El príncipe se echó a reír.
—En realidad, he pensado en una posible solución —admitió Rothschild modestamente—. Si mi hijo pudiera viajar en el séquito de un miembro de la nobleza, alguien de quien Vuestra Alteza supiera que planea viajar a Francia con algún propósito, entonces podría persuadirse a la persona en cuestión…
—En realidad, está a punto de producirse un acontecimiento semejante en París, lugar al que pronto acudirá toda Europa, como estoy seguro de que ya sabes —dijo el príncipe, frunciendo el ceño ligeramente.
—¿Os referís quizás, a las bodas reales? —sugirió Meyer Amschel.
—Si se puede honrar el matrimonio de ese pagano y advenedizo corso con una descripción tan amable, sí —gruñó el príncipe—. ¡Dios del cielo, repudia a su mujer ante los ojos de Dios y desposa a otra antes de olvidar a la primera! ¡Voto a…, se me hiela la sangre! Ni siquiera los cardenales asistirán; pero toda la nobleza europea se disputa los mejores sitios como si se tratara de una pelea de gallos. Bien, Rothschild, si te place ver a tu hijo en semejante compañía… Aunque confieso que no se me ocurre quién, de entre mis conocidos, si me disculpas por decirlo, estaría dispuesto a admitir al hijo de un mercader judío en su séquito en semejante ocasión. Tendremos que discurrir mucho para resolver este problema, porque yo no pienso asistir a ese desastre.
—Sí, Alteza. Tendremos que hallar a alguien que desee con vehemencia asistir a la boda de Napoleón y la archiduquesa María Luisa, pero que por alguna razón, quizá por la falta de recursos financieros…
—¡Ajá! ¡Rothschild, sabía que no acudirías a mí sin tener un plan! De modo que es mi tetera lo que quieres, no mi consejo, ¿no es así? —dijo riendo.
El príncipe de Thurn und Taxis se mostraba un tanto indiscreto, pues, en su calidad de administrador jefe de Correos de la Europa central, en el pasado había tenido a menudo la oportunidad de abrir sobres con aspecto oficial mediante vapor y de compartir el contenido con Rothschild, para beneficio de ambos.
El príncipe dio dos palmadas y un ayudante se apresuró a acudir. El príncipe garabateó varios nombres en un trozo de papel y se los tendió al ayudante.
—Ve a Correos y recoge toda la información que encuentres sobre estas personas —le ordenó—. Rothschild, quizá tengas la solución antes de que el sol se ponga.
—Vuestra Alteza es sumamente amable y, si se me permite decirlo, posee una gran agudeza para hallar la solución a los problemas —replicó Meyer Amschel con un centelleo en los ojos.
El gran duque Van Dalberg se negó a incluir al joven James Rothschild en su séquito para las bodas reales. Sin embargo, el príncipe, conocedor de la situación financiera del gran duque, se lo propuso en otros términos. Rothschild asumiría por completo el coste de carruajes, ropas suntuosas y demás gastos necesarios para disfrutar de una lujosa y larga estancia en París, siempre y cuando el duque le hiciera el favor de proporcionarle, no uno, sino tres pasaportes abiertos que permitieran a sus hijos instalarse en Francia. El duque accedió con entusiasmo.
En marzo de 1811, Carl y Solomon Rothschild estaban firmemente establecidos en Francia, y James, el más joven de todos los hermanos, se hallaba comiendo pasteles con monsieur Mollien, el ministro francés de Finanzas, en el despacho de éste. El sol inundaba la habitación, que se hallaba repleta de jacintos cortados en los jardines nevados de las Tullerías.
—Monsieur Rothschild —empezó a decir monsieur Mollien, limpiandose el labio superior, manchado de la espesa crema del pastelillo que se estaba comiendo—, acabo de escribirle al emperador advirtiéndole de lo que me ha dicho usted. Pero ni siquiera ahora puedo creer que semejante golpe de suerte sea verdad.
—Vaya, bromea usted —replicó James—. Sin duda el ministro francés de Finanzas no esperará que crea que considera a los ingleses más inteligentes en materia financiera que los franceses.
—¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! ¡Son unos estúpidos, los ingleses! Todo el mundo piensa lo mismo. Sólo quiero decir que a cualquiera le resulta difícil imaginar que los ministros de Londres, a menos que sean los más viles traidores, ¡decidan devaluar la libra un diez por ciento y la guinea más de un treinta por ciento! ¿Cómo es posible que reduzcan su propio papel moneda en tiempo de guerra?
—Pero, usted mismo, monsieur Mollien, ha visto las cartas —repuso James tranquilamente.
—Sí, sí, por supuesto. Y aunque no fuera así, la política del emperador es conseguir que a Inglaterra se le agoten todas sus reservas de oro y plata, política a la que esa medida no hace más que contribuir. Sabemos que ningún ejército puede luchar con el estómago vacío o descalzo. Y sabemos que el general Wellesley está pasando grandes apuros en la península. La guerra terminará pronto, se lo aseguro. Hemos interceptado cartas de Wellesley a sus ministros de Londres pidiendo que se llame a las tropas de vuelta al país, puesto que su propio gobierno no puede proporcionarle suministros. Quizá los ingleses controlen los mares, como tanto les gusta afirmar, ¡pero nosotros, los franceses, controlamos la tierra! Mientras anden escasos de oro, no podrán enviarle grandes cargamentos a Wellesley; no pueden arriesgarse a que cortemos sus líneas de suministro.
El ministro francés concluyó su conferencia sobre la guerra y la economía con una floritura y se metió otro pastelillo en la boca.
—Es una suerte que el emperador haya adoptado esta estrategia, monsieur Mollien —replicó James cortésmente—, ya que me resultaría harto incómodo pasar ese oro inglés a Alemania. Para ello tendría que atravesar los Países Bajos, y serían precisos tantos sobornos que realmente no valdría la pena el esfuerzo realizado. En cambio, al permitírseme traerlo a través de Dunkerque, el gobierno francés será el primer beneficiado. Le felicito por su visión de futuro.
—Me enorgullezco —dijo Mollien, con la boca llena— de ser un juez excelente del carácter de las personas. Es bien sabido en Francia que los judíos están más interesados en conseguir beneficios para sí mismos que en afiliaciones nacionales de ningún tipo. En cierto sentido, son hombres sin país. Quizá resulte costoso arrancarle ese oro al tambaleante imperio británico, pero sus pérdidas supondrán un beneficio para Francia; y cuando el Código Napoleónico se implante en Alemania, los judíos de Frankfurt podrán negociar libremente y tener propiedades por primera vez en mil años.
—Es en verdad una suerte para nosotros que monsieur Mollien vea las cosas de ese modo —dijo James.—Y la historia le recordará por ello.
Nathan se había pasado dos años comprando lingotes de oro y plata de la Compañía de las Indias Orientales, en Londres. Consiguió comprar una cantidad considerable, pues, mientras el gobierno británico esperaba que bajase el precio, él estaba dispuesto a pagar lo que le pidieran.
El precio no bajó y, al llegar la primavera de 1811, cuando el Tesoro británico buscaba desesperadamente el oro que necesitaba para sostener a sus ejércitos, Nathan se lo vendió a un precio más bajo que el del mercado, pero suficiente para que le reportara beneficios.
Nathan creía en la acción, no en las promesas, e Inglaterra era el único país europeo donde todos los ciudadanos, independientemente de su religión, tenían derecho a la propiedad. Su intención era hacer que las cosas continuaran siendo así.
—Señor Herries —le dijo Nathan al comisionado en jefe—, ahora que nuestra transacción se ha completado a su entera satisfacción, ¿puedo tener la osadía de preguntarle qué piensa hacer con todo ese oro?
—Ésa es una pregunta muy atrevida, señor Rothschild —repuso Herries—. Como cualquiera debería haber supuesto ya, nos encontramos en una gravísima situación debido a ese maldito corso que gobierna toda Europa, casándose con nuestros aliados y sentando a sus parientes en el trono de todo país que se le pone a tiro.
—Así pues, ¿planean utilizar el dinero para extender su poderío naval y proteger así las costas inglesas de sus vecinos? —preguntó Nathan.
—Rothschild, usted no es ningún estúpido —replicó Herries rudamente—. Es el hombre más inteligente que conozco y, sin duda, el que tiene mayor visión de futuro. Ya sabe que lord Wellington está atravesando una situación crítica en estos momentos. El ejército con el que lucha en la península Ibérica no ha recibido oro alguno en varios meses, puesto que no teníamos nada para enviarle. Nuestra economía ha empeorado muchísimo en estos tiempos, las colonias americanas han vuelto a rebelarse y confieso que la guerra contra ellas puede estallar en cualquier momento, ahora que se sienten lo bastante fuertes como para desafiar nuestra supremacía marítima. El rey, seamos francos, está demasiado enfermo para ser de utilidad. El primer ministro toma una decisión distinta cada día, por lo que ha conseguido enfurecer al pueblo. Confidencialmente, debo decirle que el estado de la nación es el de la más completa confusión, que si Wellington no consigue ganar la guerra peninsular rápida y limpiamente, será llamado de vuelta de España.
—¿De verdad? —dijo Nathan, que conocía el estado del Tesoro británico mejor que el propio Herries.
El invierno anterior, Nathan había acaparado las letras de cambio que el predecesor de Herries en el ministerio aconsejado girar a lord Wellington, con cargo a los bonos del Tesoro británico, para contribuir a financiar la guerra. Esas letras de cambio habían pasado a manos de Nathan a través del despiadado y traidor bloque financiero siciliano, cuyas riquezas, conseguidas por métodos reprobables, siempre eran obtenidas mediante especulaciones en los países de estrella declinante. Los sicilianos eran las aves carroñeras de la comunidad financiera europea y nunca compraban nada por más de una cuarta parte de su auténtico valor; en consecuencia, si los valores negociables ingleses obraban en su poder, debía de ser porque eran los únicos a quienes Wellington podía vendérselos para obtener los fondos que tanto necesitaba. Gracias a ese solo hecho, Nathan sabía más de la situación que si hubiera recibido un informe financiero detallado del propio Tesoro.
—Entonces, ¿planean enviar ese oro a Wellington para mantenerle vivo en la península? —inquirió Nathan.
—Ése es el propósito al que está destinado el oro, pero me temo que no hay modo de llevarlo a cabo —admitió Herries tristemente—. Imposible enviarlo por barco; tres barcos han sido hundidos frente a la costa en otros tantos meses. Y enviarlo a través de territorio aliado llevaría demasiado tiempo y lo pondría en grave peligro. La guerra podría terminar, en realidad, antes de que hallemos el modo de hacerle llegar el oro a Wellington.
—Quizá yo pueda sugerirle algo —apuntó Nathan.
—Cualquier sugerencia será bienvenida en estos momentos —dijo Herries—, aunque temo que hayamos agotado todas las posibilidades.
—No todas —repuso Nathan—. Hay una que no ha mencionado. Si lo desea, yo estaría dispuesto a llevarle el oro a Wellington personalmente, claro está, por un cierto precio. Estoy dispuesto a garantizar la entrega.
—¿Personalmente? —dijo Herries, con una sonrisa flotando en sus labios—. Mi querido Rothschild, es usted un brillante financiero, pero me cuesta creer que pueda caminar por encima de las aguas, que es justo el milagro que necesitamos ahora. ¿Y cuál sería la garantía?
—Que todo el oro que no pueda entregar lo repondré de mi propio bolsillo —contestó Nathan tranquilamente.
—Pero ¿cómo piensa llegar hasta allí?
—Deje que yo me preocupe por eso —repuso.
Mientras Mollien enviaba cartas al emperador felicitándose a sí mismo por el gran éxito que estaba obteniendo en su tarea de vaciar las arcas británicas de oro, James Rothschild se hallaba en los mercados monetarios de París, convirtiendo el flujo regular de oro que recibía de Nathan en letras pagaderas en bancos españoles.
Sus hermanos Carl y Solomon se relevaban en el trayecto de París a España, a través de los Pirineos, desapareciendo en las montañas con sus letras y volviendo con recibos del duque de Wellington. Y los franceses no se dieron cuenta jamás de que el oro que habían permitido sacar de contrabando de Inglaterra en dirección a Francia, estaba siendo enviado por medios legales a España y utilizado para alimentar al ejército de Wellington. Éste, con las arcas repletas, pronto consiguió derrotar a los franceses en la guerra peninsular y entrar en Madrid.
El padre de Nathan, Meyer Amschel, permaneció en Frankfurt con su hijo mayor, Amschel, controlando cuidadosamente las noticias que llegaban de la guerra a través de la central de Correos y enviando esas noticias a los demás. Ahora que era ya un hombre anciano, tenía poca cosa más de que ocuparse, excepto de cuidar el nuevo palomar que Nathan le había enviado desde Londres como regalo y suministrar alimento a las numerosas palomas que lo ocupaban.
En septiembre de 1812, mientras Napoleón luchaba en Borodino de camino hacia Moscú, Meyer Amschel pasó a mejor vida. Tres días más tarde, el general ruso conde Rostopchin incendió Moscú, dejando al ejército de Napoleón el único recurso de la retirada a través de Rusia en pleno invierno, tras la derrota final. Era el fin de una época.
Según la Constitución, el Congreso tiene el derecho y el deber de crear dinero. Se trata de una tarea que corresponde exclusivamente al Congreso, pero éste ha arrendado dicho poder, poniéndolo en manos del sistema bancario.
Constitucionalmente hablando, la Reserva Federal es una especie rara.
WRIGHT PATMAN
Cuando pasó la avalancha de primeros de año, Tavish echó una mirada a los programas que habíamos instalado en Nochebuena y los pulió un poco.
Nos estábamos apoderando de un buen porcentaje de las transferencias de dinero que llegaban al banco cada día, troceándolas como salami y dejando que las rodajas cayeran en las falsas cuentas bancarias que habíamos abierto con aquellos nombres destacados de la lista de los Bobbsey Twins. Tratamos cada una de las transferencias recibidas de esa forma, pero tan sólo durante unas veinticuatro horas, para no levantar sospechas. Levantamos la liebre y luego dejamos que se escapara. Pero, teniendo en cuenta que nuestro «préstamo» ascendía ya a varios cientos de millones, los ingresos que obteníamos crecían a pasos agigantados, a pesar de que vaciábamos los saldos cada día.
Tor y su equipo, que ahora incluía a Pearl, se habían marchado a Europa. Parecía que las cosas discurrían plácidamente por ambas partes. Al menos eso pensaba yo hasta que Tavish entró en mi despacho un viernes por la mañana justo después de Año Nuevo.