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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (12 page)

Degustar un jerez en el Sherry Netherland era mi tradición privada; me hacía evocar la Navidad en Nueva York.

Sentada allí, sola mirando a través de las ventanas escarchadas que daban a la Quinta Avenida, vi pasar a la gente cargada de montones de paquetes, paseando entre la nieve. Mientras estaba sentada, caliente y cómoda, sorbiendo el vino ligero y con sabor a nuez, volví a pensar en Tor.

Quizá para Nueva York no exista el tiempo, pero las personas cambian. Desde la última vez que había visto a Tor, él se había hecho rico, famoso y vivía proporcionalmente más recluido, mientras que yo me había convertido en una banquera. Me preguntaba en qué habría cambiado, si tendría tripa o se habría quedado calvo. Y qué le parecería yo tras todos aquellos años en los que, extrañamente, había pensado en él más a menudo cuanto más habían ido espaciándose sus llamadas…

Contemplé mi imagen en el espejo: alta y enjuta, toda ojos, boca y pómulos. Seguía pareciendo, como él solía decir, un chiquillo de catorce años haciendo novillos para ir a pescar.

Terminé el piscolabis y la bebida; luego, a eso de las diez, me acerqué a la recepción y recogí mi llave. El recepcionista me la entregó acompañada de una nota:

Tu restaurante favorito. A mediodía.

No había nombre, pero reconocí el estilo. Doblé la nota, me la metí en el bolsillo y subí a acostarme.

Mi restaurante favorito de Nueva York es el Café des Artistes, al otro lado del parque, frente a Sherry.

Como una estúpida, decidí caminar por la nieve en medio de un frío glacial. Lamenté mi decisión mucho antes de haber llegado al centro de Central Park South. Preparándome para protegerme del viento cruel, sepulté los puños en los bolsillos y dediqué el resto de la desafortunada excursión a recordar el brillante sol en la bahía de San Francisco, mis orquídeas de invierno y los pequeños veleros blancos deslizándose por las aguas verdeazuladas, y pronto me encontré temiendo todo lo que tenía que ver con el almuerzo hacia el que me encaminaba.

En algún lugar recóndito de mi subconsciente, sabía que el problema no era sólo que me preocupara poner en peligro mi carrera, la cual se encontraba ya en un callejón sin salida, al quebrantar las normas o la ley por perpetrar lo que era esencialmente un delito honorable, ni tampoco arrastrar a mis colegas a llevar a cabo un plan que podría explotarnos en las narices. Lo que me ponía nerviosa era estar de nuevo en Nueva York, con Tor, aunque no sabía por qué.

Sin embargo, nada más traspasar la puerta del Café des Artistes volví a la realidad, a lo que era a fin de cuentas Nueva York. El café había sido construido en los años veinte y seguía teniendo el aspecto parisino de la época de la expatriación de los literatos. En sus inicios había sido un bar para pintores, cuyos talleres de los pisos superiores se habían convertido más tarde en apartamentos privados. Las paredes del restaurante estaban cubiertas de murales de junglas llenas de loros, pinturas de conquistadores españoles desembarcando de sus galeones, monos, flora salvaje y coquetas desnudas de miembros dorados, asomando inesperadamente por entre el denso follaje, todo ello en un revoltijo de estilos que combinaba a Watteau, Gibson Girl y Douanier Rousseau; el auténtico
kitsch
de la Gran Manzana.

Ese día había un carrito de latón en el centro, repleto de frutas, ramos de flores, pasteles y cestas de pan recién hecho. El paté de conejo y la
mousse
de salmón también estaban allí expuestos.

Unos pasos a la izquierda, donde el bar formaba ángulo con un pasillo, encontré a Tor en uno de los reservados que había a lo largo de las paredes. Estaba tan cambiado que, de no haberme hecho señas, quizá no lo habría reconocido. Sus cabellos cobrizos le caían en rizos sobre el cuello, su piel parecía más blanca y su mirada más intensa. En lugar de los elegantes ternos que habían constituido su marca de fábrica, llevaba una desenfadada camisa de piel con flecos y abalorios y unos pantalones de fina gamuza que revelaban los músculos tensos de sus piernas. Tenía un aspecto viril y saludable y parecía diez años más joven, pero su sonrisa burlona seguía siendo la misma.

—¿Has venido andando desde San Francisco? —me preguntó con sarcasmo cuando se levantó para saludarme—. Llegas treinta minutos tarde y tu nariz parece de licor de marrasquino.

—Vaya, qué agradable bienvenida después de diez años —dije, sentándome en el reservado frente a él—. Estaba a punto de comentar que tú tienes un aspecto magnífico con ese atuendo provocativo.

Extendí una mano y le di un capirotazo en los abalorios de los flecos; él me dedicó una de sus radiantes sonrisas, la que disparaba una señal de alarma en mi cerebro.

—Gracias —me contestó con una buena dosis de encanto—. Tú tampoco tienes mal aspecto y todavía lo tendrás menos cuando dejes de moquear sobre la mesa. Ten, toma mi pañuelo e intenta hacer un uso adecuado de él.

Lo cogí y me soné la nariz.

—El sonido de un ruiseñor y los modales de una reina —dijo.

—¿Por qué no hablamos de negocios? —sugerí—. No he hecho un viaje tan largo para charlar sobre mis modales en la mesa.

—Has estado fuera mucho tiempo —contestó—. Has olvidado que aquí no hacemos las cosas así. Primero el aperitivo, el pescado, el pollo, la ensalada, los dulces y quizás el queso; los negocios se discuten mientras se toma el café, no antes.

—Me alegrará ver cómo te llenas la barriga, si ésa es la costumbre, pero yo no puedo engullir tanta comida.

—Bien, entonces déjamela a mí —dijo, y a un leve chasquido de sus dedos, un camarero se materializó junto a nuestra mesa con una botella de vino puesta ya a enfriar en su cubo.

—Siempre he querido preguntarte cómo haces eso —comenté, señalando hacia el camarero que se alejaba.

—ESP de restaurante…, gran control de la mente —contestó alegremente—. Funciona siempre. Con dos potentes mecanismos de transmisión no se necesita un alambre de cobre para completar un enlace con éxito. ¿Cómo crees que me enteré de lo de tu amigo Charles Babbage… y que me puse en contacto contigo?
[3]

Lo miré fijamente mientras me llenaba la copa de vino.

—Así que has interceptado nuestras longitudes de ondas. ¡Fantástico! Estoy almorzando con Nostradamus. No puedes controlar mi mente y nunca has podido. Me niego a creer que esté sentada en un restaurante, en el corazón de Maniatan, discutiendo seriamente sobre la telepatía mental.

—Bien. Si lo prefieres, discutiremos sobre los robos a bancos, puesto que eso te parece más sensato.

Eché una ojeada en derredor para asegurarme de que nadie lo había oído. A Tor no le había llevado demasiado tiempo sacarme de mis casillas. ¿Cómo conseguía siempre ponerme a la defensiva de esa manera? Era como si pudiera leerme el pensamiento y supiera lo que iba a dar en el clavo.

—Mejor será que hablemos sobre el menú —insinué fríamente.

—Ya he pedido —me comunicó, dándole vueltas a la botella en el hielo—. Como siempre he sostenido, a los niños no se les debería permitir…

—Tengo treinta y dos años, soy vicepresidenta de un banco —le informé, tratando de no parecer enojada— y he escogido ya unos cuantos menús por mí misma. Ahora soy una mujer adulta y no tu pequeña protegida, así que puedes olvidar ese numerito de
sage philosophe
.

No podía comprender qué tenía Tor para conseguir irritarme de tal forma. Lo había vuelto a descubrir en el mismo momento en que le vi levantarse para saludarme: él era la razón por la que me había ido de Nueva York diez años antes, y no la tentadora oferta del Banco del Mundo. Al igual que mi abuelo, Tor era la quintaesencia del artesano en busca de un pedazo de arcilla. Él mismo lo había dicho, ¿no era cierto? ¿Tenía yo la culpa de querer ser la escultora de mi propio destino?

Sin embargo, tras la pequeña diatriba que acaba de soltarle, él me contemplaba con una expresión rara que no lograba descifrar.

—Ya veo —me dijo enigmáticamente—. En efecto, eres una mujer adulta. Así que eso es lo que ha cambiado. No se me había ocurrido. —Se interrumpió unos instantes—. Creo que tendré que revisar mis planes.

¿Qué planes?, quise preguntar, pero me mordí la lengua al ver llegar mi lenguado al limón. Me dediqué a la cháchara superficial durante el resto de la comida, tratando de adaptarme a mis sentimientos contradictorios e indefinibles. Al pescado le siguieron unas chuletas de ternera con guarnición de verdura, una ensalada de lechuga suavemente aliñada y, finalmente, fresas frescas (todo un lujo en aquella época del año) con una espesa nata Devonshire.

Tor había permanecido extrañamente silencioso durante toda la comida. Me sentí como una glotona, pues, a pesar de mis protestas anteriores, había dado buena cuenta de todos los platos. Cuando Tor trató de meterme una fresa, chorreando nata, en la boca, aparté la cara.

—No necesito que me alimenten a la fuerza —protesté—. No soy una planta, ni una niña, ni tampoco…

—Ya hemos convenido en eso —dijo él secamente, sirviéndose café de una pequeña jarra de plata—. Y puesto que hemos venido aquí a hablar de negocios, es hora de empezar. ¿Por qué no me muestras tu esquema?

Saqué la gruesa carpeta y se la tendí. Uno a uno, Tor desplegó el lío de gráficos que Charles había producido para mí y recorrió con los dedos las líneas toscas que representaban el riesgo por dólares robados.

—Dios mío, ¿con qué has calculado estas cifras, con un dinosaurio? —me preguntó, alzando la mirada hacia mí.

A continuación sacó del bolsillo un aparato diminuto, más pequeño que una calculadora; era un microordenador de bolsillo del tipo que habían mencionado en la prensa y que aún no había salido al mercado. Tecleó unos cuantos número y luego estudió los resultados atentamente.

Mientras se ocupaba en garabatear número en un trozo de papel, estudiando alternativamente su máquina y mis gráficos, le hice señas a un camarero que pasaba y pedí natillas al caramelo con una ración extra de azúcar quemado. Tor alzó la vista brevemente para mirarme con repugnancia.

—Creía que no podías comer ni una pizca más —dijo.

—Es prerrogativa de las mujeres cambiar de opinión —señalé.

Pero, cuando llegó el postre, metió una cucharilla sin levantar la vista de los gráficos y se sirvió una porción de las empalagosas natillas. Me miró con una expresión traviesa.

—En el fondo siempre me ha divertido tu deseo de hacer la cosas a tu modo —admitió, dando unos golpes con le lápiz sobre los gráficos que tenía delante—. Según estas cifras tienes que conseguir realizar el robo en un período no superior a dos meses. Y lo máximo que conseguirás robar serán unos diez millones.

Tor levantó su taza y bebió un sorbo de café.

—Supongo que crees que tú puedes hacerlo mejor —dije con sarcasmo.

—Mi querida jovencita —me replicó con una sonrisa—, ¿sabía Strauss bailar el vals? Al parecer has olvidado todo lo que aprendiste en otro tiempo bajo la batuta del maestro. —Se inclinó hacia delante para acercar su rostro al mío y me miró directamente a los ojos—. Yo puedo robar mil millones de dólares en dos semanas —afirmó.

El camarero rondaba pro allí, sirviéndonos más café y cepillando las migas de la mesa con ademanes ostentosos. Tor pidió la cuenta y la pagó en el acto mientras a mí se me llevaban todos los diablos en silencio.

—¡Me dijiste que querías ayudarme, no que ibas a elevar las apuestas! —siseé en cuanto se marchó el camarero—. Me dijiste que si te enseñaba mi plan podrías mejorarlo. ¡Por eso he venido!

—Y lo he mejorado —replicó, ofreciéndome otra de sus sonrisas de gato—. Tu plan presenta muchos problemas, así que he ideado uno por mi cuenta; un modelo superior, si se me permite decirlo. Siempre he creído, ¿sabes?, que es más fácil robar sumas de dinero realmente importantes ¡sin utilizar un ordenador para nada!

—Oh, no, ésa no me la trago —espeté, al tiempo que recogía mis gráficos—. Si crees que estoy lo bastante loca como para robar mil millones de dólares sin utilizar un ordenador, es que has perdido el juicio.

—No seas absurda —dijo Tor, poniendo una mano sobre la mía por encima de la mesa para aplacar mi impaciencia—. Por supuesto que no lo creo. ¡No te sugiero que hagas nada parecido! Naturalmente, estaba hablando de mí mismo.

Me quedé paralizada y lo miré. Sus ojos eran dos brasas negras y las ventanas de su nariz se agitaban como un pura sangre piafando antes del pistoletazo de salida. Debería haberlo previsto, debería haber reconocido aquella mirada que tan cara me había costado en el pasado, pero no pude resistir la curiosidad.

—¿Qué quieres decir con eso de tú mismo? —inquirí cautelosamente.

—Me gustaría proponerte una pequeña apuesta —me dijo—. Cada uno de nosotros robará la misma suma de dinero, tú con un ordenador y yo sin él. En realidad, yo seré como John Henry con su pequeño martillo y tú como la gran máquina de acero. ¡La eterna lucha del hombre contra la máquina, del alma contra el acero!

—Muy poético —admití—, pero no demasiado práctico.

—Que yo sepa, John Henry ganó su apuesta —dijo Tor con aire de suficiencia.

—Pero murió por conseguirlo —señalé.

—Todos tenemos que morir tarde o temprano, es sólo una cuestión de tiempo —explicó Tor—. Es preferible tener una sola muerte grandiosa que muchas pequeñas, ¿no estás de acuerdo?

—El mero hecho de ser mortal no me hará desear elegir el modo de enterrarme esta tarde —le contesté—. Esto empezó como una pequeña travesura para demostrar que la seguridad bancaria no funciona. Dijiste que me ayudarías, pero al parecer lo quieres convertir en una estafa financiera internacional. ¿Mil millones de dólares? Creo que te falta un tornillo.

—¿Crees que esos banquero con los que trabajas son los únicos malos de la película? —dijo muy serio—. Yo tengo que tratar casi a diario con el SEC
[4]
, realizar las operaciones comerciales, mercantiles y bursátiles. Sé cosas sobre su modo de actuar que te helarían la sangre. La mejor ayuda que puedo ofrecerte, mi encantadora confidenta, es ensanchar tus horizontes. Y lo voy a hacer ahora.

Se levantó de improviso y me tendió una mano.

—¿Adónde vamos? —pregunté, mientras nos poníamos los abrigos y nos encaminábamos hacia la puerta.

—A echar un vistazo a mis aguafuertes —me contestó enigmáticamente—. Eres una chica que al parecer necesita que la seduzcan para actuar.

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