Con una temeridad que le sorprendió, Oliver pulsó las cifras correspondientes al año de nacimiento de Tiger, seguidas de los dígitos rodantes del día, y empujó la puerta. Se abrió con un gemido, dándole acceso al Departamento Jurídico. Diversas acuarelas de inicios del gótico inglés representan vistas de Jerusalén, el lago Windermere y el monte Cervino. Pasaron a manos de Tiger al quebrar un antiguo cliente que se dedicaba a la compraventa de pintura de esa época. Había una puerta entornada. Usando de nuevo las puntas de los dedos, Oliver la abrió del todo. Mi despacho. Mi celda. Mi calendario de Pirelli, cuatro años más viejo. Aquí es donde nuestro Cartero en el lado legal aprendió a manejar los hilos. Hilos como compañías comerciales que nunca habían comerciado en nada ni comerciarían. Hilos como sociedades de cartera en cuya cartera nada duraba ni cinco minutos porque todo quemaba. Hilos como la venta de bonos basura al banco a fin de que el banco figurase como comprador. Luego la recompra de dichos bonos por mediación de otras compañías, porque casualmente el banco es de tu propiedad. Hilos como el planteamiento de situaciones hipotéticas para ofrecer información general a un cliente, dando por sentado naturalmente que dicho cliente no tenía tan pocos escrúpulos como para interpretar la información como verdadera asesoría profesional. Hilos que eran el preciado territorio ni más ni menos que del difunto, asesinado, pene-propulsado Alfred Winser, con su cabello castaño de tinte permanente y sus trajes inspirados en Tiger; Alfie, terror de las mecanógrafas, un peligro en los pasillos, mi inmoral tutor:
Bien, señor Asir -una sonrisa estúpida y un gesto de asentimiento hacia el hijo del jefe, allí presente para adquirir experiencia-, imaginemos, hablando por hablar, que ha obtenido una gran suma de dinero gracias a su próspero negocio de productos cosméticos…, bueno, digamos que es multinacional. Quizá no tenga usted ese negocio de productos cosméticos, pero imaginemos, hablando por hablar, que sí lo tiene -una risita- e imaginemos asimismo que ofrece usted ayuda a su querido hermano menor de Delhi, suponiendo que exista dicho hermano, y si no existe, por favor no me lo diga, ji, ji. Y este hermano es dueño, pongamos por caso, de una cadena de hoteles, y usted, como hermano mayor, está obligado a conseguirle -comprarle- en Europa equipo de hostelería costoso y moderno, maquinaria a la que él, el pobre, no puede acceder en India, y para cuya adquisición le ha adelantado, digamos, siete millones y medio de dólares de manera informal, lo cual, siendo usted su hermano, debe de ser bastante normal en círculos asiáticos, supongo. E imaginemos también que, con esta situación en mente, se dirige usted al señor Tal y Tal del banco Tal y Tal con sede en la agradable ciudad suiza de Zug y le indica que está usted representado por la Casa Single amp; Single y que el señor Alfred Winser, con quien él disfrutó recientemente de una velada recreativa, le envía sus más cordiales saludos…
Una insalubre escalera de incendios, iluminada con lamparillas azules, ascendía desde el extremo del Departamento Jurídico hasta la suntuosa antesala de la Guarida del Tigre, pasando por dos puertas cortafuegos y un lavabo para hombres. Oliver subió por los peldaños de uno en uno. Una puerta con cuarterones apareció ante él. Era convexa y estrecha y tenía un pomo metálico en el centro. Levantó la mano en ademán de llamar pero se detuvo a tiempo. Hizo girar el pomo y abrió. Se hallaba en la legendaria rotonda. Un cinematográfico cielo estrellado surgió sobre él, proyectado a través de los segmentos de una cúpula de cristal. Bajo el vacilante resplandor distinguió las estanterías con libros perfectamente encuadernados que nadie leía: libros de leyes para delincuentes, libros sobre quién es rico y a quién estafar, libros sobre contratos y cómo incumplirlos, sobre impuestos y cómo evadirlos. Libros nuevos para demostrar que Tiger es un hombre de hoy. Libros antiguos para demostrar que es digno de confianza. Libros solemnes para demostrar que es sincero. Oliver movía de lado a lado la cabeza y una intensa comezón se extendía por su cuello y el interior de su pecho y su frente. Lo había olvidado todo: su nombre, su edad, la hora del día, si estaba allí por encargo de alguien o por voluntad propia, qué amaba aparte de a su padre. A su izquierda el sofá deshuesado y la puerta del despacho de Massingham. Cerrada. A su derecha, el escritorio en forma de media luna y los retratos de los tres doguillos. Y enfrente, a doce metros de distancia a través de la moqueta azul celeste, la puerta cóncava y azul de dos hojas, la puerta de la tumba de Tiger, cerrada pero esperando al ladrón.
Guiándose por las estrellas, Oliver cruzó la rotonda y localizó la hoja derecha de la puerta, hizo girar el pomo, se agachó y, con los ojos cerrados -o eso suponía- entró furtivamente en el despacho de su padre. Un olor dulzón impregnaba el aire quieto. Oliver lo olfateó y creyó percibir vagamente el masculino aroma de la loción corporal Trumper, el arma elegida por su padre. Descubriendo que en realidad tenía los ojos abiertos, avanzó a trompicones y se detuvo ante el sagrado escritorio, aguardando a que se notase su presencia. Era enorme, y más enorme aún en la semioscuridad, aunque nunca tan enorme como para reducir la estatura de su ocupante. El trono estaba vacío. Oliver se irguió con cautela y se permitió echar una ojeada menos inhibida al despacho. La mesa de reuniones de siete metros. El círculo de butacas donde los clientes permanecen cómodamente sentados mientras Tiger los pone al corriente acerca de las mejores lagunas legales que pueden comprarse con riqueza ilícita. El mirador acristalado donde Tiger, como un capitán en miniatura en su puente de mando, se pasea ufano y te coge del brazo y observa su propio reflejo en el paisaje urbano londinense y convierte a tu hijo nonato en cinco veces millonario. Y donde… -¡oh, Dios, santo cielo!-… donde en ese momento el cadáver de Tiger, yacente y envuelto en una espectral mortaja de muselina, flotaba en el aire como una luna nueva tendida de espaldas. Sometido al potro de tortura. Tensados sus miembros hasta partirse. Tiger atrapado en su propia tela como la araña.
Oliver consiguió de algún modo dar un paso al frente, pero la aparición no se alteró ni retrocedió. Es un truco. ¡Asombre a sus amigos! ¡Corte en dos a su socio ante la mirada atónita de todos ellos! ¡Envíe un sobre franqueado a Números Mágicos, apartado de correos, Walsingham!
– Tiger -susurró Oliver. Nada oyó salvo los suspiros y sollozos de la ciudad-. Padre. Soy Oliver. Yo. He vuelto. Todo va bien. Padre. Te quiero.
Buscando hilos, extendió un brazo y trazó con él un amplio arco por encima del cadáver y descubrió que tenía en la mano sólo un jirón de mortaja. Encogiéndose, esperando algo horrendo, se obligó a mantener los ojos abiertos, miró hacia abajo y vio una indistinta cabeza castaña que le sostenía la mirada. Y reconoció no a su padre surgido del sepulcro, sino el estupefacto rostro exoftálmico del siempre leal Gupta, saliendo de las profundidades de su hamaca: Gupta con lágrimas en los ojos, lleno de júbilo, sin pantalones, con un calzoncillo azul y envuelto en tiras de mosquitera, agarrando al hijo del jefe de los dos brazos y sacudiéndoselos al ritmo de su aterrorizada alegría.
– Señor Oliver, por Dios, ¿dónde ha estado? ¡En el extranjero, en el extranjero! ¡Por estudios, por estudios! ¡Dios mío, debe de habérsele gastado la vista de tanto estudiar! Nadie podía hablar de usted. Era un misterio de grandes proporciones, que no debía revelarse a persona alguna. ¿Está casado el señor? ¿Lo ha bendecido Dios con algún hijo? ¿Es feliz? ¡Cuatro años, señor Oliver, cuatro años! ¡Dios mío! Dígame sólo que su buen padre está sano y salvo, se lo ruego. Hace ya muchos días que no sabemos nada de él.
– Se encuentra bien -dijo Oliver, olvidándose de todo menos de su sensación de alivio-. El señor Tiger está perfectamente.
– ¿Es eso verdad, señor Oliver?
– Por supuesto.
– ¿Y qué ha sido de usted en estos años?
– No me he casado, pero no me puedo quejar. Gracias, Gupta. Gracias.
Gracias por no ser Tiger.
– En ese caso mi alegría es doble, señor, como lo será la de todos los demás. No podía dejar mi puesto, señor Oliver. No pediré disculpas. Pobre señor Winser. Dios santo. En su segunda flor de la vida, podría decirse. Todo un caballero. Siempre con una sonrisa y unas palabras a punto para nosotros las personas insignificantes, en especial las señoritas. Y ahora la nave se hunde y es abandonada; los pasajeros desaparecen como nieve en el fuego. El miércoles tres secretarias; el jueves dos excelentes operadores de bolsa, y ahora se rumorea que nuestro elegante jefe de personal no está simplemente de vacaciones, sino que se ha ido de manera permanente en busca de pastos más verdes. Alguien debe quedarse y mantener encendida la llama, digo yo, aunque estemos obligados a permanecer a oscuras por razones de seguridad.
– Eres un ángel, Gupta -dijo Oliver.
A continuación se produjo un incómodo silencio mientras cada uno reevaluaba su respectivo placer ante aquel encuentro. Gupta tenía un termo de té caliente. Oliver tomó un poco en la única taza disponible. Pero eludía la mirada de Gupta, y la sonrisa expectante de Gupta iba y venía como la luz de una lámpara defectuosa.
– El señor Tiger te manda saludos, Gupta -mintió Oliver, rompiendo el silencio.
– ¿Por mediación de
usted
? ¿Ha hablado con él?
– «Si ves allí al viejo Gupta, dale una patada en el trasero.» Ya sabes cómo es él.
– Dios mío, adoro a ese hombre.
– Él lo sabe. -Oliver había adoptado la voz de socio adjunto, detestándose mientras escuchaba sus propias palabras-. Conoce la magnitud de tu lealtad, Gupta. No espera menos de ti.
– Es una bellísima persona. Su padre posee un corazón inmensurable, diría yo. Son ustedes dos caballeros excelentes. -El desasosiego distorsionaba el rostro pequeño de Gupta. Todo lo que sentía, amor, lealtad, recelo, miedo, se reflejaba en sus facciones contraídas-. ¿Qué asuntos traen por aquí al señor, si no es indiscreción? -preguntó, reuniendo valor en su inquietud-. ¿Por qué viene ahora de pronto con mensajes del señor Tiger después de cuatro años sin dar señales de vida en el extranjero? Perdóneme el señor, se lo ruego; no soy más que un humilde servidor.
– Mi padre me envía a recoger unos documentos de la cámara acorazada de los socios. Piensa que quizá guarden relación con el desgraciado suceso del pasado fin de semana.
– Ya, señor -susurró Gupta.
– ¿Qué ocurre?
– Yo también soy padre, señor Oliver.
Y yo, deseó decirle Oliver.
Se había llevado al pecho la pequeña mano derecha.
– Su padre no es un padre feliz, señor Oliver. Usted es su único descendiente. Yo, señor, soy un padre feliz, y conozco por tanto la diferencia. El amor que el señor Tiger siente por usted no se ve correspondido. Ésa es su percepción. Si el señor Tiger confía en usted, señor Oliver, por mí encantado. Que así sea. -Asentía con la cabeza. Había visto su camino y expresaba así su conformidad-. Veremos la prueba, señor Oliver, clara como el agua, sin dudas ni salvedades. No soy yo quien plantea el desafío. Un acto de la Divina Providencia ha venido en nuestro auxilio. Sígame, por favor. Cuidado no vaya a pisarme, señor Oliver. Y no se acerque a las ventanas.
Oliver siguió la sombra de Gupta hasta una puerta de caoba que camuflaba la entrada a la cámara acorazada de los socios. Gupta la abrió y entró. Oliver se reunió dentro con él. Gupta cerró la puerta y encendió la luz. Se quedaron frente a frente, con la puerta de la cámara acorazada a un lado. Gupta era aún más bajo que Tiger, razón por la cual, sospechaba Oliver, lo había elegido Tiger.
– Su padre fue muy cauto en sus confidencias personales, señor Oliver. «Dime tú, Gupta, ¿en quién podemos confiar plenamente? -me preguntaba-. Dime, Gupta, ¿dónde está la gratitud por todo lo que hemos dado a nuestros seres más queridos? ¿Dónde puede encontrar un hombre un total compromiso si no es en los de su propia sangre? Dímelo si eres tan amable. Así pues, Gupta, debo protegerme contra la traición.» Ésas fueron sus palabras, señor Oliver, confiadas personalmente a altas horas de la noche. -Fuesen o no palabras de Tiger, Gupta las pronunció sin duda con una implícita y trémula acusación ante la puerta gris de acero, en la que mantenía fija la mirada con misteriosa reverencia-. «Gupta -me aconseja-, guárdate de tus hijos si son envidiosos. No estoy ciego. Ciertas desgracias que han ocurrido en mi casa no pueden pasarse por alto sin un detenido examen de los hechos. Cierta correspondencia conocida sólo por mí y por cierta persona ha caído en manos de nuestros implacables enemigos. ¿Quién es aquí el culpable? ¿Quién es el Judas?»
– ¿Cuándo te dijo todo eso?
– Cuando las calamidades empezaron a multiplicarse, su padre se vio movido a la reflexión. Pasó muchas horas en esa cámara acorazada en la que usted intenta entrar, cuestionándose la lealtad de cualquier otro par de ojos que no fuesen los suyos.
– Espero, pues, que lograse apartar de su mente sospechas infundadas -replicó Oliver con tono altivo.
– Yo también, señor. Con toda sinceridad. Por favor, señor Oliver, cuando guste. Tómese el tiempo que necesite. La Providencia será quien decida, de eso estoy seguro.
Era un desafío. Observado atentamente por Gupta, Oliver se inclinó hacia el disco. Era verde con los dígitos en relieve. Con los brazos cruzados en actitud hostil, Gupta se situó al otro lado.
– No sé si es muy correcto que estés presente, ¿no crees? -dijo Oliver.
– Señor, soy el guardián de facto de la casa de su padre. Espero una prueba de su buena voluntad.
La revelación cobró forma en la cabeza de Oliver discretamente, sin alharacas, como algo va conocido. Gupta está dándome a entender que Tiger ha cambiado la combinación, y si ignoro la nueva combinación, significa que Tiger no me la ha dado. Y si no me la ha dado, no me ha enviado él, y por tanto miento descaradamente y la Divina Providencia está a punto de demostrarlo, y la Divina Providencia acertará de lleno en el blanco.
– Gupta, de verdad preferiría que esperases fuera.
En un gesto de descortesía, Gupta apagó la luz, abrió la puerta, salió y volvió a cerrar. Encendiendo de nuevo la luz, Oliver, a través del ojo de la cerradura, lo oyó entonar un panegírico a Tiger. Tiger, mártir por su bondad. Defensor de los desamparados. Víctima de una diabólica maquinación concebida por personas próximas a él. Patrón generoso, marido y padre modélico.