Read Single & Single Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (4 page)

– Y una impresentable furgoneta vieja -añade tímidamente-. Si es una molestia, la dejaré calle abajo.

– No es ninguna molestia -responde ella con tono melindroso-. En el Reposo no somos así, señor Hawthorne, y confío en que nunca lo seamos.

Y acto seguido él paga un mes por adelantado, cuatrocientas libras contadas sobre el lavabo, y como caídas del cielo considerando el descubierto de su cuenta.

– No será un fugitivo, ¿verdad? -pregunta ella medio en broma, medio en serio, ya abajo de nuevo.

Primero él la mira desconcertado, luego se sonroja. Por último, para alivio de ella, le dirige una sonrisa amplia y radiante que disipa todas sus dudas.

– No, en estos momentos no, creo -contesta.

– Y aquel que asoma por allí es Sammy -dice Elsie, señalando la puerta entreabierta del salón, porque Sammy, como de costumbre, ha bajado de puntillas para espiar al nuevo huésped-. Ya puedes salir, Sammy; te hemos descubierto.

Y una semana después llega el cumpleaños de Sammy, y esa cazadora de cuero debe de costar cincuenta libras como mínimo, y a Elsie se le encogió el corazón porque en esos tiempos una nunca sabía de qué pie cojeaban los hombres, por encantadores que se mostrasen cuando les convenía. Pasó la noche en vela devanándose los sesos para imaginar qué habría hecho el pobre Jack, ya que después de tantos años en el mar había desarrollado un especial olfato para esa clase de individuos. Los distinguía en cuanto pisaban la pasarela, alardeaba, y Elsie temía que Oliver fuera uno de ésos y ella no lo hubiese notado. A la mañana siguiente faltó poco para que dijese a Ollie que devolviese inmediatamente la cazadora a la tienda donde la había comprado; en realidad se lo habría dicho si no hubiese charlado con la señora Eggar, de Glenarvon, mientras hacían cola en la caja del supermercado, averiguando, para asombro suyo, que Ollie tenía una hija de corta edad llamada Carmen y una ex esposa llamada Heather, en otro tiempo enfermera del Freeborn, conocida por su ineptitud y por acostarse con todo aquel capaz de manejar un estetoscopio. Por no hablar ya de la lujosa casa en Shore Heights que él le había cedido, pagada hasta el último penique y escriturada. Algunas mujeres daban asco.

– ¿Por qué no me ha dicho que es un orgulloso padre? -preguntó Elsie a Ollie con tono de reproche, dividida entre el alivio por el descubrimiento y la humillación de recibir una información sensacional de una patrona de la competencia-. Nos encantan los bebés, ¿verdad, Samuel? Nos chiflan los bebés, siempre y cuando no molesten a los huéspedes, ¿eh que sí?

A lo cual Ollie no respondió. Como un hombre sorprendido en algún acto vergonzoso, se limitó a bajar la cabeza y musitar:

– Sí, bien, hasta luego.

Subió a su habitación y empezó a caminar de un lado a otro, con pasos suaves, procurando no molestar, como era propio de él. Hasta que finalmente se interrumpió el deambular y se oyó el crujido de su butaca, y Elsie supo que se había calmado y puesto a leer uno de sus libros, amontonados en el suelo pese a que ella le había proporcionado una estantería, libros de leyes, ética, magia, libros en lenguas extranjeras, todos tanteados, catados y abandonados, abiertos y boca abajo o con jirones de papel entre las hojas para señalar el punto de lectura. A veces Elsie se estremecía sólo de pensar en el cóctel de ideas que debía de agitarse dentro de aquella desgarbada figura.

Y sus borracheras -tres hasta la fecha-, tan controladas que a Elsie la sobrecogían. Ya había tenido huéspedes que bebían, claro está. Incluso tomaba una copa con ellos de vez en cuando, por cortesía, por cautela. Pero nunca se había presentado allí un taxi al amanecer, deteniéndose a veinte metros de la entrada para no despertar a los otros huéspedes, y entregado una mole cadavérica y momificada de alrededor de un metro noventa que había que acompañar escalinata arriba como a un herido en la explosión de una bomba, con el abrigo sobre los hombros y la boina recta y calada hasta las cejas, y capaz sin embargo de sacar su cartera, separar un billete de veinte para el taxista, susurrar «lo siento, Elsie» y -con sólo una mínima ayuda por parte de ella- subir a su habitación sin causar molestias a nadie excepto a Sammy, que había pasado la noche en claro esperándolo. Luego Oliver dormía toda la mañana, o dicho de otro modo, Elsie no oía crujidos ni pisadas a través del techo y en vano permanecía atenta al golpeteo de las cañerías. Y cuando subía a verlo, con la excusa de llevarle una taza de café, y llamaba a su puerta y, al no oír nada, hacía girar el picaporte temerosamente, lo encontraba no en la cama sino en el suelo, de costado, con el abrigo aún puesto, las piernas encogidas contra el vientre igual que un niño, los ojos muy abiertos y la mirada fija en la pared.

– Gracias, Elsie. Déjalo en la mesa si eres tan amable -decía él con paciencia, como si no hubiese terminado aún de mirar la pared.

Ella obedecía. Y se marchaba, y ya abajo se preguntaba si convenía avisar al médico, pero nunca lo hizo, ni la primera vez ni las siguientes.

¿Qué lo atormentaba? ¿El divorcio? Aquella ex esposa suya era una buscona empedernida, según contaban, y estaba obsesionada con el tema; podía considerarse afortunado de haberse librado de ella. ¿Qué trataba de olvidar con la bebida que ésta avivaba más aún? En ese punto el pensamiento de Elsie regresó, como siempre en los últimos días, a la noche de tres semanas atrás en que durante una angustiosa hora creyó que Sammy acabaría encerrado en un sanatorio mental o algún sitio peor, hasta que Oliver llegó a rescatarlos a lomos de su caballo blanco. Nunca podré agradecérselo bastante. Haría lo que me pidiese, de día o de noche.

Cadgwith, dijo llamarse aquel hombre, y para demostrarlo exhibió ante la mirilla una flamante tarjeta de visita: «P. J. Cadgwith, supervisor de zona, Friendship Home Marketing Limited, sucursales en todas partes.» Debajo, en letra pequeña, se leía: «Haga un favor a sus amigos. Gane una fortuna sin salir de casa.» De pie allí mismo, donde Elsie se hallaba en ese momento, con el dedo en el timbre a las diez de la noche, el pelo brillante y peinado hacia atrás y los lustrosos zapatos de policía espejeando en el ojo de pez, y una falsa deferencia de policía.

– Señora, desearía hablar con el señor Samuel Watmore si me lo permite. ¿Es por casualidad su marido?

– Soy viuda -contestó Elsie-. Sammy es mi hijo. ¿Qué quiere?

Ése fue su primer error, como comprendió cuando ya no había remedio. Debería haberle dicho que Jack estaba en el bar de la esquina y volvería de un momento a otro. Debería haberle dicho que Jack le sacudiría el polvo si se le ocurría meter las narices en aquella casa. Debería haberle dado con la puerta en la cara, pues tenía perfecto derecho a hacerlo -como Ollie le explicó después-, en lugar de apartarse para dejarlo entrar en el vestíbulo y luego, casi sin pensar, llamar a voces a Samuel -«Sammy, cielo, ¿dónde estás? Ha venido un señor a hablar contigo»- una décima de segundo antes de verlo a través de la puerta entreabierta del salón cuando intentaba esconderse tras el sofá, arrastrándose boca abajo, con el trasero en alto y los ojos cerrados. A partir de ese instante conservaba sólo un recuerdo fragmentario, incompleto, los peores momentos.

Sammy de pie en el centro del salón, blanco como el papel, con los ojos cerrados, negando con la cabeza pero en realidad asintiendo. La señora Watmore susurrando: «Sammy.» Cadgwith, con el mentón hundido como un emperador, diciendo: «¿Dónde? Enséñamelo. ¿Dónde?» Sammy metiendo la mano en el jarrón anaranjado donde había escondido la llave. Elsie con Sammy y Cadgwith en el taller de Jack, donde Jack y Sammy construían juntos sus barcos a escala cuando Jack regresaba a casa de permiso, galeones españoles, yolas, dragones vikingos, todos tallados a mano hasta el último detalle, ni una sola maqueta comprada ya lista para montar. Esa era la mayor pasión de Sammy, motivo por el cual pasaba allí lánguidamente horas y horas tras la muerte de su padre, hasta que Elsie decidió que aquello era malsano para él y cerró con llave el taller para ayudarlo a olvidar. Sammy abriendo los armarios del taller uno por uno, y allí estaba todo: montones de artículos de muestra procedentes de Friendship Home Marketing, sucursales en todas partes. Haga un favor a sus amigos. Gane una fortuna sin salir de casa, salvo que Sammy no había hecho un favor a nadie ni había ganado un solo penique. Había suscrito un contrato de representante para el vecindario y lo había guardado todo como un tesoro para suplir la ausencia de su padre, o quizá lo concibiese como una especie de regalo para él: bisutería, relojes perpetuos, jerséis noruegos de cuello vuelto, amplificadores de pantalla para agrandar la imagen del televisor, perfumes, fijadores de cabello, ordenadores de bolsillo, chalets de madera con damas y caballeros que salían o entraban según se avecinase buen o mal tiempo… cuyo valor ascendía a mil setecientas treinta libras, calculó Cadgwith cuando volvieron al salón, cifra que, sumados los intereses y las ganancias no percibidas y el tiempo de viaje y la visita y las horas extra, redondeó en mil ochocientas cincuenta que, concediéndoles un trato de amistad, se reducían de nuevo a mil ochocientas por pronto pago, o aumentaban a cien libras mensuales durante veinticuatro meses, debiendo hacerse efectivo el primer plazo en aquel mismo instante.

Elsie no alcanzaba a comprender cómo se las había ingeniado Sammy para poner en práctica semejante plan -solicitar los impresos, falsificar la fecha de nacimiento y lo demás, todo sin ayuda de nadie-, pero lo había hecho, ya que el señor Cadgwith llevaba consigo la documentación, cumplimentada, doblada y metida en un sobre marrón de apariencia oficial con una presilla de algodón y un botón como cierre: primero el contrato que Sammy había firmado, presentándose como un adulto de cuarenta y cinco años, la edad de Jack en el momento de su muerte, y luego el «Compromiso Solemne de Pago», con un león estampado en relieve en cada esquina para mayor solemnidad. _ Y Elsie habría firmado cualquier cosa en el acto, habría firmado la cesión del Reposo y todo lo demás que no poseía, con tal de sacar a Sammy del aprieto, de no ser porque en ese preciso instante, gracias a Dios, apareció Ollie con su andar desgarbado, después del último bolo de la jornada, todavía con la boina y el abrigo de color gris tobo, y encontró a Sammy sentado en el sofá como un cadáver con los ojos abiertos… y en cuanto a ella…, en fin, tras el fallecimiento de Jack pensó que nunca más lloraría, pero estaba equivocada.

En primer lugar Ollie, bajo la mirada de Cadgwith, leyó despacio los papeles, arrugando la nariz y frotándosela, frunciendo el entrecejo, como quien sabe qué busca y no acaba de gustarle. Lo leyó todo y luego, con expresión aún más ceñuda, lo releyó, y esta vez, mientras leía, pareció erguirse o plantarse o cuadrarse, o lo que fuese que hacía un hombre cuando se preparaba para una agarrada. Fue verdaderamente un descorrer el velo lo que Elsie presenció, como una escena de una película que a ella y a Sammy les encantaba, el momento cuando el héroe escocés sale de la cueva con la armadura puesta y el espectador descubre que es él, pese a que se sabía desde el principio. Y Cadgwith debió de percibir algo de eso, porque cuando Ollie hubo terminado de leer el contrato de Sammy por tercera vez -y después el «Compromiso Solemne de Pago»-, había empezado a desinflarse.

– Enséñeme las cifras -ordenó Ollie, así que Cadgwith le entregó las cifras, páginas y páginas, con los intereses incluidos, y al pie de cada página los totales en números rojos. Y Ollie leyó también las cifras, con la soltura que uno ve sólo en banqueros o contables, las leyó tan deprisa como si fuesen palabras. Finalmente dijo-: Lleva todas las de perder. El contrato no tiene pies ni cabeza; la contabilidad da risa; Sam es un menor, y usted, un sinvergüenza. Coja la puerta y ahueque el ala.

Y Ollie es desde luego todo un hombretón, y cuando no habla como si llevase algodones en la boca, tiene una voz en consonancia, potente, firme, con autoridad, la clase de voz que uno oye en las películas de juicios. Y también la mirada, cuando en lugar de fijarla en el suelo a tres metros por delante de él mira a la cara como es debido. Una mirada fiera. Una mirada como la de esos pobres irlandeses que han pasado años en la cárcel por crímenes que no cometieron. Y con su estatura y corpulencia, Oliver se acercó a Cadgwith y, sin separarse de él, lo acompañó hasta la puerta, con actitud en apariencia cortés. Y en la puerta dijo algo a Cadgwith para ayudarlo en su camino. Y si bien Elsie no llegó a oír sus palabras, Sammy sí las oyó con absoluta claridad, pues en las semanas siguientes, mientras recobraba el ánimo, las repetía en el momento menos pensado como una frase de aliento: «Y si vuelve a aparecer por aquí, le romperé ese asqueroso cuello», con una voz comedida, desapasionada, sin intención de amenazar, sólo a título informativo, pero sirvió de apoyo a Sammy a lo largo de su recuperación. Porque durante todo el tiempo que Sammy y Ollie pasaron en el taller embalando los tesoros para reenviarlos a Friendship Home Marketing, Sammy continuó musitándola para mantener alta la moral: «Si vuelve a aparecer por aquí, le romperé ese asqueroso cuello», como una plegaria de esperanza.

Oliver había accedido por fin a escucharla.

– Gracias, Elsie, ahora no puedo ponerme. Lo siento mucho, pero no es buen momento -respondió desde la sombra de la boina, sus modales intachables como siempre.

Luego se desperezó, una de sus contorsiones, arqueando la larga espalda y estirando los brazos hacia atrás y hacia abajo, con el mentón contra el pecho como un soldado de la Guardia Real llamado al orden. Erguido así, cuan alto y amplio era, su estatura resultaba excesiva para Sammy y su anchura excesiva para la furgoneta, que era roja y más alta que ancha y llevaba en el costado el rótulo autobús mágico del tío ollie, en gruesas y redondeadas mayúsculas de color rosa, parcialmente borradas a causa de los malos aparcamientos y los vándalos.

– Actuamos a la una en Teignmouth y a las tres en Torquay -explicó mientras se encajonaba en el asiento del conductor. Sammy estaba ya a su lado con la pelota roja entre las manos, dándose de cabezadas contra ella, impaciente por ponerse en marcha-. Y en el centro del Ejército de Salvación a las seis. -El motor tosió, pero no pasó de ahí-. Quieren jugar a toma ésa, jueguecito de mierda -añadió por encima del aullido de frustración de Sammy.

Hizo girar la llave de contacto por segunda vez, con igual resultado. Ya ha vuelto a ahogar el motor, pensó ella. Llegará tarde a su propio funeral.

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