– ¿Por qué el señor Massingham acudió a mí? ¿Quién lo envió? ¿Quién es el titiritero que mueve sus hilos? Y entonces un pajarito se inclina en su rama y me susurra: es Tiger. Tiger quiere saber que sé y cómo lo he averiguado. Y por mediación de quién. De manera que me envía a su imponente jefe de personal en el papel de súbdito británico asustado mientras él toma el sol en algún agradable paraíso fiscal sin convenios de extradición. Usted es el chivo expiatorio, señor Massingham. Porque si no consigo atrapar a Tiger, tendré que conformarme con usted -advirtió Brock. Sin embargo Massingham había recobrado la calma. Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en sus labios tensos-. Y si no es Tiger Single quien lo envía, son los hermanos Orlov. Esos arrieros seudogeorgianos siempre se sacan algo de la manga, de eso no cabe duda -prosiguió Brock, tratando de adoptar un tono triunfal, pero la sonrisa de Massingham se tornó aún más amplia-. ¿Por qué se trasladó Mirsky a Estambul? -preguntó Brock, empujando el documento rojo hacia el otro lado de la caja de embalaje con un ademán colérico.
– Por razones de salud, querido -respondió Massingham-. El muro de Berlín se venía abajo. Temía que pudiese caerle encima algún ladrillo.
– Oí rumores de un posible proceso contra él.
– Dejémoslo en que el clima turco le sentaba bien.
– ¿Posee usted acciones de Trans-Finanz Estambul, por casualidad? -inquirió Brock-. ¿Usted o cualquier compañía nacional u
offshore
en la que tenga participación?
– Me acojo a la Quinta Enmienda -dijo Massingham.
– Aquí no tenemos -contestó Brock, y con este último intercambio de palabras se produjo entre interrogador e interrogado una de esas misteriosas treguas que preceden siempre a un renovado y más encarnizado combate-. Mire, Randy, no me cuesta entender que haya engañado a Tiger. Si yo trabajase para Tiger, lo engañaría a placer. Puedo entender asimismo su conciliábulo con un par de maleantes salidos de los antiguos servicios de inteligencia del Este. Nada de eso me molesta. Puedo entender que Hoban y Mirsky indujesen a Yevgueni a excluir del negocio a Tiger y que usted les echase una mano, por no decir algo peor. Pero cuando eso falló, y después de todo no vino Papá Noel, ¿qué demonios ocurrió? -Estaba tan cerca. Brock lo presentía. Estaba allí, en aquella habitación. Estaba frente a él, al otro lado de la caja de embalaje. Estaba dentro del cráneo de Massingham, deseando salir… hasta que en el último instante se dio media vuelta y huyó en busca de refugio-. Sí, muy bien, el
Free Tallinn
fue descubierto -concedió Brock, ahondando en su perplejidad-. Mala suerte. Los Orlov perdieron unas cuantas toneladas de droga, y también unos cuantos hombres. Esas cosas pasan. E implicaba un desprestigio. Ya había demasiados
Free Tallinns.
Alguien debía recibir su castigo. Tenía que exigirse una compensación. Pero ¿qué papel juega usted en todo eso, señor Massingham? ¿De qué lado está, aparte del suyo propio? ¿Y qué demonios lo retiene ahí sentado, soportando mi sarta de insultos?
Pero a pesar de que Brock insistió una y otra vez, planteó la pregunta de diez maneras distintas, obligó a leer a Massingham las sesenta y ocho páginas del documento con pruebas patentes de su infamia, y a pesar de que Massingham, unas veces con grosería y otras con descaro, contestó a una serie de preguntas menos agobiantes inspiradas en las visitas de Oliver al doctor Conrad y al banco, Brock regresó a su despacho del Strand con mayor sensación de frustración y fracaso que antes. «La tierra prometida sigue ahí y está aún por conquistar», dijo a Tanby con amargura, y Tanby le aconsejó que durmiese un rato. Pero Brock desoyó el consejo. Telefoneó a Bell y sostuvo con él la conversación de siempre. Telefoneó a un par de informadores de lugares lejanos. Telefoneó a su esposa y escuchó complacido sus disparatadas opiniones sobre cómo debía actuarse con los irlandeses del Norte. Ninguno de estos diálogos lo acercó a la clave para descifrar el código.
– No me extrañaría que los rusos apareciesen con un obús -pronosticó lúgubremente.
Iban sentados en dos filas de a tres y cuatro en el fuselaje, vestidos con uniforme ligero de combate, zapatillas negras y pasamontañas negros, y llevaban el rostro embadurnado de pintura de guerra.
– Recogeremos al último hombre cuando cambiemos de transporte en Tiflis -había anunciado Bell, omitiendo que el último hombre era una mujer.
Brock y Bell se sentaron aparte, un alto mando formado por dos jefes. Brock vestía unos vaqueros negros y una chaqueta a prueba de bala con el emblema de aduanas sobre el corazón como una medalla. Se había negado a llevar arma. Mejor muerto que sometido a una investigación interna para esclarecer por qué había disparado contra uno de sus propios hombres. Unas marcas fosforescentes en la guerrera distinguían a Bell como comandante del grupo, pero sólo era posible verlas con las adecuadas gafas de visión nocturna. El avión se sacudió y gruñó, pero pareció no avanzar hasta que se hallaron sobre las nubes en tierra de nadie.
– Nosotros nos ocuparemos del trabajo sucio -dijo Bell a Brock-. Tú encárgate de las relaciones públicas.
La cima del monte era un mar mágico suspendido sobre el
smog.
Las cúpulas de las mezquitas flotaban en él como tortugas al sol. Los minaretes se alzaban como los blancos fijos del campo de tiro de Swindon. Aggie apagó el motor del Ford de alquiler y escuchó el zumbido decreciente del aire acondicionado. Abajo, en algún lugar, se extendía el Bósforo, oculto por el
smog.
Bajó la ventanilla para dejar entrar el aire. Del asfalto ascendió una bocanada de calor, pese a que ya atardecía. El hedor del
smog
se mezclaba con el aroma de la hierba mojada. Subió la ventanilla y continuó en estado de alerta. Unos cúmulos grises se congregaron resueltamente en el cielo. Empezó a llover. Aggie encendió el motor y puso en marcha el limpiaparabrisas. Dejó de llover; los cúmulos adquirieron una tonalidad rosada, y los pinos de alrededor se ennegrecieron hasta que las pinas parecieron gruesas moscas atrapadas en la tracería del follaje. Volvió a bajar la ventanilla y esta vez penetró en el coche la fragancia de los limeros y el jazmín. Oía el chirrido de las cigarras y los eructos de una rana o un sapo. Sobre un cable, vio unos cuervos de pecho gris en posición de firmes. Una explosión celeste la hizo saltar del asiento. Una ráfaga de chispas pasó sobre ella y se alejó valle abajo antes de que advirtiese que eran fuegos artificiales lanzados desde una casa cercana. Las chispas se desvanecieron y aumentó la oscuridad.
Vestía unos vaqueros y una cazadora de cuero, la misma ropa con la que había emprendido la fuga. No iba armada porque no había establecido contacto con la familia de Brock. Ningún paquete envuelto en papel de regalo le había llegado al hotel; ningún voluminoso sobre le había sido entregado por debajo de la reja de la sección de visados con un adusto «Firme aquí, señora West». Excepto Oliver, nadie en el mundo conocía su paradero, y la quietud que reinaba en lo alto de aquel monte era como el letargo en que había entrado su vida. Estaba desarmada, enamorada y en peligro, y mantenía la vista fija en una solitaria verja de hierro turca engastada en un muro a prueba de bomba a unos cien metros pendiente abajo. Detrás del muro se veía el tejado plano de la moderna fortaleza de ladrillo del doctor Mirsky, que para el ojo avezado de Aggie era sólo la casa de otro abogado sin escrúpulos, con buganvillas, sistema de alarma con focos de detección, fuentes, cámaras de seguridad, perros alsacianos, estatuas, y dos hombres fornidos en el patio que vestían pantalón negro, camisa blanca y chaleco negro y no hacían nada en particular. Y en algún lugar dentro de esa fortaleza se hallaba su amante.
Habían llegado allí tras una infructuosa visita al bufete del doctor Mirsky en el centro de la ciudad. «El doctor Mirsky no se encuentra hoy aquí -les había informado una atractiva recepcionista sentada tras una mesa de color malva-. Si son tan amables, dejen su nombre y vuelvan mañana.» No dejaron ningún nombre, pero una vez en la calle Oliver se revolvió los bolsillos hasta dar con un papel donde tenía anotada la dirección particular de Mirsky, extraída del documento que había robado en el despacho del doctor Conrad. Pararon a un venerable caballero que los tomó por alemanes y, señalando a lo lejos con el dedo, indicó a voz en grito:
«Dahin, dahin.»
En la ladera del monte siguieron las instrucciones de otros venerables caballeros hasta que milagrosamente se hallaron en el camino particular correspondiente, pasaron frente a la fortaleza correspondiente y llamaron la atención de los perros, cámaras y guardaespaldas correspondientes.
Aggie habría dado cualquier cosa por entrar en la casa con Oliver, pero él se había negado. Prefería un mano a mano entre abogados, adujo. Quería que aparcase a cien metros de la entrada y esperase. Le recordó que era el padre de él a quien buscaban, no el de ella. «Y en todo caso, ¿de qué vas a servirme, con o sin pistola, sentada allí como un florero? Es mucho mejor que esperes a ver si salgo, y si no salgo, gritas.» Se hace responsable de su propia vida, pensó Aggie. Y también de la mía. No sabía si sentirse alarmada u orgullosa, o lo uno y lo otro a la vez.
Estaba en un solar abandonado donde había aparcados también un camión rosa con una botella de limonada pintada en el flanco y seis Volkswagen escarabajo, todos vacíos. Se requeriría una cámara de vigilancia muy potente, pensó Aggie, o un guardaespaldas muy sagaz, para advertir mi presencia a esta distancia. Además, ¿quién iba a fijarse en una mujer dentro de un utilitario marrón sin antenas, hablando por un teléfono móvil al anochecer? En realidad, no hablaba. Escuchaba uno por uno los mensajes de Brock. Nat, sereno como un buen capitán de barco en plena tempestad, sin reproches, sin alboroto: «Charmian, soy yo otra vez, tu padre; desearíamos que nos telefoneases en cuanto recibas este mensaje, por favor… Charmian, necesitamos tener noticias tuyas, por favor… Charmian, si no puedes comunicarte con nosotros por alguna razón, ponte en contacto con tu tío, por favor… Charmian, os queremos aquí de regreso lo antes posible, por favor.» Donde dice «tío» léase el «representante británico más cercano».
Mientras escuchaba, recorrió con la mirada la verja de hierro, los árboles y setos de los jardines circundantes, y las luces que traspasaban el
smog
gris azulado. Y cuando acabó de escuchar a Brock, escuchó las voces contradictorias de su compleja naturaleza, intentando comprender qué le debía a Brock, qué a Oliver y qué a sí misma, si bien estas dos últimas deudas se reducían a una sola, porque cada vez que pensaba en Oliver, volvía a verlo entre sus brazos, riendo, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad, sudando copiosamente a causa de la exagerada calefacción del coche cama, y en apariencia tan despreocupado y entusiasta que Aggie tenía la sensación de que había dedicado la vida entera a intentar sacarlo de la cárcel, y de que si lo abandonaba, volvería a encerrarlo en ella sin remisión. El Servicio contaba con un centro de recepción de mensajes, y Aggie sabía el número de memoria. Movida por su natural tendencia a contemporizar, se planteó telefonear para decir que Oliver y Aggie estaban sanos y salvos y que no se preocupasen. Sin embargo una parte más fuerte de ella sabía que incluso el menor mensaje era una traición.
Casi era noche cerrada; el
smog
empezaba a disiparse; los focos de detección proyectaban un cono blanco sobre la fortaleza, y los faros de los coches que cruzaban los puentes del Bósforo parecían collares móviles contra la negrura del agua. Aggie descubrió que estaba rezando, y que la oración no disminuía su capacidad de observación. Todo su cuerpo se tensó de pronto. Las dos hojas de la verja se separaban, un chaleco negro junto a cada una. Los haces de luz de unos faros ascendían hacia ella por la pendiente. Vio cambiar las luces largas por las cortas y oyó a lo lejos un sonoro claxon. El coche dobló ante la casa y cruzó la verja abierta. Antes de que la verja se cerrase, Aggie identificó un Mercedes plateado, con chófer. Un hombre corpulento viajaba en el asiento trasero, pero a aquella distancia; con tan fugaz visión y sin más referencia que las fotografías de Mirsky que le habían mostrado en Londres, a un millón de kilómetros de allí, le fue imposible reconocerlo.
Oliver llamó al timbre y, para su desconcierto, oyó una voz de mujer, lo cual le recordó que cuando se está obsesionado con una mujer, todas las demás conducen a ella. La mujer contestó primero en turco, pero en cuanto Oliver se dirigió a ella en inglés, cambió a un euro-norteamericano para informarle de que su marido no estaba en ese momento en casa y sugerirle que probase en el bufete. A lo cual Oliver respondió que ya había probado sin éxito en el bufete, que había tardado más de una hora en encontrar la casa, que era amigo del doctor Conrad, que tenía mensajes confidenciales para el doctor Mirsky, que su chófer se había quedado sin gasolina, y que quizá la señora Mirsky podía decirle cuándo regresaría aproximadamente su marido. Y dedujo que, mientras hablaba, su voz debía de haberle transmitido algo especial a aquella mujer, quizá una mezcla de autoridad y residual galanteo dejado por su reciente contacto amoroso con Aggie, porque a continuación ella, con un ronroneo relajado, casi poscoital, preguntó:
– ¿Es usted inglés o norteamericano?
– Inglés hasta la médula. ¿Representa eso algún inconveniente?
– ¿Y es cliente de mi marido?
– Todavía no, pero me propongo serlo, tan pronto como me reciba -contestó Oliver efusivamente.
La mujer permaneció unos segundos en silencio y finalmente sugirió:
– Siendo así, ¿por qué no entra y toma una limonada mientras espera a Adam?
Y enseguida un hombre de chaleco negro abrió la verja lo suficiente para dar paso a un peatón, mientras otro hombre, hablando en turco, mandaba callar a los dos perros alsacianos. Y a juzgar por las expresiones de ambos vigilantes, habría podido pensarse que Oliver acababa de aterrizar procedente del espacio exterior, ya que primero miraron con perplejidad a uno y otro lado de la carretera y luego observaron los zapatos de Oliver, sin una mota de polvo. Oliver señaló pendiente abajo con el pulgar y soltó una carcajada.
– El chófer ha ido por gasolina -dijo con la esperanza de que si no lo entendían, lo interpretasen al menos como explicación.
La puerta de entrada estaba ya abierta cuando Oliver llegó. La custodiaba un boxeador profesional vestido con traje negro. Era fachendoso, poco amigable y de la estatura de Oliver, y mantuvo las manos parcialmente cerradas a los costados mientras registraba a Oliver con la mirada.