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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (6 page)

– Levantad todos la mano derecha así -ordenó Robyn, alzando en el acto su propia mano-. Ahora levantad la izquierda así. Juntadlas. Ayúdanos, Jesús, a disfrutar de esta comida y de la tarde de juegos y baile y a saber valorarlo. No permitas que nos comportemos mal ni que olvidemos a los pobres niños del hospital y a tantos otros que hoy no podrán divertirse. Cuando veáis que yo o la teniente agitamos los brazos así, dejáis lo que estéis haciendo y os quedáis quietos, porque significará que tenemos algo que decir o que os portáis mal.

Al monótono son de canciones infantiles, los niños jugaron a pasa el paquete, elefantes al galope y como estatuas cuando pare la música. Jugaron a leones dormidos, y una Venus de nueve años y cabello largo fue el último león en despertar. Tendida en el suelo, mantuvo los ojos cerrados mientras sus compañeros le hacían cosquillas con actitud respetuosa sin aparente resultado.

– ¡Y ahora de pie y toma ésa! -gritó Oliver atropelladamente a la vez que Robyn prorrumpía en un rugido de furia.

Los niños lanzaron puñetazos al aire e hicieron las consabidas manifestaciones de éxtasis. Como de costumbre, Oliver no tardó en tener dolor de cabeza a causa del estruendo y las luces estroboscópicas. Robyn le ofreció una taza de té y dijo algo a voz en cuello, pero Oliver no la oyó. Le dio las gracias con gestos pero ella no se movió de donde estaba. Vociferando para hacerse oír por encima del alboroto, volvió a darle las gracias, pero ella continuó hablando hasta que Oliver bajó el volumen e inclinó la cabeza hacia su boca.

– Un hombre con sombrero quiere hablar con usted -gritó ella, sin darse cuenta de que la música sonaba mucho más baja-. Un sombrero verde con el ala vuelta hacia arriba. Pregunta por Oliver Hawthorne. Es urgente.

Escudriñando la parpadeante bruma, Oliver distinguió a Arthur Toogood junto a la barra, custodiado por el tipo del chaquetón de borreguillo. Lucía un sombrero de fieltro de ala abarquillada y un anorak guateado sobre el traje. Con aquella iluminación, y agitando las manos irisadas para demostrar que no llevaba armas ofensivas, ofrecía el aspecto de un rollizo diablo.

Capítulo 3

El director del hospital se cogió las manos en un oriental ademán de súplica y lamentó el deficiente funcionamiento del aire acondicionado. Un espectral médico con una bata blanca manchada de sangre coincidió plenamente con él. También, pues, se adhirió el alcalde, que vestía un traje negro, bien por respeto al muerto, bien en honor de los diplomáticos ingleses llegados de Estambul.

– El sistema de aire acondicionado se sustituirá el próximo invierno -tradujo para Brock el cónsul de Su Majestad mientras los circunstantes escuchaban y asentían sin comprender-. Se instalará un nuevo aparato, cueste lo que cueste. Un aparato británico. Su excelencia el alcalde lo inaugurará personalmente. Ya se ha fijado una fecha para la ceremonia. El alcalde tiene una excelente opinión de los productos británicos. Ha insistido en que se adquiera sólo material de primera calidad.

Brock acogió esta información con una chispeante sonrisa de complicidad propia de un duendecillo mientras el alcalde corroboraba con tono enérgico su devoción por todo lo británico, y sus acompañantes, incómodamente arracimados en el sótano alrededor de él, expresaban su no menos enérgica conformidad.

– El alcalde desea manifestarte su especial pesar por el hecho de que nuestro amigo sea de Londres. El alcalde ha estado en Londres una vez. Ha visto la Torre de Londres, el palacio de Buckingham y otras muchas atracciones. Siente un profundo respeto por la continuidad británica.

– Me alegra saberlo -comentó Brock con seriedad, sin levantar su cabeza canosa-. Da las gracias al alcalde por las molestias, Harry, si eres tan amable.

– Ha preguntado quién eres -susurró el cónsul después de transmitir su agradecimiento-. He dicho que trabajas para el Foreign Office, en un departamento que se ocupa de las muertes de ingleses en el extranjero.

– Sí, es eso poco más o menos, Harry. Lo has informado bien. Gracias -respondió Brock cortésmente.

Sin embargo, pese a la aparente deferencia, el cónsul percibió en su voz un tonillo de autoridad, y no por primera vez. Y aquel acento de Merseyside no siempre resultaba tan campechano como pretendía. Un sujeto con múltiples envolturas, no todas ellas irreprochables. Un depredador disfrazado. El cónsul era un hombre timorato que ocultaba sus susceptibilidades tras una elegancia espontánea y sutil. Cuando hacía de intérprete, arrugaba la frente y dirigía la mirada hacia algún punto impreciso situado en segundo plano, un hábito heredado de su padre, un distinguido egiptólogo. «Vomitaré -había advertido a Brock en el coche camino del hospital-. Siempre me pasa. Sólo con ver un perro muerto en la cuneta, devuelvo en el acto. Sencillamente la muerte y yo no estamos hechos el uno para el otro.» Brock se había limitado a sonreír y mover la cabeza como diciendo que de todo ha de haber en este mundo.

Los dos ingleses se hallaban a un lado de la bañera de hierro galvanizado. Al otro, sobre una plataforma elevada, estaban el director del hospital y el jefe médico y el alcalde y la corporación municipal en pleno, enarbolando deslumbradoras sonrisas. Entre ellos, desnudo y con media cabeza volada, descansaba el difunto señor Alfred Winser. Yacía en postura fetal sobre un lecho de cubitos de hielo procedentes de la máquina de la plaza mayor, a un paso de allí. A sus pies, en una mesa rodante, había una rebanada de pan azucarado a medio comer, el desayuno sin terminar de alguien, entre varios aerosoles de matamoscas. Un ventilador eléctrico gimoteaba inútilmente en un rincón, junto a un viejo montacargas que debía de emplearse, supuso el cónsul, para subir y bajar los cadáveres. Por un tragaluz enrejado de lo alto del muro se veían pasar a veces las ruedas de una ambulancia, a veces un par de pies apresurados, portando esperanzadoras noticias del mundo de los vivos. Dentro del depósito el aire apestaba a putrefacción y formaldehído. Al cónsul aquel hedor le roía la laringe y le revolvía el estómago como un dispositivo de acción lenta.

– La autopsia se practicará el lunes o martes -tradujo el cónsul, arrugando la frente con vigor-. El forense está abrumado de trabajo en Adana. Es el mejor de Turquía, etcétera, etcétera. La cantinela de siempre. Primero la viuda debe identificar el cadáver. El pasaporte de nuestro amigo no basta. Ah, y fue un suicidio.

Todo esto susurrado confidencialmente al oído izquierdo de Brock mientras examinaba el cuerpo.

– ¿Cómo dices, Harry?

– Según él, fue un suicidio -repitió el cónsul. Al advertir que Brock no daba mayores señales de haberlo oído, añadió-: Un suicidio, en serio.

– ¿Quién lo ha dicho? -preguntó Brock como si fuese un poco corto de entendederas para aquellas cuestiones.

– El capitán Alí.

– ¿Y ése quién es, Harry? Refréscame la memoria si no te importa.

Pero Brock sabía de sobra quién era. Mucho antes de preguntar, sus ojos azules e inocentes se habían posado ya en la figura risueña y aletargada del capitán de la policía local, que llevaba un uniforme gris recién planchado y unas gafas de sol con montura de oro de las que sin duda estaba muy orgulloso y, acompañado por dos acólitos de paisano, permanecía en actitud indolente a un par de pasos de la comitiva del alcalde.

– El capitán sostiene que ha realizado una investigación exhaustiva y está seguro de que la autopsia confirmará sus averiguaciones. Suicidio en estado de embriaguez. Caso resuelto. Dice que has hecho este viaje en balde -agregó el cónsul con la vana esperanza de que Brock interpretase el comentario como indicación para marcharse.

– ¿Y por qué medio se suicidó exactamente, Harry? -preguntó Brock, reanudando su concienzudo examen del cadáver.

El cónsul planteó su duda al capitán.

– Una bala -respondió a Brock tras un entrecortado diálogo-. Se pegó un tiro. En la cabeza.

Brock alzó de nuevo la mirada, dirigiéndola por un instante al cónsul y luego al capitán. Por efecto de unas marcadas patas de gallo, a primera vista sus ojos transmitían benevolencia. Pero el cónsul los encontraba también inquietantes.

– Bueno, bueno. Ya. Seguramente. Gracias, Harry. -Dio la impresión de que por un momento Brock se cuestionaba la conveniencia de continuar, pero al final decidió arriesgarse-. Sólo que si tenemos que considerar seriamente la teoría del capitán, Harry, y no veo razón alguna para no hacerlo, quizá debería antes aclararnos cómo puede alguien volarse los sesos con las manos esposadas a la espalda, que es la única explicación que se me ocurre para las rozaduras en las muñecas de nuestro amigo. ¿Me harías el favor de preguntarle eso por mí, Harry? Hay que admitir que hablas un turco excelente.

Nuevo intercambio de palabras entre el cónsul y el capitán, éste en extremo gesticulante con manos y cejas mientras sus ojos seguían ocultos tras las gafas con la montura de oro.

– Nuestro amigo tenía ya las marcas de esposas en las muñecas cuando desembarcó en el aeropuerto de Dalaman -tradujo puntualmente el cónsul-. El capitán cuenta con un testigo que puede dar fe de ello.

– Desembarcó ¿de
dónde,
Harry, por favor?

El cónsul trasladó al capitán la pregunta de Brock.

– Del vuelo de última hora de la tarde procedente de Estambul -dijo.

– ¿El vuelo comercial? ¿El vuelo comercial corriente?

– El vuelo de las aerolíneas turcas. El nombre de nuestro amigo consta en la lista de pasajeros. El capitán te la enseñará con mucho gusto.

– Y yo le echaré un vistazo también con mucho gusto, Harry. Dile, por favor, que me admira su diligencia.

El cónsul transmitió el mensaje. El capitán aceptó el cumplido de Brock y prosiguió con su testimonio, que el cónsul tradujo.

– El testigo del capitán es una mujer, de profesión enfermera, que se sentó al lado de nuestro amigo en el avión. Es la mejor enfermera de la región, la más solicitada. Tanto le preocupó el estado de las muñecas de nuestro amigo que le rogó que le permitiese acompañarlo a una clínica en cuanto tomasen tierra para que se las vendasen. El se negó. Farfullando como un borracho. Rechazándola con los malos modos de un borracho.

– ¡Qué barbaridad!

Desde la plataforma elevada al otro lado de la bañera el capitán se valía de sus dotes histriónicas para reconstruir la escena descrita: Winser repantigado al desgaire en su asiento; Winser manoteando bruscamente para librarse de la bienintencionada enfermera; Winser levantando el puño en ademán amenazador.

– Y eso concuerda con la declaración de un segundo testigo que viajó desde el aeropuerto de Dalaman hasta aquí en el mismo autobús que nuestro amigo -explicó el cónsul a Brock tras otra larga parrafada del capitán.

– O sea, que vino en autobús, ¿no? -apostilló Brock con el alborozo de quien acaba de ver la luz-. Un vuelo comercial y un autobús de línea. Bueno, bueno. Todo un señor abogado de una importante asesoría financiera del West End de Londres usando el transporte público. Puede que me decida a comprar acciones de esa firma.

A pesar de la interrupción, el cónsul no pierde el hilo.

– En el autobús, nuestro amigo y este segundo testigo ocuparon dos asientos contiguos de la última fila. El segundo testigo es un policía retirado, el policía más querido de la comunidad, como un padre para los campesinos, cosa que por aquí no es muy frecuente. Ofreció a nuestro amigo un higo fresco de una bolsa que llevaba. Nuestro amigo amenazó con agredirlo. El capitán tiene en su poder las declaraciones juradas y firmadas de estos dos vitales testigos, así como las del conductor del autobús y la azafata del avión.

Atentamente, el capitán hizo una pausa por si el distinguido caballero de Londres tenía alguna pregunta. Pero al parecer no era ésa la intención de Brock, y la sonrisa de su rostro revelaba sólo muda admiración. Alentado por tan buena disposición, el capitán se acercó a los marmóreos pies de Winser y señaló con un puntilloso dedo índice las muñecas laceradas.

– Además, unas esposas turcas nunca dejarían estas marcas -dijo el cónsul sin la menor señal de ironía-. Las esposas turcas se diferencian de otras en que son más humanas, más consideradas con el detenido. No te rías. El capitán deduce que nuestro amigo fue aprehendido y esposado en otro país, y escapó o fue obligado a correr con las esposas puestas. El capitán desearía saber si los antecedentes penales de nuestro amigo incluyen algún delito en el extranjero anterior a su viaje a Turquía, y en tal caso, si el delito guardaba relación con el consumo de alcohol. Desearía contar con tu ayuda en esa línea de la investigación. Siente gran respeto por los métodos de la policía inglesa. Dice que, trabajando juntos, no hay delito que tú y él no podáis resolver.

– Contéstale que me siento muy halagado, Harry, por favor. Es siempre una satisfacción resolver un delito, aunque sea sólo un suicidio. Sin embargo, en cuanto a esa línea de la investigación, lamento informarlo de que, según sabemos, nuestro amigo tenía una conducta intachable.

Pero el cónsul se ahorró el trabajo de traducir aquello gracias a un brusco golpe en la puerta de acero. El director se apresuró a abrir y permitió entrar a un kurdo cansino cargado con un cubo de hielo y un tubo para enemas. Introdujo un extremo del tubo en la bañera y succionó por el otro. El hielo fundido cayó al suelo y afluyó a los desagües hasta vaciarse la bañera. El kurdo vertió el hielo de recambio en la bañera y se marchó acompañado por el chacoloteo de sus chinelas contra los peldaños de piedra. El cónsul salió precipitadamente detrás de él, doblado por la cintura y apretándose el estómago con una mano.

– No estoy pálido -aseguró a Brock con un gorgoteante murmullo al volver avergonzado al depósito-. Es sólo la luz.

Como si viese una provocación en el regreso del cónsul, el alcalde prorrumpió en una sarta de quejas, expresándose en un inglés macarrónico. Era un hombre rehecho, con la complexión de un bracero ido a más, y habló con vehemencia, como si arengase a un grupo de compañeros huelguistas, gesticulando con los robustos antebrazos para señalar ora al cadáver, ora al tragaluz enrejado tras el cual se extendía el pueblo cuyo bienestar le había sido confiado.

– Nuestro amigo era suicida -declaró indignado-. Nuestro amigo era ladrón. No es nuestro amigo. Roba nuestro bote. Muerto, va a la deriva en el bote. Era alcohólico. En el bote había también una botella de whisky. Estaba vacía. ¿Qué arma hace un agujero así? -preguntó retóricamente, apuntando con un brazo grueso y corto en dirección a la cabeza destrozada del pobre Winser-. Por favor, ¿quién tiene en este pueblo un arma tan grande? Nadie tiene. Todos tienen armas pequeñas. Fue un arma inglesa. Este inglés bebe, roba nuestro bote, se pega un tiro. Es ladrón. Es alcohólico. Es suicida. Punto.

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