– ¿Habías coincidido ya antes con mi marido, Oliver? -pregunta Zoya.
– Sí, claro, varias veces.
– Yo también -dice ella enigmáticamente.
Separados por la larga mesa, Oliver y Yevgueni brindan repetidamente. Han brindado por Tiger, han bebido por sus respectivas familias, por su salud, por su prosperidad y, pese a ser aún los tiempos del comunismo, también por los muertos que Dios ha acogido en su gloria.
– ¡Me llamarás Yevgueni, y yo te llamaré Cartero! -brama Yevgueni-. ¿Te molesta que te llame Cartero?
– ¡Llámame como quieras, Yevgueni!
– Soy tu amigo. Soy Yevgueni. ¿Sabes qué significa Yevgueni?
– No.
– Significa «noble». Quiere decir que soy una persona especial. ¿Tú también eres una persona especial?
– Me gustaría creerlo.
Otro bramido. Se traen copas de plata labrada y se llenan hasta el borde de vino casero de Belén.
– ¡Por la gente especial! ¡Por Tiger y su hijo! ¡Os queremos! ¿Vosotros también nos queréis?
– Mucho.
Oliver y los hermanos brindan por su amistad apurando las copas de un trago y volviéndolas luego boca abajo para demostrar que están vacías.
– ¡Ahora eres un verdadero mingrelio! -anuncia Yevgueni, y Oliver percibe una vez más la mirada de reproche de Zoya.
Pero en esta ocasión Hoban también la advierte, que quizá es lo que Zoya quiere, porque él suelta una ronca carcajada y le dice algo entre dientes, a lo que ella responde con una risa cáustica.
– Mi marido está muy contento de que hayas venido a Moscú para ayudarnos -explica Zoya-. Le gusta mucho la sangre. Es su
métier.
¿Decís
métier
?
–
Pues no.
A altas horas de la noche, partida de billar en el sótano bajo los efectos del alcohol. Mijaíl es director técnico y arbitro, el cerebro que planea las tacadas de Yevgueni. Shalva observa desde un rincón; desde otro, Hoban, con altiva mirada, sigue el juego sin perderse detalle mientras parlotea por el teléfono móvil. ¿Con quién habla en tono tan almibarado? ¿Con su querida? ¿Su agente de bolsa? Oliver no lo cree. Se imagina a hombres ocultos en las sombras como el propio Hoban, en portales oscuros y con ropa oscura, esperando a oír la voz de su jefe. Los tacos revestidos de latón no tienen suela. Las bolas amarillentas apenas caben en las troneras demasiado sesgadas. La mesa está inclinada; el tapete muestra los rotos y bolsas de anteriores juergas, y las bandas suenan a lata cada vez que golpea una bola. Cuando un jugador acierta a meter una bola, cosa infrecuente, Mijaíl da el tanteo vociferando en georgiano y Hoban, con desdén, lo traduce al inglés. Cuando Yevgueni falla un tiro, cosa frecuente, Mijaíl profiere un inflamado juramento caucasiano contra la bola, la mesa o la banda, pero nunca contra el hermano que adora. En cambio, el desprecio de Hoban aumenta con cada nueva demostración de incompetencia por parte de su suegro: la profunda inhalación de aire como un gesto de dolor contenido, la fantasmal mueca de sorna en los finos labios que continúan hablando por el teléfono móvil. Aparece Tinatin y, con una delicadeza que conmueve a Oliver, obliga a Yevgueni a acostarse. Un chófer espera para llevar a Oliver al hotel. Shalva lo acompaña hasta el Zil. Antes de entrar, Oliver se vuelve para echar una mirada afectuosa a la casa y ve a Zoya, sin niño y sin sujetador, que lo observa desde una ventana del piso superior.
A la mañana siguiente, bajo un cielo parcialmente nublado, Yevgueni lleva a Oliver a conocer a algunos buenos georgianos. Con Mijaíl al volante, visitan un edificio gris tras otro. En el primero, los guían por un pasadizo medieval que huele a hierro viejo, ¿o es quizá sangre? En el siguiente los abraza y les ofrece café dulce una vieja reliquia de los tiempos de Bréznev, de setenta años y ojos de lagarto, que guarda su gran escritorio negro como si fuese un monumento a los caídos.
– ¿Eres el hijo de Tiger?
– Sí.
– ¿Cómo es posible que un tipo tan pequeño dé hijos tan grandes?
– Según he oído decir, tiene una receta.
Una carcajada estentórea.
– ¿Cuál es su hándicap últimamente?
– Doce, me han dicho -contesta Oliver, aunque nadie le ha dicho tal cosa.
– Hazle saber que Dato tiene el once. Se pondrá como una fiera.
– Se lo diré.
– ¡Una receta! ¡Ésa sí que es buena!
Y el sobre que nunca se menciona: el sobre azul grisáceo, grande, resistente que Yevgueni saca como por arte de magia de su maletín y desliza sobre el escritorio mientras la conversación versa acerca de asuntos más alegres. Y el untuoso vistazo de Dato al registrar el paso del sobre y negarse a la vez a admitir su existencia. ¿Qué contiene? ¿Copias del acuerdo que Yevgueni firmó ayer? Es demasiado grueso. ¿Un fajo de billetes? Es demasiado delgado. ¿Y qué es este edificio? ¿El Ministerio de la Sangre? ¿Y quién es Dato?
– Dato es de Mingrelia -declara Yevgueni con satisfacción.
En el coche, Mijaíl pasa lentamente las hojas de un cómic norteamericano pirateado. Una duda asalta la mente de Oliver y su rostro no la disimula a tiempo: ¿Sabe leer Mijaíl?
– Mijaíl es un genio -gruñe Yevgueni tal como si Oliver hubiese formulado la pregunta en voz alta.
Entran en un ático repleto de acicaladas secretarias, como las de Tiger pero de mejor ver, e hileras de ordenadores que muestran la información bursátil de todo el mundo. Los recibe un joven esbelto que se llama Iván y viste un traje italiano. Yevgueni entrega a Iván un sobre idéntico al anterior.
– ¿Y cómo va la vida en la vieja Inglaterra? -pregunta Iván en una versión apática del inglés de Oxford de los años treinta.
Una bonita muchacha coloca una bandeja con camparis en un aparador de palo de rosa que parece haber residido también en el museo de San Petersburgo en el pasado.
– Chin-chin -dice Iván.
Llegan a un hotel de estilo occidental a un paso de la Plaza Roja. Policías de paisano montan guardia ante las puertas de vaivén, fuentes rosadas adornan el vestíbulo, el ascensor está iluminado por una araña de cristal. En la segunda planta, unas crupiers con escotados vestidos los observan desde las ruletas vacías. Deteniéndose frente a una puerta marcada con el número 222, Yevgueni toca el timbre. Abre Hoban. En una sala circular llena de humo de tabaco, aguarda sentado en una butaca dorada un hombre de unos treinta años, barbudo y adusto, llamado Stepan. Ante él hay una mesita de centro dorada. Yevgueni deja el maletín sobre ella. Como siempre, Hoban observa.
– ¿Ha conseguido ya Massingham esos Jumbos de mierda? -pregunta Stepan a Oliver.
– Mis noticias al salir de Londres eran que está todo listo para empezar en cuanto concluyan aquí los preparativos -contesta Oliver con distante formalidad.
– ¿Eres hijo de un embajador inglés o qué carajo eres?
Yevgueni se dirige a Stepan en georgiano. Emplea un tono admonitorio y firme. Stepan se levanta a regañadientes y tiende la mano.
– Encantado de conocerte, Oliver. Somos hermanos de sangre, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -asiente Oliver.
Una risa estridente y siniestra que a Oliver no le gusta en absoluto resuena en sus oídos durante todo el camino de regreso a su hotel.
– La próxima vez que vengas, te llevaremos a Belén -promete Yevgueni a Oliver cuando se abrazan una vez más.
Oliver sube a su habitación para preparar las maletas. Sobre la almohada, encuentra un paquete envuelto en papel de tela marrón, junto con un sobre. Abre el sobre. La carta está escrita con el mismo esmero que si fuese una prueba de caligrafía, y Oliver tiene la sensación de que se han redactado varios borradores antes de llegar a una versión aceptable.
Oliver, tienes un corazón puro. Lamentablemente, finges todo lo que haces. Por lo tanto, no eres nada. Te quiero.
Zoya.
Abre el paquete. Contiene una caja negra lacada de las que venden en cualquier tienda de recuerdos. Dentro hay un corazón, recortado en papel de seda de color albaricoque. No está manchado de sangre.
Para ir a Belén, uno se ve obligado a abandonar su avión de British Airways en cuanto se detiene en la pista de estacionamiento del aeropuerto de Sheremetyevo, cumplimentar a toda prisa los trámites de aduana con la colaboración de otra cuadrilla de serviciales agentes de inmigración, y transbordar a un bimotor Ilyushin, con emblemas de Aeroflot pero sin pasajeros desconocidos, que aguarda impaciente para emprender el vuelo hacia Tiflis, en Georgia. A bordo se halla el clan familiar de Yevgueni, y Oliver los saluda en bloque, con abrazos a los más próximos y gestos a los más alejados, y en el caso de Zoya -que es la más alejada de todos, sentada con Paul en un rincón de la cola, mientras su marido y Shalva ocupan los asientos delanteros- con un insulso gesto de relativa familiaridad dando a entender que bueno, sí, ahora que lo piensa, cómo no, claro que la reconoce.
En Tiflis existen muchas probabilidades de llegar en medio de un violento vendaval que hace oscilar las alas y arroja contra el pasaje arenilla e inmundicias mientras corre hacia la terminal en busca de refugio. Por lo demás, se prescinde de toda formalidad, a no ser que se considere como tal la presencia de la mitad de los hombres respetables de la ciudad vestidos con sus mejores trajes y un pequeño mediador llamado Temur quien, como todos en Georgia, es primo, sobrino, o ahijado de Tinatin, o como mínimo hijo de su más íntima amiga del colegio. Café y coñac y una pirámide de comida lo esperan a uno en la sala de VIPS, brindis y más brindis antes de seguir camino. Un convoy de Zils negros, una escolta de motoristas y un camión en retaguardia con soldados de las fuerzas especiales uniformados de negro lo hacen desaparecer a uno a velocidad de vértigo, sin la protección de los cinturones de seguridad, rumbo al oeste a través de un imponente macizo montañoso, hacia la tierra prometida de Mingrelia, cuyos habitantes tienen la inteligencia de dejar embarazadas a sus mujeres antes que los invasores para poder así jactarse de poseer la sangre más pura de Georgia, un legítimo derecho que Yevgueni le recuerda alegremente mientras el Zil avanza por tortuosas carreteras esquivando perros vagabundos, ovejas, cerdos pintos con collares triangulares de madera, muías de carga, camiones en sentido contrario y enormes socavones. Todo ello con un ánimo de euforia infantil avivado por frecuentes tragos de vino y del whisky de malta libre de impuestos que ha comprado Oliver, pero también por la certidumbre de que, tras meses de estratagemas, las tres Propuestas Específicas quedarán firmadas, pagadas y servidas en cualquier momento de los próximos días. ¿Y no es éste acaso el protectorado personal de Yevgueni, el hogar de su juventud? ¿No exige cada mojón de la peligrosa carretera que las perfecciones de la región sean señaladas, compartidas y admiradas por la esposa de Yevgueni, Tinatin, y por su hermano, al volante, y en especial por el propio Oliver, el sagrado huésped para quien todo aquello es nuevo?
Detrás de ellos, en otro coche, viajan dos de las hijas de Yevgueni, y una de ellas es Zoya, que lleva a Paul sentado en el regazo, sujeto por la cintura, y sus mejillas se rozan a cada bache y cada curva. E incluso con la nuca percibe Oliver que la melancolía de Zoya es sólo por él y sabe que no debería haber venido, que debería haber dejado ese trabajo, que finge todo lo que hace y por lo tanto no es nada. Pero ni siquiera el ojo omnipresente de Zoya puede empañar el placer que le produce a Oliver la jubilosa alquimia de Yevgueni. Rusia nunca ha merecido a Georgia, insiste Yevgueni, expresándose en parte con su peculiar inglés, en parte por mediación de Hoban, que viaja encogido y malhumorado en el asiento trasero entre Oliver y Tinatin: cada vez que la Georgia cristiana ha solicitado a Rusia protección contra las hordas musulmanas, Rusia le ha arrebatado sus riquezas y la ha dejado en la miseria…
Pero esta homilía se ve interrumpida por otra cuando Yevgueni tiene que señalar unos fortines en lo alto de las montañas y la carretera a Gori, donde se hallan la maldita casucha en la que Iósif Stalin llegó al mundo y la catedral que, si damos crédito a Yevgueni, es tan antigua como el propio Cristo, donde fueron coronados los primeros reyes de Georgia. Dejan atrás un grupo de casas con celosías en los balcones colgadas precariamente al borde de un profundo precipicio, y una armazón de hierro como un campanario para indicar el lugar donde yace enterrado el hijo de una familia rica. El muchacho rico era alcohólico, cuenta Yevgueni con toda seriedad a través de Hoban, embarcándose por lo visto en una especie de fábula moral. Cuando su madre acudió a reprocharle su conducta, se voló los sesos con un revólver delante de ella, y Yevgueni se lleva los dedos a la sien para ilustrarlo. El padre, un hombre de negocios, quedó tan afligido que hizo sepultar al hijo dentro de una cuba de miel de cuatro toneladas para que el cuerpo no se descompusiese.
– ¿Miel? -repite Oliver con incredulidad.
– Para conservar los cadáveres, la miel da un muy buen resultado -responde Hoban con tono irónico-. Pregúntale a Zoya, estudió química. Si se lo pides, quizá se preste a conservar tu cadáver.
Guardan silencio hasta que la armazón de hierro se pierde de vista. Hoban hace una llamada con el teléfono portátil. Éste es distinto, observa Oliver, del que utiliza en Moscú o Londres. Va conectado mediante un cable a una caja mágica negra. Con una sola gota de sangre de una persona, descifra todos sus secretos. Pulsa tres botones y está ya susurrando. El convoy se detiene en una gasolinera solitaria para llenar depósitos. Encerrado en una jaula improvisada junto al pestilente retrete, un oso pardo examina sin especial cariño a la comitiva.
– Mijaíl Ivánovich dice que es importante saber de qué lado duerme un oso -traduce Hoban con manifiesta sorna, apartando los labios del teléfono pero sin cortar la comunicación-. Si el oso duerme del lado izquierdo, hay que comerse el lado derecho. La carne del lado izquierdo será demasiado dura para comerla. Si el oso se hace las pajas con la garra izquierda, se come la garra derecha. ¿Te apetece un poco de oso?
– No, gracias.
– Deberías haberle escrito. Se volvió loca esperando tu regreso. -Hoban reanuda la conversación telefónica. Sobre el firme de la carretera cae un sol de justicia, formando charcos de alquitrán. Las fragancias del pinar inundan el interior del coche. Pasan ante una casa enclavada entre unos castaños. La puerta está abierta-. Puerta cerrada, el marido está en casa -declama Hoban, traduciendo nuevamente a Yevgueni-. Puerta abierta, el marido se ha ido al trabajo, así que puedes entrar y tirarte a la mujer. -Ascienden, y a ambos lados el paisaje se allana bajo ellos. Montes de cumbres nevadas resplandecen bajo un cielo infinito. Enfrente, casi ahogado en su propia bruma, se extiende el mar Negro. Una ermita a un lado del camino advierte de la inminencia de una curva peligrosa. Bajando la ventanilla, Mijaíl lanza un puñado de monedas a la falda de un anciano sentado en el portal-. Ese tipo está podrido de dinero -comenta Hoban, anhelante. Yevgueni ordena parar junto a un sauce con cintas de colores atadas a sus viejas ramas. Es un árbol de la esperanza, explica Hoban, actuando una vez más de intérprete para Yevgueni-. Sólo pueden pedírsele buenos deseos. Los deseos perversos se cumplen contra quien los formula. ¿Tú tienes deseos perversos?