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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (24 page)

– No.

– Vuelve a Londres, Cartero. Sigue en la legalidad. Entrégale esa carta a tu padre y dile de parte de un viejo ruso que es un necio.

Zoya lo espera en la cama del hotel. Le ha traído regalos envueltos en pequeños paquetes de papel marrón: un icono que su madre llevaba encima en secreto los días onomásticos en tiempos del comunismo; una vela perfumada; una fotografía de su padre Yevgueni con el uniforme de la marina; poemas de un poeta georgiano que a ella le es muy querido. Se llama Khuta Berulava y es un mingrelio que escribe en georgiano, la combinación favorita de Zoya. El deseo que Oliver siente por ella es una adicción. Llevándose un dedo a los labios para pedirle silencio, Zoya se desnuda. Oliver apenas puede contener la excitación. Sin embargo se obliga a permanecer separado de ella.

– Si traiciono a mi padre, tú debes traicionar a tu padre y tu marido -dice con cautela-. ¿Con qué comercia Yevgueni?

Zoya le da la espalda.

– Con diversas mercancías, y ninguna buena.

– ¿Cuál es la peor de todas?

– Todas por igual.

– Pero habrá una peor, peor que el resto. ¿De dónde sale tanto dinero? ¿Millones y millones de dólares?

Lanzándose sobre él, Zoya lo atrapa entre sus muslos y embiste con vehemencia, como si teniéndolo dentro de sí, esperase acallarlo.

– El se ríe -dice Zoya con la respiración entrecortada.

– ¿Quién?

– Hoban -contesta ella. Otra embestida.

– ¿Por qué se ríe Hoban? ¿De qué?

– «Es para Yevgueni -sostiene-. Estamos criando un vino nuevo para Yevgueni. Estamos construyéndole una carretera blanca hacia Belén.»

– Una carretera blanca ¿de qué? -insiste Oliver, jadeando.

– De polvo.

– ¿De qué es ese polvo?

Zoya responde a gritos, con volumen suficiente para que lo oiga medio hotel:

– ¡Viene de Afganistán! ¡De Kazajstán! ¡De Kirguizistán! ¡Hoban lo ha organizado todo! Se dedican al nuevo comercio. A través de Rusia desde el este.

Y un chillido ahogado y patético de vergüenza mientras acomete desesperadamente contra él.

Pam Hawsley, la Doncella de Hielo de Tiger, está sentada a su escritorio en forma de media luna, tras las fotografías enmarcadas de sus tres doguillos -
Shadrach, Meshach
y
Abednego-
y el teléfono rojo que la comunica directamente con el Todopoderoso. Es la mañana del día siguiente. Oliver no ha dormido. Tendido en su cama de Chelsea Harbour con los ojos abiertos, ha intentado en vano convencerse de que continúa en los brazos de Zoya, de que nunca ha estado en una sala de interrogatorios de cartón piedra de Heathrow diciendo cosas a un alto cargo de aduanas uniformado que hasta entonces no se había dicho a sí mismo. Ahora, de pie en la antecámara de los aposentos reales de Tiger, padece vértigo, pérdida del habla, remordimientos sexuales y resaca. Mantiene aferrado el sobre de Yevgueni primero en la mano izquierda y después en la derecha. Arrastra los pies y se aclara la garganta como un idiota. De arriba abajo de la espalda nota el hormigueo de las terminaciones nerviosas. Cuando despega los labios y oye su propia voz, tiene la impresión de ser el peor actor del mundo. Sin duda es sólo cuestión de minutos que Pam Hawsley ponga fin a la representación por pura falta de verosimilitud.

– ¿Serías tan amable de darle esto a Tiger, Pam? Yevgueni Orlov me ha pedido que se lo entregue personalmente, pero imagino que dejarlo en tus manos es más que suficiente. ¿De acuerdo, Pam? ¿De acuerdo?

Y posiblemente habría dado resultado si el siempre encantador Randy Massingham, recién llegado de Viena, no hubiese elegido ese momento para asomarse a la puerta de su despacho.

– Ollie, muchacho, si Yevgueni ha dicho en persona, ha de ser en persona -advierte-. Es la norma, creo yo. -Señala con la cabeza la fatal puerta coronada por su moldura de hojas talladas-. Por Dios, es tu padre. Yo en tu lugar, aporrearía la puerta y entraría por las buenas.

Haciendo caso omiso del gratuito consejo, Oliver se hunde a veinte brazas de profundidad en el deshuesado sofá blanco de piel. El logotipo de S amp;S le quema como un hierro candente cada vez que se reclina. Massingham sigue de brazos cruzados en la puerta de su despacho. La cabeza de Pam Hawsley se sumerge entre sus doguillos y monitores. Su coronilla plateada le recuerda a Brock. Con el sobre firmemente agarrado contra el pecho, emprende un exhaustivo examen de la trayectoria de su padre. Certificados y menciones honoríficas de fábricas de diplomas que nadie conoce. Tiger con peluca y toga recibiendo el título de abogado y un apretón de manos de un espectral conde. Tiger con la ridícula indumentaria de doctor en váyase a saber qué, sosteniendo una placa dorada con una inscripción. Tiger con su uniforme de críquet, sospechosamente impecable, blandiendo el impoluto bate en agradecimiento a los aplausos de un público invisible. Tiger vestido de jugador de polo, aceptando una copa de plata de un principito con turbante. Tiger en una conferencia de los países del Tercer Mundo, posando para la cámara en el momento de estrechar la mano a un narcotirano de Centroamérica. Tiger codeándose con gente importante en un seminario informal a orillas de un lago alemán para intocables en edad senil. Algún día te interrogaré como un fiscal, empezando por la fecha de nacimiento.

– El señor Tiger lo recibirá ahora, señor Oliver.

Oliver, sin oxígeno, sale de su inmersión a veinte brazas en el sofá deshuesado, donde dormía con los ojos abiertos como un fugitivo. El sobre de Yevgueni está empapado en su mano. Llama con un ligero golpe a la puerta azulada de dos hojas, rezando para que Tiger no lo oiga. La voz temiblemente familiar da permiso para entrar, y el amor filial lo invade como un veneno antiguo. Encorva los hombros y carga el peso en las caderas en un rutinario esfuerzo por reducir su estatura.

– ¡Válgame Dios, hijo mío! ¿Sabes el dinero que nos cuesta tenerte una hora ahí sentado?

– Yevgueni me pidió que te diese esto personalmente, padre.

– ¿Eso te pidió? ¿Eso? Hizo bien.

Más que aceptar el sobre, Tiger lo arranca de la mano de Oliver, y en ese momento Oliver oye a Brock negarse a aceptarlo: «Gracias, Oliver, pero no conozco a los hermanos Orlov tan bien como tú. Así que sugiero que, por tentador que sea, dejemos ese sobre tal como nos ha llegado, virgen e intacto. Porque me temo que podría tratarse de la consabida prueba de lealtad bíblica.»

– Y me encargó también que te dé un mensaje -dice Oliver no a Brock, sino a su padre.

– ¿Un mensaje? ¿Qué mensaje? -pregunta Tiger, seleccionando un abrecartas de plata de veinticinco centímetros-. Ya me has dado el mensaje.

– Un mensaje oral. No es demasiado cortés, me temo. Quería que te hiciese saber de su parte que un viejo ruso dice que eres un necio. -Para atenuar el golpe, añade-: En realidad es la primera vez que lo he oído definirse como ruso. Normalmente es georgiano.

La impermeable sonrisa de Tiger no se altera. Mientras practica la peligrosa incisión, extrae una única hoja de papel y la despliega, su voz adquiere un tono algo más melifluo.

– ¡Pero, querido hijo, Yevgueni tiene toda la razón! ¡Claro que lo soy!… ¡Un necio de la cabeza a los pies!… Nadie le ofrecería las condiciones que yo le ofrezco. Nada valoro tanto como un cliente convencido de que está robándome… Así no se llevará sus negocios a la competencia, ¿no crees? ¿Qué me dices? ¿Qué? -Tiger dobla la hoja, la devuelve al sobre y lanza el sobre a la bandeja de correo entrante. ¿Ha leído la carta? Por encima. Pero lo cierto es que últimamente Tiger apenas lee nada. Se ha provisto de la difusa visión de un vidente-. Esperaba noticias tuyas anoche, Oliver. ¿Dónde estuviste, si no es indiscreción?

Las neuronas de Oliver se encogen en una reacción de rechazo. ¡El condenado avión llegó con retraso!…, pero el avión llegó incluso antes del horario previsto. ¡No he encontrado un condenado taxi!…, pero había docenas de taxis. Oye la voz de Brock: «Dile que conociste a una chica.»

– Verás, tenía
intención
de telefonear, pero al final decidí pasar por casa de Nina -miente, ruborizándose y frotándose la nariz.

– Eso hiciste, claro. Nina, ¿eh? La sobrina nieta del viejo Yevgueni en el exilio, o lo que quiera que sea de él.

– Sólo que Nina no anda muy bien de salud. Ha cogido la gripe.

– Todavía te gusta, ¿no?

– Pues sí; bastante, realmente.

– ¿No has perdido interés?

– No, ni mucho menos…, todo lo contrario.

– Estupendo, Oliver. -Como por arte de magia, se encuentran de pronto ante la gran cristalera, cogidos del brazo-. Esta mañana he tenido un golpe de suerte.

– Me alegro mucho.

– Un golpe considerable. Suerte en el sentido de que los buenos hombres se forjan su propia suerte. ¿Entiendes?

– Claro. Enhorabuena.

– Cuando Napoleón consideraba las aptitudes de los aspirantes a algún cargo, preguntaba a sus jóvenes oficiales…

– «¿Tiene usted buena suerte?» -completó Oliver por él.

– Exacto. Esa carta que acabas de traerme es la confirmación de que he ganado diez millones de libras.

– Magnífico.

– En efectivo.

– Mejor aún. Extraordinario. Fantástico.

– Libres de impuestos.
Offshore.
A una distancia prudencial. No causaremos molestias a Hacienda. -Aprieta más aún: el brazo de Oliver mullido y fláccido; el de Tiger, sinuoso y fuerte-. He decidido repartirlos. ¿Entiendes?

– La verdad es que no. Esta mañana estoy un poco espeso.

– Otro de tus excesos, ¿no?

Oliver sonríe como un bobo.

– Cinco millones para mí, en previsión de una futura época de vacas flacas que no tengo previsto padecer. Cinco millones para nuestro nieto primogénito. ¿Qué te parece?

– Increíble. Te lo agradezco mucho. Gracias.

– ¿Estás contento?

– Contentísimo.

– No tan contento como estaré yo cuando llegue ese gran día. No lo olvides: tu primer hijo, cinco millones de libras. Ya es cosa hecha. ¿Te acordarás?

– Cómo no. Gracias. De verdad, gracias.

– No lo hago por obtener tu gratitud, Oliver. Lo hago para añadir una tercera S a Single amp; Single.

– De acuerdo. Estupendo. Una tercera S. Bárbaro -dice Oliver, y con cautela retira el brazo y nota circular la sangre de nuevo.

– Nina es una buena chica. Me he informado. La madre es una buscona, cosa que nunca va mal si uno necesita un poco de ejercicio en la cama. Descendiente de la pequeña aristocracia por vía paterna, un toque de excentricidad pero nada alarmante, hermanos y hermanas saludables. Sin un penique, pero con cinco millones para nuestro primer niño, ¿a quién le importa? Por mi parte, no encontrarás ningún obstáculo.

– Genial. Lo tendré en cuenta.

– Y no se lo digas. Lo del dinero. Podría influir en sus intenciones. Llegado el momento, que lo descubra ella misma. Así sabrás que sus sentimientos son sinceros.

– Bien pensado. Gracias otra vez.

– Dime, hijo -con tono confidencial, apoyando una mano en el brazo de Oliver-, ¿en qué tasa andamos hoy por hoy?

– ¿Tasa? -repite Oliver, confuso. Se devana los sesos tratando de recordar el volumen de facturación, los márgenes de beneficios, los ingresos netos y brutos.

– Con Nina. ¿Cuántas veces? ¿Dos por la noche y una por la mañana?

– ¡Por Dios! -Una sonrisa de complicidad, un gesto para apartarse el flequillo de la frente-. Sintiéndolo mucho, creo que hemos perdido la cuenta.

– Buen chico. Así me gusta. Es cosa de familia.

Capítulo 10

En la desangelada buhardilla adonde Oliver se había trasladado después de tomar el té con Brock en el jardín -y donde había estado a solas desde entonces salvo por unas pocas interrupciones bien administradas del equipo para asegurarse de su bienestar-, había un camastro de hierro, una mesa de pino, una lámpara sobre ella con la pantalla remendada, y un cuarto de baño gangrenoso con calcomanías infantiles en el espejo, que Oliver, en su ociosidad, había intentado en vano despegar. Había una toma de teléfono, pero los prisioneros no tenían derecho a teléfono. El equipo le había ofrecido comida y compañía, pero Oliver había rehusado tanto lo uno como lo otro. Miembros del equipo ocupaban las habitaciones contiguas: la desconfianza de Brock hacia Oliver era tan absoluta como su afecto por él. Se acercaba ya la medianoche, y Oliver, tras muchas rondas de inspección por la buhardilla -que incluían la infructuosa búsqueda de una botella de whisky que había escondido entre las camisas aquella mañana al hacer el equipaje-, se hallaba de nuevo sentado en el camastro, encorvado y con la desmelenada cabeza colgando, en la posición del recluso condenado a una larga pena, y ejercitaba las manos con un globo de ciento veinte centímetros. Llevaba sólo una toalla de baño atada a la cintura y unos calcetines de seda de color azul oscuro, comprados en Turnbull amp; Asser. Tiger le había regalado treinta pares tras sorprenderlo un día con un calcetín azul de lana en un pie y uno gris de algodón en el otro. Los globos eran la cordura de Oliver, y Brearly era su mentor. Cuando se veía incapaz de encontrar solución a sus otros problemas vitales, siempre le quedaba el consuelo de colocar una caja de globos a sus pies y rememorar los consejos de Brearly sobre el arte de modelar, sobre la manera de hinchar y anudar los globos, sobre palotes, haces y formas irregulares, sobre los métodos para distinguir un globo servicial y uno remiso. Cuando su matrimonio hacía aguas, se pasaba la noche en vela viendo los vídeos de demostración de Brearly y permanecía inmune a los lacrimosos reproches de Heather. «Sales de nuevo a escena a la una de la madrugada a menos que surja algún contratiempo -había avisado Brock-. Y quiero que recuperes el aspecto de un caballero.»

Aprovechando la escasa claridad que penetraba por la ventana sin cortinas de la buhardilla, Oliver deshinchó un poco el globo y, con ligeros pellizcos en la superficie, dio forma a unos cinco centímetros, cayendo de pronto en la cuenta de que no había decidido aún qué animal modelar. Le dio una vuelta, midió una anchura equivalente a una mano, le dio otra vuelta, y advirtió que le sudaban las palmas. Dejó el globo, se secó respetuosamente las manos con un pañuelo, las hundió en una caja de polvos de estearato de cinc que tenía a un lado sobre el edredón -estearato de cinc para mantener los dedos suaves pero no resbaladizos; Brearly no iba a ningún sitio sin sus polvos- y buscó a tientas bajo la cama un globo que había hinchado previamente. Uniéndolos los dos, los sostuvo en alto frente a la ventana para observar sus formas contra el cielo nocturno, eligió un punto y pellizcó. El globo reventó, pero Oliver -quien normalmente se sentía responsable de todos los desastres naturales y no naturales- no se reprendió por ello. No existía un solo mago en el mundo, aseguraba Brearly para su tranquilidad, capaz de vencer la mala suerte con un globo, y Oliver así lo creía. Te salía un lote defectuoso o no les gustaba el tiempo que hacía, y ya podías ser el mismísimo Brearly que igualmente te estallaban en las narices como petardos y, antes de darte cuenta, te quedaban las mejillas llenas de pequeños cortes como después de un mal afeitado, te lloraban los ojos y tenías en la cara la misma sensación que si hubieses caído de cabeza en un ortigal. Y si eras tan sólo Oliver, los únicos recursos para evitar un fiasco total eran tu sonrisa de héroe y las burlas de
Rocco:
«Genial, así es como se revienta un globo… Seguro que mañana lo devuelve a la tienda, ¿no?»

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