar una de mis mejores actuaciones -anunció con su voz de pregonero-. Nathaniel Brock, señor, si consigue usted mantener cinco en danza durante diez series completas de lanzamientos, será un hombre, hijo mío.

Oyéndolo, Brock se preguntó una vez más: ¿Qué le pasa a este muchacho? Se lo ve
casi feliz.

– Quiero telefonear a Elsie Watmore -dijo Oliver a Brock en cuanto se marcharon las dos mujeres, porque Brock había prohibido las llamadas desde Suiza. Así que Brock lo guió hasta el teléfono y se quedó con él mientras hablaba.

Tomada la decisión sobre el matrimonio, Brock meditó profundamente sobre los nombres de la pareja. La solución obvia era llamar Heather a Aggie y mantener el Hawthorne para Oliver. De ese modo las tarjetas de crédito, los permisos de conducir y los registros públicos serían un problema menos, con la ventaja añadida de que Oliver contaría ya con su imaginario pasado en Australia. Cualquiera que intentase verificar sus identidades encontraría abundantes datos con que corroborarlas, y aparte de eso un muro de ladrillo. Si descubrían el divorcio, no importaba: Oliver y Heather se habían reconciliado. En contra de esta opción debía contemplarse el incuestionable hecho operacional de que el apellido Hawthorne había quedado ya al descubierto, no sólo para Tiger sino también para otras personas desconocidas. Aunque no lo tenía por costumbre, Brock se decidió por el término medio. Oliver y Aggie dispondrían no de uno sino de dos pasaportes operacionales por cabeza. En el primer par serían Oliver y Heather Single, animador infantil y ama de casa, ingleses, casados. En el segundo juego de pasaportes serían Mark y Charmian West, dibujante publicitario y ama de casa, norteamericanos residentes en el Reino Unido, identidades ya previamente autorizadas para uso operacional fuera del territorio estadounidense. Se disponía asimismo para uso restringido de las tarjetas de crédito, permisos de conducir y datos de los domicilios particulares de los West. La decisión de qué pasaportes emplear dependería de las circunstancias específicas de cada situación. Aggie recibiría cheques de viaje a nombre de cada una de sus dos identidades -Heather y Charmian- y sería responsable de guardar en lugar seguro los pasaportes no utilizados. Administraría también todo el dinero en metálico y se encargaría de los pagos.

– O sea, que no me confías siquiera la economía doméstica -gimoteó Oliver en fingida protesta-. Entonces no me caso con ella. Devuelve los regalos de boda.

La broma, advirtió Brock, no hizo la menor gracia a Aggie, que apretó los labios y arrugó la nariz como si la situación escapase a su control. Tanby los llevó al aeropuerto. Los demás miembros del equipo salieron a la puerta a despedirlos, todos menos Brock, que observaba desde una ventana del piso superior.

El castillo se alzaba en lo alto de un montículo de la arbolada zona residencial de Dolder, donde llevaba construido cien años o más, una medieval torre del homenaje con pináculos revestidos de azulejos verdes, postigos listados, parteluces en las ventanas y dos garajes, y un feroz perro rojo, cómicamente demacrado, enseñando los dientes, y una placa de latón en el poste de granito de la verja donde se leía: lothar, storm amp; conrad, Anwälte. Y debajo: «Abogados, asesoría jurídica y financiera.» Oliver se acercó a la verja de hierro y tocó el timbre. Echando una ojeada ladera abajo a través de los árboles, vio fragmentos del lago de Zúrich y de un hospital infantil con familias felices pintadas en las paredes y un helicóptero en el tejado. Al otro lado de la calle, sentado en un banco con informal indumentaria de estudiante, se hallaba Derek, tomando el sol y escuchando un walkman adaptado. Pendiente arriba, en el interior de un Audi amarillo aparcado, con un fiero diablo suspendido de la luna trasera, había dos muchachas de largas melenas, ninguna de ellas Aggie. «Tú eres su esposa y harás lo que hacen las esposas cuando sus maridos se ocupan de sus negocios -le había ordenado Brock en presencia de Oliver cuando ella insistió en ser incluida en el equipo de vigilancia-. Pasea, lee, visita galerías de arte, ve a las tiendas, al cine, a la peluquería. ¿Y

de qué te ríes?» De nada, había respondido Oliver. El cerrojo de la verja se descorrió con un zumbido. Oliver acarreaba un maletín negro que contenía carpetas vacías, una agenda electrónica, un teléfono móvil y otros juguetes de adultos. Uno de ellos -no sabía bien cuál- desempeñaba la doble función de micrófono.

– Señor Single… Pero
¡Oliver!
Cinco años. ¡Dios mío! -saludó el orondo doctor Conrad con el entusiasmo contenido de un compañero de velatorio, apresurándose a salir de su despacho con el mentón en alto y los rollizos brazos abiertos, gesto que redujo luego a un apretón de condolencia, expresado mediante la colocación de su blancuzca mano izquierda sobre las dos diestras estrechadas de ambos-. Realmente horroroso… pobre Winser… una verdadera tragedia. Estás igual que antes, juraría. ¡Estatura no has perdido, desde luego! Ni te has engordado de tanto comer esa excelente comida china. -Dicho esto, el doctor Conrad cogió a Oliver del brazo para guiarlo, y juntos pasaron ante frau Marty, su ayudante, y ante otras ayudantes y otros despachos de otros socios y entraron en un gabinete con las paredes forradas de madera donde una exuberante cortesana, desnuda salvo por las medias negras y el marco dorado, se exhibía en primer plano sobre una chimenea gótica de piedra-. ¿Te gusta?

– Es fabulosa.

– Para algunos de mis clientes resulta un tanto atrevida, a decir verdad. Tengo una condesa que vive en el Tesino, y cuando viene, lo cambio por un Hodler. Me gustan mucho los impresionistas. Pero también me gustan las mujeres que no envejecen. -Las pequeñas confidencias para que te sientas especial, recordó Oliver. Palabrería de cirujano codicioso antes de abrirte en canal-. ¿Te has casado en estos años, Oliver?

– Sí -contestó, pensando en Aggie.

– ¿Es guapa?

– A mí me lo parece.

– ¿Y joven?

– Veinticinco.

– ¿Pelo oscuro?

– Rubio tirando a castaño -respondió Oliver con misteriosa parquedad. En su mente, oía entretanto a Tiger elogiar encarecidamente a nuestro cortés doctor: «Nuestro genio en
offshore,
Oliver, uno de los principales nombres en lo que se refiere a compañías sin nombre, el único hombre en Suiza capaz de guiarte con los ojos cerrados por la legislación fiscal de veinte países distintos.»

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