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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (18 page)

– Por ejemplo, cuando el Ejército Rojo combate en un determinado frente, se solicitan donantes por la radio. Por ejemplo, en caso de una catástrofe natural, todos los vecinos de una aldea se ponen en fila para someterse a ese sacrificio. Si la crisis es de gran magnitud, el pueblo ruso suministrará mucha sangre. En la nueva Rusia se producirán numerosas crisis, y además las crisis pueden provocarse. Es axiomático.

¿Adónde quiere ir a parar con esta sarta de disparates?, piensa Oliver, pero le basta con echar un vistazo alrededor para darse cuenta de que nadie comparte su escepticismo. Tiger exhibe una amenazadora sonrisa como diciendo: Atrévete a hacerme una sola pregunta. Yevgueni y Mijaíl están unidos en la oración, las manos cruzadas sobre el regazo, la cabeza gacha. Shalva escucha con un soñador aire de evocación, y Massingham con los ojos casi cerrados y las piernas extendidas hacia el fuego apagado.

– Por lo tanto, en las altas esferas se ha tomado la decisión política de crear bancos de sangre en las principales ciudades de la Unión Soviética -informa Hoban, que ya no habla como un pastor evangelista sino como un locutor gangoso de Radio Moscú dando las noticias una fría mañana.

Y Oliver sigue sin entender nada, pese a que alrededor suyo todos parecen saber exactamente adonde lleva aquello.

– Estupendo -musita a la defensiva, consciente de que es el blanco de la atención colectiva. Pero al cabo de unos segundos se sorprende cruzando de nuevo una mirada con Yevgueni, que ha ladeado y echado atrás la cabeza y, con el pétreo mentón en alto, lo escruta desde entre los flecos de sus largas pestañas.

– De acuerdo con este objetivo nacional, se recomendará a todas las repúblicas de la Unión Soviética que creen una unidad de almacenamiento de sangre en cada una de las ciudades designadas. Dicha unidad contendrá como mínimo… -el estado de confusión de Oliver respecto al proyecto le impide escuchar la cifra exacta-… litros de sangre de cada categoría. El Estado prevé ayudas para la financiación de este proyecto, sujetas a ciertos requisitos. El Estado también declarará la situación de crisis. En este mismo espíritu de reciprocidad -levanta un dedo blanco, reclamando atención-, cada república se verá obligada a enviar una cantidad estipulada de sangre para la reserva central de Moscú. Esto es axiomático. Las repúblicas que no aporten la cantidad estipulada de sangre a la reserva central no recibirán financiación. -Hoban adopta un tono trascendente, tan trascendente al menos como le permite su desafortunada voz-. Dicha reserva central se conocerá como Reserva de Sangre para Situaciones de Crisis. Será un banco de sangre modélico. En un edificio imponente. Nosotros elegiremos el edificio. Quizá con el tejado plano para permitir el aterrizaje de helicópteros. En este edificio habrá personal de guardia a todas horas para satisfacer cualquier demanda repentina que exceda los recursos de los servicios regionales, en cualquier lugar de la Unión Soviética. Por ejemplo, en caso de terremoto. Por ejemplo, en caso de un accidente industrial grave. Por ejemplo, en caso de un choque de trenes o una guerra menor. Por ejemplo, en caso de un atentado terrorista en Chechenia. La televisión emitirá un programa sobre este edificio. Aparecerán artículos en los periódicos. Este edificio será el orgullo de toda la Unión Soviética. Nadie se negará a donar sangre para este edificio, ni siquiera cuando se trate de pequeñas crisis, siempre que la crisis sea declarada por las altas esferas. ¿Me sigues, Oliver?

– Claro que te sigo. Hasta un niño lo entendería -prorrumpe Oliver. Pero, salvo él mismo, nadie ha notado su confusión. Ni tan sólo el viejo Yevgueni, la granítica cabeza apoyada en el granítico puño, ha oído su grito.

– Ahora bien -dice Hoban, salvo que, bajando por un instante la guardia lingüística, pronuncia la H como G, desliz que en cualquier otro momento hubiese arrancado a Oliver una discreta sonrisa-. Agora bien. Es ya obvio que los costes de explotación de la Reserva de Sangre para Situaciones de Crisis son prohibitivos para el Estado. El Estado soviético no tiene dinero. El Estado soviético debe aceptar los principios de la economía de mercado. Tengo, pues, una pregunta para ti, Oliver. ¿Cómo puede autofinanciarse la Reserva de Sangre para Situaciones de Crisis? ¿Cómo se conseguiría? ¿Cuál es tu particular propuesta específica a las altas esferas del país, por favor?

Las feroces miradas de los presentes se dirigen a él, la de Tiger la más feroz de todas. Exigiendo su aprobación, su beneplácito, su complicidad. Queriéndolo a bordo con su ética y sus ideales incluidos. Bajo esa presión colectiva, el rostro de Oliver se ensombrece. Se encoge de hombros, frunce el entrecejo en un gesto de obstinación, pero de nada le sirve.

– Vendiendo el excedente de sangre a los países occidentales, supongo.

– ¡Sube un poco más el volumen, Oliver! -ordena Tiger.

– Digo que vendiendo la sangre sobrante a los países occidentales -repite, molesto-. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, es una mercancía como cualquier otra. Sangre, petróleo, hierro viejo. ¿Qué diferencia hay?

Oliver se escucha y tiene la impresión de oír a alguien liberándose de sus cadenas. Sin embargo Hoban asiente ya con la cabeza, Massingham sonríe como un idiota, y Tiger luce su sonrisa más amplia y paternal del día.

– Una
perspicaz
sugerencia -declara Hoban, satisfecho de su elección de adjetivo-. Venderemos esa sangre. Oficialmente pero también en secreto. La venta será un secreto de Estado, autorizada por escrito en las más altas esferas de Moscú. El excedente de sangre será transportado a diario en un Boeing 747 con cámara frigorífica desde el aeropuerto de Sheremetyevo, en Moscú, hasta la costa Este de Estados Unidos. Los portes serán por cuenta de la compañía contratante. -Lleva anotadas las condiciones y las consulta a la vez que habla-. El transporte se llevará a cabo con la máxima reserva, eliminando cualquier publicidad negativa. En Rusia no debe oírse: «Vendemos nuestra sangre rusa a los vencedores imperialistas.» En Estados Unidos no es conveniente que se diga que los capitalistas norteamericanos están desangrando literalmente a las naciones pobres. Sería contraproducente. -Se humedece la yema blanca de un dedo con la lengua y pasa la hoja-. Suponiendo que sea posible mantener la mutua confidencialidad, este contrato será también suscrito por las altas esferas del país. Las condiciones serán las siguientes. Primera condición: el señor Yevgueni será representado por una persona nombrada por él mismo; ésa será su prerrogativa. La persona nombrada puede ser extranjera, puede ser occidental, puede ser norteamericana, eso a nadie le importa un carajo. La compañía de la persona nombrada no tendrá su sede en Moscú. Será una compañía
extranjera.
A ser posible, suiza. Inmediatamente después de la firma del contrato, se depositarán treinta millones de dólares en títulos al portador en un banco extranjero; los detalles serán acordados. ¿Quizá podáis sugerirnos un banco?

– Sin duda -susurra Tiger.

– Estos treinta millones de dólares se considerarán un anticipo sobre los beneficios futuros calculado al quince por ciento del beneficio bruto acumulado en favor de las personas nombradas por el señor Yevgueni Orlov. ¿Te gusta, Oliver? Te parece buen negocio, imagino.

A Oliver le gusta, lo detesta, le parece buen negocio, un negocio asqueroso, no un negocio sino un robo. Pero no tiene tiempo de expresar en palabras su repugnancia. Le falta edad, aplomo, rango, espacio.

– Como bien has dicho, Oliver, es una mercancía como otra cualquiera -afirma Tiger.

– Supongo.

– Te noto preocupado. No hay razón para ello. Aquí estás entre amigos. Formas parte del equipo. Manifiesta tus dudas.

– Pensaba en el análisis de la sangre y esas cosas -masculla Oliver.

– Buena observación. Bien está que lo tengas en cuenta. No nos interesa en absoluto que unos cuantos santurrones de la prensa nos acusen de traficar con sangre contaminada. De modo que me complace aclararte que las pruebas, la clasificación, la selección…, todos esos problemas, no representan un obstáculo en estos tiempos. A lo sumo atrasan unas horas el envío. Aumentan los gastos generales, pero lógicamente el coste está incluido en el cálculo del precio final. Probablemente la mejor solución sería realizar esas pruebas durante el vuelo. Se ahorraría tiempo y se evitarían más manipulaciones de las necesarias. Lo estamos estudiando. ¿Te preocupa algún otro detalle?

– Bueno, está el… en fin…, la visión más amplia, supongo.

– ¿De qué?

– Bueno…, ya sabes…, como ha dicho Alix, la venta de sangre rusa a los países ricos de Occidente, los capitalistas viviendo de la sangre de los campesinos.

– Una vez más debo darte la razón, y en efecto tomaremos todas las precauciones. La parte buena es que Yevgueni y sus amigos están tan resueltos como nosotros a mantener la operación en secreto. La parte mala es que tarde o temprano todo se sabe. Adopta una actitud positiva, ésa es la clave. Contraataca. Ten preparadas las respuestas y exponías de manera convincente. -Extiende el brazo como un predicador callejero y añade un temblor a la voz-. «¡Vale más comerciar con la sangre que derramarla! ¿Qué mejor símbolo podría haber de reconciliación y coexistencia que una nación donando sangre a su antiguo enemigo?» ¿Qué tal suena?

– Pero no la
donan,
¿no? Bueno, los donantes sí, pero eso es distinto.

– ¿Preferirías, pues, que nos llevásemos su sangre de balde?

– No, claro que no.

– ¿Preferirías que la Unión Soviética no dispusiese de un servicio nacional de transfusiones?

– No.

– No sabemos qué hacen los amigos de Yevgueni con su comisión… ni nos interesa. Podrían dedicarla a construir hospitales, a mejorar los servicios sanitarios para los enfermos. ¿Qué podría ser más ético que eso?

Massingham plantea lo que él llama el quid.

– Haz la suma, Ollie, muchacho. Estamos hablando de una propina inicial de ochenta millones por las tres propuestas específicas -calcula con elegante despreocupación-. Supongo… son puras cabalas, no estoy seguro… que alguien que pide ochenta millones estará dispuesto a redondearlos en setenta y cinco. Aun tratándose de las altas esferas del país, setenta y cinco millones es una suma considerable. Otra cuestión es a quién invitaremos a sentarse a la mesa. Visto desde este lado, será como repartir lingotes de oro.

Almuerzo en el Kat’s Cradle de South Audley Street, presentado en las crónicas de sociedad como el club privado que ni siquiera tú te puedes permitir. Pero Tiger sí puede permitírselo. Tiger es el dueño, y es dueño también de Kat, la gerente, y es dueño de ella desde hace más tiempo del que se permite creer a Oliver. Luce el sol, y el paseo hasta la esquina se prolonga tres minutos completos, con Tiger y Yevgueni a la cabeza, Oliver y Mijaíl en segunda posición, el resto detrás y Alix Hoban cerrando la marcha, hablando quedamente en ruso por un teléfono móvil, cosa que, como Oliver empieza a observar, complace mucho a Hoban. Doblan la esquina. Rolls-Royces con sus respectivos chóferes aguardan como un cortejo de la mafia junto a la acera. Una puerta pintada de negro, cerrada, sin rótulo alguno, se abre cuando Tiger hace ademán de llamar al timbre. La famosa mesa redonda situada en el saliente del balcón acristalado está ya preparada para ellos; los camareros, con chaquetas de color cereza pálido, empujan carritos de plata; halagos y susurros; unas cuantas parejas, hombres con sus queridas, observan desde la seguridad de sus rincones. Katrina, cuyo nombre lleva el establecimiento, es picara, elegante y eternamente joven, como corresponde a una buena querida. Se coloca junto a Tiger, rozándole el hombro con la cadera.

– No, Yevgueni, hoy no tomarás vodka -dice Tiger hacia la mesa-; tomará un Château Yquem con el foie-gras, Kat, y un Château Palmer con el cordero, y una copa de Armagnac de hace mil años acompañando el café, y ni una gota de vodka. Amaestraré al Oso aunque sea lo último que haga. Y unos cócteles de champán mientras esperamos.

– ¿Y qué para el pobre Mijaíl? -protesta Katrina, quien, con ayuda de Massingham, se ha aprendido de memoria los nombres de todos ellos antes de su llegada-. Parece que lleva años sin probar una comida como Dios manda, ¿verdad, cariño?

– A Mijaíl le gusta la carne de vaca, me juego algo -insiste Tiger mientras Massingham traduce todo aquello que considera oportuno-. Pregúntale si quiere ternera, Randy, y dile que no se crea una sola palabra de lo que cuentan los periódicos. La carne de las vacas inglesas sigue siendo la mejor del mundo. Lo mismo para Shalva, ya es hora de que disfrute un poco de la vida. Y Alix, por favor, guarda ya ese teléfono; es norma de la casa. A él sírvele una langosta. ¿Te gusta la langosta, Alix? ¿Qué tal está hoy la langosta, Kat?

– ¿Y qué comerá
Oliver
? -pregunta Kat, volviendo hacia él su mirada alegre y eternamente joven y dejándola ahí como un regalo para que Oliver juegue con ella a su antojo-. Sea lo que sea, no habrá suficiente -contesta por él para hacerle subir los colores.

Kat nunca ha escondido el placer que le causa la presencia del joven y viril hijo de Tiger. Cada vez que Oliver entra en el Cradle, lo contempla como a un cuadro de valor incalculable que desease poseer.

Cuando Oliver se dispone a responder, se desata una repentina agitación en el restaurante. Sentándose al piano blanco, Yevgueni ha acometido un desenfrenado preludio que evoca montañas, ríos, danzas y -si Oliver no se equivoca- cargas de caballería. Al instante Mijaíl se planta en el centro de la pequeña pista de baile con la mística mirada de sus ojos hundidos fija en las puertas de la cocina. Yevgueni empieza a cantar una lamentación campesina mientras Mijaíl mueve lentamente los brazos y añade el estribillo de fondo. De manera espontánea, Kat enlaza el brazo al de Mijaíl e imita sus movimientos. Su canto galopa montaña arriba, alcanza la cima y desciende lánguidamente. Ajenos a los murmullos de estupefacción, los hermanos vuelven a sentarse a la mesa y Kat comienza -a aplaudir.

– ¿Era eso música de Georgia? -pregunta Oliver a Yevgueni tímidamente, por mediación de Massingham, cuando remiten las palmas.

Pero Yevgueni, resulta, tiene menos necesidad de intérprete de lo que aparenta.

– De Georgia no, Oliver, de Mingrelia -dice con un potente gruñido ruso que resuena en todo el comedor-. El pueblo de Mingrelia conserva la pureza. Otros pueblos georgianos han padecido tantas invasiones que no saben si sus abuelas fueron violadas por turcos, daguestaníes o persas. Los mingrelianos son un pueblo inteligente. Protegen sus valles. Encierran bajo llave a sus mujeres. Las dejan antes embarazadas. Tienen el pelo castaño, no negro.

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