Justo entonces oí un leve golpe en la puerta. Al otro lado de la pared de cristal de mi despacho, las luces estaban apagadas desde las tres, hora en que el banco había cerrado sus puertas para iniciar las vacaciones de Navidad.
Pearl y yo examinamos la forma en sombras que rondaba por el exterior.
—¿Qué explicación damos para mi presencia aquí si es Karp? —preguntó Pearl en susurros.
—Estamos charlando sobre tu nuevo trabajo —susurré a mi vez.
Pearl se levantó y abrió la puerta. Tavish apareció en el umbral cargado de hojas de ordenador impresas. Cruzó la habitación y esparció el grueso montón sobre mi mesa. Incluso mirándolo desde arriba, supe lo que era. Me dio un vuelco el corazón.
—Hemos descifrado la clave de verificación, señora —me comunicó—. Abriremos esas nuevas cuentas bancarias ahora. Creo que podemos esperar que esta noche se ingresen cantidades considerables en ellas.
—El destino —dije con una sonrisa, mientras Pearl y yo chocábamos las manos.
Tan sólo esperaba que no fuera demasiado tarde.
Telefoneé a la florista y encargué flores, todas blancas: lirios, crisantemos, narcisos, gipsófilas comunes, lilas blancas y ramas de cerezo; el suministro de un mes. La florista se quedó apabullada.
Raras veces invitaba a gente a mi casa, ya que era mi vía de escape, la nube donde me refugiaba para desconectar del mundo. Pero aquella noche decidí que sería más cómodo para Pearl, para Tavish y para mí estar allí que permanecer en un centro de cálculo a oscuras, comiendo pizza fría. Y probablemente también más seguro, desde el punto de vista de la posibilidad de ser detectados.
Llamé además a la tienda de licores para pedir champán helado y al Szechuan Deli, donde elegí por teléfono todos los platos especiales del menú diario del señor Hsu.
Al llegar a casa vi que el portero ya había dejado el vino junto a mi puerta, en su caja de hielo seco. El señor Hsu me aguardaba sentado junto a las cajas apiladas de flores, en el último escalón.
—Señora True —me dijo, levantándose para saludarme—. Le traigo la comida porque precisamente ahora voy camino de casa.
—Señor Hsu, ¿le gustaría tomar una copa de champán? —le propuse, mientras acarreaba las cajas de flores hasta el apartamento seguida por el señor Hsu y sus cajas de comida.
—No, debo regresar a casa, mi mujer me está esperando. Pero antes de irme desearía saber una cosa. ¿Cuántas personas cenarán con usted esta noche?
—Otras dos. ¿Por qué lo pregunta?
—Es justo lo que le he dicho a mi mujer; la señora True siempre encarga para treinta, aunque sólo sean tres. Mi mujer no me ha creído, mujer estúpida. Un día, cuando venga a mi restaurante, debe explicarle su filosofía. Es muy americana.
—¿Se refiere a lo de «más vale que sobre que no que falte».?
—Sí. Me gusta mucho esta filosofía americana. Un día me convertirá en un hombre muy rico.
No le expliqué al señor Hsu que todos los informáticos son adictos compulsivos a las «sobras». Le dejé disfrutar con su sueño capitalista. El señor Hsu me ayudó a meter la caja de champán y luego se despidió.
Apenas tuve tiempo de sacar y arreglar las flores, poner en su sitio el champán, colocar la comida en platos para calentarla en el horno, bañarme y cambiarme. Me empolvé, me eché colonia, y me estaba poniendo un suave jersey de cachemira cuando sonó el timbre de la puerta.
Pearl llegó vestida con un suéter de angora de color naranja rojizo, tan ajustado como un traje de baño, y Tavish con una camiseta a juego, seguramente elegida por Pearl, en la que figuraba la siguiente inscripción: «Los auténticos hombres comen caviar Beluga».
Descorchamos el champán, colocamos la botella en el cubo de plata que había junto a la mesita del café y nos sentamos sobre cojines desparramados por el suelo para comer y relajarnos como preparativo previo a la noche de agotador procesamiento informático.
—Sentada aquí, encima del mundo, rodeada de flores y champán —comentó. Pearl—, me siento como si todo lo demás, el banco, mi horrible carrera y ese desgraciado de Karp, fuera irreal.
—Pero, gracias a la tecnología moderna —puntualizó Tavish—, sólo están a una llamada telefónica de distancia.
Aquélla era la llamada telefónica que iba a cambiar mi vida, pensé.
A las nueve estábamos sentados en torno a la gran mesa lacada de mi estudio. Tavish tecleaba con una expresión resuelta, mientras Pearl y yo, cansadas a causa de la tensión y en parte también por el exceso de champán, bebíamos un café solo muy cargado y comprobábamos sus progresos de vez en cuando.
—Este ordenador, ¿Charles Babbage se llama?, tiene su personalidad. —Tavish sonrió desde detrás del PC—. Acaba de decirme que espera que le paguen horas extras por este trabajo.
Yo había hecho un trato con los Bobbsey Twins para que aquella noche me dejaran a Charles hasta muy tarde, con objeto de «acoplar» su lista de clientes a la del ordenador del banco y abrir nuestras nuevas cuentas.
El banco recibía nuevos clientes cada día, de modo que abrir cuentas como ésas no era más que un procedimiento ordinario, siempre y cuando dispusiéramos de un saldo inicial para poder abrirlas.
Y ese dinero saldría del sistema de transferencias telefónicas en cuanto nuestros «cambios en el programa» se trasladaran del sistema de prueba a la ejecución real en producción. Debido a que hasta las cinco de esa misma tarde, cuando Bobby había descifrado el código, no supimos qué harían exactamente esos nuevos programas, tuvimos que escribirlos a toda prisa, así como redactar los documentos de autorización necesarios para notificar al centro de cálculo que aquellos cambios iban a producirse esa noche. Por otro lado, era una época del año muy conveniente para pedir cambios de última hora a los sistemas de producción. Siempre había una larga cola de cosas que esperaban entrar en producción en cada sistema justo antes del cierre del ejercicio, y el sistema de transferencias no era una excepción. Me limité a añadir nuestros programas a los demás antes de salir de la oficina. Estaba segura de que los códigos estarían en el ordenador mucho antes de medianoche, captando transferencias y esparciendo el dinero por todas nuestras cuentas. Pero a las diez en punto ocurrió algo espantoso. Pearl y yo habíamos salido a la terraza y nos encontrábamos en medio de la niebla nocturna, buscando la calma tras el enloquecedor frenesí de la jornada. Tavish estaba dentro, dando los últimos toques. Acababa de copiar la lista procedente de Nueva York y de permitir que Charles Babbage desconectara para el mantenimiento nocturno.
De repente, le oímos gritar:
—¡Maldita sea! ¡Oh, maldita sea!
Corrimos al interior y encontramos a Tavish contemplando la pantalla del ordenador con mirada salvaje.
—¿Qué ha ocurrido? —exclamé, rodeando la mesa para ver la pantalla.
La voz de Tavish pareció hacerse eco en el fondo de mi cerebro cuando miré impotente las letras verdes que brillaban en la pantalla:
PRUEBAS EN EL BANCO DEL MUNDO
CONCLUIDAS POR HOY.
¡FELIZ NAVIDAD
Y FELICES FIESTAS!
—¡Han desconectado el maldito sistema de pruebas! —dijo Tavish, casi a gritos—. Mis malditos programas están ahí fuera en la cola, ¡y han desconectado el maldito sistema dos horas antes de lo normal!
—¡Mierda! —exclamé, paralizada delante de la pantalla y preguntándome qué demonios hacer. No me había sentido tan impotente en toda mi vida.
—Y nosotros repantigados aquí —comentó Pearl—, engullendo comida china y bebiendo champán como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. ¿Qué significa esto exactamente? ¿Qué ocurre ahora?
«Desde donde estás, puedes oír sus sueños —recitó Tavish—. Desalientos y desesperos y el vuelo y la caída y los grandes océanos de sus sueños…».
—¿Qué se supone que quiere decir eso? —preguntó Pearl, mirando a Tavish como si éste se hubiera vuelto realmente loco.
—Dylan Thomas —contestó Tavish—. Significa que nuestros sueños están acabados, nuestro sistema está acabado, nuestro proyecto está acabado y nosotros estamos acabados.
Se levantó y salió de la habitación en un trance vaporoso sin miramos a ninguna de las dos.
—¿Es eso cierto? —me preguntó Pearl—. ¿No podemos hacer nada?
—No lo sé —contesté, mirando aún fijamente la pantalla—. Realmente no tengo ni idea.
Eran las once de la noche y Pearl acababa de decirle a Tavish que le vaciaría la copa de champán en la cabeza si volvía a repetir una vez más: «Ojalá no hubiéramos…».
Fue entonces cuando tuve la idea. Sabía que era un disparo a ciegas, o peor aún, un jodido escupitajo al viento, pero estaba dispuesta a intentar cualquier cosa antes que pasarme toda la noche mirando las paredes y toda la semana siguiente mal diciéndome hasta que pudiera entrar de nuevo en el sistema.
—Bobby, ¿sabes escribir códigos objeto? —le pregunté a Tavish.
—Un poco, pero no es uno de mis hobbys precisamente —me contestó.
—¿Qué es un código objeto? —se interesó Pearl.
—Lenguaje informático —explicó Tavish—. Es aquello en lo que están compilados los otros programas, bits y bytes, inses ejecutables, órdenes que el ordenador puede comprender y llevar a cabo.
—¿Qué estás tramando? —me preguntó Pearl.
Pero yo seguía mirando a Tavish.
—¿Podrías coger el código objeto de esos programas que has escrito y colocarlo directamente en la biblioteca de producción real, como si estuvieran ya compilados y listos para funcionar?
—Claro, supongo que sí —dijo Tavish, con algo más que un deje de cinismo—. Por supuesto, tendríamos que conseguir que el departamento de operaciones desconectara el sistema de transferencias telefónicas, que justo ahora está funcionando veinticuatro horas al día, y me dejara entrar en los ordenadores para hacerlo. Pero estoy seguro de que estarán encantados de detener la producción para nosotros si les explicamos que tenemos que meternos en el ordenador para robar al banco esta noche.
—No quería decir eso —protesté, consciente de que lo que quería decir era aún más increíble—. Me refiero a que, si tuvieras la posibilidad de entrar en el sistema de producción ahora mismo, ¿podrías efectuar los cambios mientras el sistema de transferencias está funcionando?
Tavish me miró y se echó a reír.
—Estás bromeando, por supuesto —dijo.
—Traducción, por favor —se quejó Pearl—. ¿Quiere eso decir que al cerebro con traje de franela gris se le ha ocurrido alguna extravagancia?
—Se ha vuelto majara, desde luego —concedió Tavish—. Lo que tienen en el banco son máquinas «virtuales»; tienen cientos de unidades periféricas en línea, todas ellas introduciendo y extrayendo información rápida y eficazmente, y también tienen centenares de subdivisiones abiertas, paginando y analizando a una velocidad de nanosegundos…
—Para el carro —le interrumpió Pearl—. Me refería a una traducción a un inglés vulgar y corriente.
—Básicamente —dijo él con exasperación—, es como los Harlem Globetrotters del demonio haciendo juegos malabares con un millón de pelotas de baloncesto al mismo tiempo y a la velocidad de la luz. Entrar en una máquina de este tipo para efectuar cambios sería como intentar realizar una operación quirúrgica en el cerebro de un canguro utilizando un cronómetro.
—Una descripción muy lograda —le felicité—. ¿Crees que podrás hacerlo si consigo que entres?
Tavish meneó la cabeza y miró al suelo.
—Estoy loco, pero no tanto —me contestó en voz baja—. Además, no es posible entrar en el sistema desde una terminal conectada telefónicamente como ésta.
—No estaba sugiriendo que introdujeras los cambios por teléfono —le dije con una sonrisa—. Creo que deberíamos implantarlos en persona.
—¿Quieres decir… en la sala de ordenadores? —se asombró Pearl.
Tavish se puso en pie de un salto y arrojó la servilleta al suelo.
—No. No. ¡No y otra vez no! —gritó—. ¡Es completamente imposible!
Parecía algo histérico y yo comprendía perfectamente por qué. Si cometíamos el más mínimo error mientras un complejo conjunto de máquinas como aquél estaba en funcionamiento, todo el sistema se vendría abajo, provocando ese deprimente chasquido mortal que les produce pesadillas a los informáticos. Una vez que lo has oído, incluso un amago de apagón en un supermercado te pone mal cuerpo. En el caso del que yo hablaba, sería peor que bloquear un ordenador, puesto que, si metíamos la pata allí, nos cargaríamos la producción de todo el procesamiento internacional del Banco del Mundo.
Finalmente, si algo así ocurría mientras estábamos en el centro de cálculo, nos quedaríamos encerrados en sus entrañas, rodeados de círculos concéntricos de trampas y puestos de vigilancia. Estaríamos atrapados sin remisión, sin ninguna salida.
—Tienes razón —admití sombríamente—. No puedo pedirte nada tan peligroso. He perdido la cabeza al pensar siquiera en hacerlo yo misma.
—Esa apuesta te ha llevado demasiado lejos —dijo Tavish, calmándose un tanto y sentándose—. Claro está que, si tu amigo el doctor Tor estuviera aquí, la cosa sería diferente. Sin duda él podría hacer lo que me has pedido. Incluso ha escrito libros sobre el tema.
Fantástico, y yo no me había molestado en devolverle la llamada. No obstante, era improbable que Tor estuviera ansioso por coger un avión y acudir en mi ayuda, aunque yo supiera qué ayuda necesitaba. Después de todo, éramos rivales en la apuesta, como a él tanto le gustaba puntualizar.
Justo entonces sonó el teléfono. Y, pese a saber que sería llevar la sincronización demasiado lejos, tuve la extraña sensación de quién podría ser cuando le indiqué a Tavish con un asentimiento que cogiera el teléfono.
Tavish colocó la mano sobre el auricular.
—Un tipo llamado Lobachevski —me dijo—. Dice que es urgente.
Sonreí con una mueca, me acerqué y cogí el teléfono. Todo había terminado; sólo quedaba la puntilla. De algún modo, y a casi cinco mil kilómetros de distancia, Tor había percibido que acababa de ganar la apuesta.
—Vaya, Nikolái Ivánovich —dije afablemente—, qué alegría oírte. No he visto ningún nuevo tratado de tu cosecha sobre matemáticas euclidianas desde…, ¿cuándo fue, mil ochocientos cincuenta?
—Mil ochocientos treinta y dos, para ser exactos —contestó Tor—. No me has llamado.
—He estado muy liada —le aseguré—. En un auténtico embrollo, «para ser exactos».
—Cuando te envío un mensaje urgente, espero al menos la cortesía de que te intereses por mi situación. Es lo mínimo que yo haría por ti.