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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (32 page)

Se quitó el pijama chorreante y lo dejó caer en el suelo, en confuso y empapado montón. Luego, me sacó el camisón roto y mojado por la cabeza y me llevó a la bañera, donde aguardaba un baño caliente de burbujas, y me metió en ella. Me recorrió un hormigueo por toda la piel, que empezó a escocerme. Tor también se metió.

Se trataba de una bañera esmaltada y honda con patas en forma de garras de león. El agua me inundó la nariz cuando sumergí la cabeza.

—¿Te ha gustado? —preguntó Tor con una sonrisa.

—Me ha encantado —confesé. Me tapé la nariz y volví a sumergirme para quitarme la suciedad del pelo. Cuando volví a salir, añadí—: Pero ahora me muero de hambre.

—Te prepararé algo de comer; hay provisiones más que suficientes, tal como dispuse cuando telefoneé desde Nueva York. Los propietarios se ofrecieron a cocinar como parte del trato, pero yo confiaba en que pudiéramos estar solos para charlar.

—Aún estoy recuperándome de la pequeña charla de anoche —comenté con una sonrisa.

—Hablo en serio —afirmó—. No estaba preparado para la aventura a la que me abocaste en el momento mismo en que traspasé el umbral de tu casa, y tampoco para lo que pasó luego entre nosotros, aunque confieso que eso se me había ocurrido más de una vez en el transcurso de estos doce años. Lo cierto es que he venido a pedirte ayuda. ¿Te contó Lelia lo que había hecho?

—Me dijo que tú y Georgian estabais enfadados con ella, pero no me explicó por qué —respondí.

—Entonces será mejor que te lo cuente. Se llevó los bonos a Europa, pero no estableció las líneas de crédito que yo quería, sino que obtuvo préstamos.

—Prácticamente es lo mismo —señalé.

—Salvo por la cuestión de los intereses —concedió—. Aún no estamos listos para invertir el dinero y, gracias a Lelia, ya tenemos que empezar a pagar. Pero eso no es todo; también acordó unos términos pésimos. Con unos títulos pignoraticios por valor de doscientos centavos el dólar, tendríamos que haber conseguido unas condiciones inmejorables, ¡Y Lelia firmó contratos incluso con penalizaciones por pago anticipado!

Sonaba bastante mal, tuve que admitirlo. Con aquel tipo de acuerdo, Tor no podría devolver el dinero y decir que todo había sido una equivocación, ni tampoco podría amortizar los préstamos por anticipado aunque acabara ganando un montón de dinero con sus inversiones. Si trataba de hacer cualquiera de las dos cosas, tendría que pagar unas penalizaciones considerables.

—Lo que no entiendo —me decía, mientras se enjabonaba el pecho—, es por qué lo hizo. No quiso explicármelo. No paraba de decir: «Eso les enseñará, eso les enseñará», como si estuviera intentando demostrar algo.

—¡Oh! —exclamé, soplando las burbujas que tenía en la mano y hundiéndome más en la bañera.

—¿Oh? —dijo Tor—. Por favor, infórmame. Te aseguro que ya nada puede sorprenderme.

—Es por los Rothschild, creo —le conté—. ¿Recuerdas cómo se enfadó cuando hablaste de ellos aquella noche? No a causa de los Rothshild en concreto, sino por los banqueros alemanes en general, o quizá por todos los banqueros. Los Daimlisch eran también una familia alemana de banqueros, ¿sabes? Por eso los conocía tan bien, a través de mi abuelo. El marido de Lelia era la oveja negra, el único que quiso romper con la banca y emprender algo nuevo y diferente en su vida…

Me detuve al comprender que estaba acercándome peligrosamente a un tema que me tocaba muy de cerca. Tor sonrió ampliamente al oírme apuntar, por primera vez, un indicio de que tal vez la banca no corría por mis venas como una herencia genética.

—Daimlisch prosperó por su cuenta; proseguí —pero se puso enfermo y, cuando estaba agonizando, necesitó dinero. Lelia fue a Alemania, en contra de los consejos de su marido y sin que éste lo supiera, y le pidió un préstamo a la familia.

—¿Se lo negaron? —inquirió Tor, sorprendido.

—Él había ido por otros derroteros, le había dado la espalda a la banca; no le dieron ni un centavo. Lelia empeñó las joyas; incluso ahora, apuesto a que la mayor parte de lo que lleva es falso. No se recuperó nunca. Yo sabía lo que ella y Georgian opinan sobre la banca, ¡por eso contaba con que estarían más que contentas de cooperar en nuestra apuesta!

—Así que quería ser rica, aunque sólo fuera por un día —dijo Tor, alzando una ceja—. Quizás eso explique su disparatada acción, pero eso no resuelve mi problema. Tengo millones en bonos, garantizando préstamos a nombre de Lelia. Ahora tendré que vigilarlos como un halcón hasta que se amorticen, por si acaso pretendieran recuperar alguno de ellos.

—¿Recuperar? —me extrañé—. ¿Qué significa eso?

—Teníamos prisa en imprimir —explicó Tor—. Cometí la equivocación de copiar algunos bonos amortizables por anticipado como títulos pignoraticios, bonos que pueden recuperarse si el emisor decide cancelarios. El portador, o el dueño, cuentan con un número establecido de días para amortizar su valor nominal.

—Tienes miedo de que los auténticos dueños los saquen de la cámara acorazada para amortizarlos y descubran que los que ellos tienen son falsos —dije.

—Eso no es todo —continuó Tor—. Mientras los nuestros, los bonos auténticos, estén en Europa garantizando los préstamos de Lelia, esos bancos europeos seguirán esperando que pidamos que los devuelvan para amortizarlos, puede que incluso lo hagan ellos por nosotros. Para evitarlo, tendremos que cancelar nuestro préstamo pagando una severa penalización, como Lelia acordó servicialmente, o conseguir otros valores pignoraticios que sirvan de garantía. Y no tenemos otros, a menos que queramos robar un banco.

—¡Oh, no! No queréis —exclamé—. Mientras mantenga las transferencias «dentro» del banco, especialmente en cuentas falsas a nombre de otras personas, técnicamente no estoy haciendo nada ilegal. Al menos, tendrán muchos problemas para relacionarlo conmigo. Pero sacar del banco el «dinero contante y sonante», que tanto me ha costado ganar, para cancelar préstamos auténticos en otro país, ¡eso es una condena en una penitenciaría federal!

—¿El dinero que tanto te ha costado ganar? —preguntó Tor, levantando una ceja y sonriendo maliciosamente—. Al parecer has olvidado nuestra cita de la otra noche en el centro de cálculo. ¿Quién fue el que salvó tu hermoso culo con hoyuelos, querida mía?

—La gratitud me rinde a tus pies —le aseguré, besando una rodilla que había surgido del agua—, y también me estoy convirtiendo en una pasa en esta bañera. Cogeré la lista de tus valores en peligro y haré un seguimiento por ordenador, pero tendré que explicárselo a los miembros de mi equipo de apoyo, a quienes conociste anoche, para saber si están dispuestos a jugarse el cuello para cubrir tus préstamos. Por cierto, ¿qué piensas hacer con todo ese dinero?, si puedo saberlo.

—Vaya establecer un refugio fiscal, un lugar como Mónaco o las Bahamas, donde aquellos que deseen realizar transacciones libres de impuestos estén protegidos de semejante carga. Obtendremos beneficios gracias a que tendrán que utilizar nuestra moneda y atenerse a las normas de nuestras leyes fiscales.

—¿Qué país te permitirá establecer tus propias leyes y moneda, y actuar como refugio-fiscal? —quise saber.

—Ninguno —contestó con una sonrisa. Salió de la bañera y se secó con una toalla—. Así que supongo que sencillamente tendré que crear mi propio país.

Quise preguntar muchas más cosas, pero Tor me dijo que lo discutiríamos más tarde y salió de la habitación. Abrí la ducha cuando la bañera se vació y me lavé el pelo para quitarme la suciedad de la bahía. Luego me sequé, me envolví en una esponjosa toalla y me acerqué a la chimenea para secarme los cabellos junto al fuego.

Tor había bajado a preparar café y panecillos humeantes untados de miel y mantequilla, que despedían un olor delicioso. Cuando salí de la bañera estaba de nuevo allí, de pie, agitando el fuego completamente desnudo.

—Me siento como una rata remojada —comenté, pasándome la mano por los cabellos.

Tor se volvió y me miró, pero no dijo nada.

—Abuelita, qué ojos tan grandes tienes —dije riendo. Él soltó el atizador y se acercó a mí. Me quitó la toalla y la dejó caer en el suelo.

—Son para verte mejor, querida —murmuró, mientras recorría lentamente mi cuerpo con los dedos, como si se lo estuviera aprendiendo de memoria, centímetro a centímetro.

—Abuelita, qué manos tan grandes tienes —seguí, sintiendo algo más que una leve debilidad.

—Son para tocarte mejor, querida —susurró. Luego me levantó en brazos como si fuese un fardo y se dirigió a la cama—. ¿No te preocupa lo que viene después? —preguntó con picardía.

—No te lo creas tanto; no es tan grande.

—Lo suficiente.

Tor se echó a reír y me arrojó sobre las almohadas.

—Abuelita —dije—, creo que está creciendo.

—Es para hacer mejor lo que tú ya sabes, querida —me dijo, colocándose encima de mí.

—¡Vaya, creo que no eres mi abuela! —exclamé con horror fingido.

—Si haces estas cosas con tu abuela, querida, no me extraña que te hagas un lío con tu sexo.

—No me hago un lío; sé exactamente qué partes se corresponden entre sí —le aseguré.

—Sin duda —admitió, mientras yo me retorcía bajo las sábanas—. ¿Qué crees que estás haciendo ahí?

—Explorando otras partes, para descubrir qué hacer con ellas. —Mi lengua se deslizaba por su piel, y él se estremeció—. Sabe a sal, como el mar —comenté.

—¿Se trata de un estado de cuentas?

—Sí, te enviaré información actualizada sobre el terreno —contesté, descendiendo con lentitud por su cuerpo.

—Dios mio, esto es fantástico… ¿Qué estas…?

La frase quedó interrumpida y noté que sus manos me acariciaban los cabellos. Luego, Tor se aferró a ellos y me subió de un tirón. Selló mi boca con la suya y me abrazó con fuerza. Cuando me aparté, sus ojos lanzaban chispas oscuras desde las almohadas donde apoyaba la cabeza. Estaba muy pálido a la luz que se filtraba entre la niebla y entraba por las ventanas.

—¿Cómo es posible que uno desee tanto a otra persona que le produzca dolor físico? —preguntó.

—Quizá me duela más a mí que a ti —repliqué—, pero eso no significa que vaya a parar.

Apreté los labios contra su vientre y se estremeció. Luego recorrí su cuerpo como si fuera una escultura que quisiera aprender de memoria. Noté que se agitaba y estremecía bajo mis manos y mis labios, mientras yo memorizaba los duros y tensos músculos cubiertos por las sábanas. Y por fin gimió y gritó, y se aferró de nuevo a mí cuando su cuerpo se puso rígido y tembló y sufrió espasmos. Después se quedó quieto.

Me dejé caer junto a él y lo miré tendido allí, con los ojos cerrados, el rostro de rasgos enérgicos y angulosos, y los rizos de cabello cobrizo sobre la almohada. Él abrió los ojos y me miró.

—¿Qué diablos has hecho? Ha sido magnífico —susurró sin moverse.

—Capuchina —dije. Al ver la confusión en su rostro, añadí—: Sabes a capuchina.

—¿Una flor? —preguntó con una sonrisa.

—En el jardín de Monet, en Giverny —confirmé, riendo. Pero de repente pareció preocupado y yo no estaba segura de la razón.

—¿Qué pasa? —inquirí.

—Hay algo que supongo que debería decirte —contestó, levantando la vista hacia mí y estudiando mi cara—. Me temo que es bastante peor que el problema de Lelia y de los bonos, y desde luego no formaba parte de mi plan inicial. Aunque hace tiempo que lo sé, no estaba seguro de cómo decírtelo.

—¿Es algo potencialmente peligroso? —pregunté al tiempo que me incorporaba, algo alarmada.

—Mucho —admitió.—Querida mía, te amo.

Movimiento de dinero

En ningún otro lugar se desarrolla mejor la riqueza que en la entrepierna de las personas.

EZRA POUND,

Los Cantos

VIERNES, 25 DE DICIEMBRE

Said al-Arabi no visitaría La Meca aquel año.

Era el operador de la red de transferencias del Banco Comercial Nacional en Riad, Arabia Saudí. La tarde del 25 de diciembre estaba solo en la sala del télex del banco, enviando transferencias a Estados Unidos para realizar pagos por cuenta de hipotecas sobre propiedades inmobiliarias sauditas en ese país.

Said al-Arabi, sentado ante la máquina del télex, tecleaba el código de acceso, que era enmascarado por la máquina (ocultación en la pantalla) mientras él lo introducía, para que nadie pudiera verlo aunque estuviera mirando por encima de su hombro.

Luego introdujo el resto de la información necesaria para efectuar la transferencia:

De: Banco Comercial Nacional, Riad, Arabia Saudí

Número de cuenta: XXX

A: Banco del Mundo, San Francisco, California, USA

Pagar a la orden de: Número de cuenta en depósito: XXXX

Importe: $50.000 y nº/1OO

Fecha: 25 de diciembre de 19xx

Mensaje: Para pago de propiedad comercial,

Lago Tahoe, California

Fin.

Said al-Arabi apretó tecla de «enviar» de su télex, poniendo así en marcha la transferencia. Después cogió del montón otra de las transferencias que debía introducir.

LUNES 28 DE DICIEMBRE

A las ocho y media de la mañana, Susan Aldridge llegó a la sala de transferencias del Banco del Mundo. Era el primer operador que entraba en ella después de las Navidades, y la puerta aún estaba cerrada. Echando pestes de su jefe y de sus colegas por llegar tarde, y consciente de que tendría que ser ella quien se encargara de la mayor parte del trabajo atrasado, bajó a la sala de seguridad para pedir la llave con su firma. Probablemente se estaban recuperando de las vacaciones de Navidad, pensó hoscamente mientras regresaba para abrir la puerta y ponerse a trabajar.

Susan conectó su terminal y se retocó los labios en un espejo de mano mientras esperaba la señal de que la máquina estaba lista para empezar. Al cabo de unos minutos recogía el primer cable del día:

De: Banco Comercial Nacional, Riad, Arabia Saudí

Número de cuenta: XXXX

A: Banco del Mundo, San Francisco, California, USA

Pagar a la orden de: Frederick Fillmore, Número de cuenta XXXX

Importe: $800 y nº/100

Fecha: 25 de diciembre de 19xx

Mensaje: Ninguno

Fin.

«¡Qué extraño!», se dijo Susan. A finales de cada mes, el banco saudí solía realizar los pagos hipotecarios de sus propiedades en California, pero se trataba de cantidades mucho más importantes que ochocientos dólares. No valía la pena enviar un cable que costaba nueve dólares por un importe tan pequeño. Pero con aquellos árabes, ¿quién sabía? Tenían intereses en todas partes.

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