—Y de Oriente Medio…, y de cualquier lugar que se te ocurra —contestó con una sonrisa—. Todo aquel que quiera evadir impuestos y esté dispuesto a jugar según nuestras reglas es bienvenido.
Arriba había un largo y oscuro pasillo con una pequeña ventana al otro extremo. Estaba flanqueado por dos hileras de puertas. Entramos en la primera habitación de la izquierda. Pearl se dirigió a la gran mesa de despacho que había al fondo, decorada únicamente con una lámpara, y recogió unos cuantos papeles. Detrás de la mesa había una pequeña y antigua centralita telefónica y, justo detrás, un montón de teléfonos sobre otra mesa. En lugar del habitual panel eléctrico con teleimpresora, Pearl tenía una pizarra con un trozo de tiza, donde había escrito ya los cambios de moneda cuando cogimos las sillas colocadas contra las paredes y nos sentamos frente a ella.
—Bien, amigos —dijo ella en tono profesional—. Esto es un negocio de divisas, FX para vosotros, y este negocio tiene una jerga propia, como todos los demás. Georgian, cuando lleguen nuestros compradores, serás nuestra experta profesional. Lo primero que debes hacer es explicarles, de forma sencilla, como hacemos dinero. Muéstrales los tipos y dales unos cuantos detalles. Por ejemplo, diles que cada mañana telefoneas a los grandes bancos centrales de dinero para comprobar los tipos mundiales y que luego estableces nuestros tipos de cambio con respecto a nuestra moneda vehículo, que resulta ser el Krugerrand de oro.
—¿Qué es una «moneda vehículo»? —preguntó Georgian.
—La moneda con la que se comparan las otras, cariño, la numeraria.
—Yo lo
explique
—se ofreció Lelia, alzando la mano—. Verás,
chérie
, no puedes cambiar dólares por francos y francos por marcos y marcos por libras esterlinas, sería demasiado confuso. Así que eliges una moneda para el tipo de cambio que tendrán todas las demás.
—De acuerdo —dijo Georgian, con aspecto de estar algo confusa cuando Pearl continuó hablando.
—Una vez que les hayas explicado cómo establecemos el… el tipo vehículo, les cuentas cómo…
—Espera —interrumpió Georgian—. ¿Cómo establecemos el tipo vehículo?
—Lo establecemos a unos cuantos «pips» por encima del mercado —explicó Pearl—. Te enseñaré la fórmula cuando hayamos…
—¿Qué son «pips»? —preguntó Georgian en tono de desesperación.
—Puntos de porcentaje de interés —contestó Pearl, intentando mantener la paciencia. Nos miró de soslayo a Tor y a mí con una ceja levantada, como preguntando si debía continuar.
—¿Por qué no empiezas por definir toda la terminología? —sugerí—. Quizás así resulte más fácil.
—Buena idea —reconoció Pearl—. Bien, para empezar, cada moneda tiene un apodo. Eso no figura en ningún libro; se trata únicamente del argot que utilizamos entre nosotros para realizar negocios. Por ejemplo, las liras italianas son «espaguetis», las libras esterlinas británicas «cable», los francos franceses «París». y los riales «Saudí». Cuando se realiza un negocio, nos referimos al volumen en metros; así, un millón de liras, por ejemplo, sería «un metro de espaguetis».
—No puedo creer que tenga que aprenderme toda esa jerga en menos de dos semanas —me dijo Georgian en un susurro—. Ni siquiera recuerdo lo que son «cuerdas».…
—Cable —corrigió Pearl, mirándola con los ojos entornados y una irritación apenas disimulada—. Pero eso no es lo importante; te daré una lista. Lo esencial es que comprendas cómo se realizan los negocios. Bien, hay dos mercados en el negocio FX; el inmediato, es decir, ahora, y el futuro, es decir, después. Lo cual nos lleva a la distinción entre operaciones compensatorias y operaciones especulativas.
Pearl cogió la tiza.
—Verás,
chérie
—intervino Lelia tranquilamente—, en realidad es muy sencillo si piensas en esto: que puedes ofrecer el precio del dinero hoy, o que puedes decidir adivinar el precio que esperas que tendrá mañana. Pero hay modos diferentes de acordar la compra de dinero y…
—¡No aguanto más! —exclamó Georgian, poniéndose en pie de un salto—. ¡Está claro que hasta mi madre lo comprende mejor que yo!
—Sin duda —dijo Pearl con firmeza—. Lelia, ¿qué te parecería reemplazar a tu hija en el foro de los negocios?
—¡Oh, estoy feliz, feliz, feliz por hacer esta cosa tan importante! —contestó Lelia, radiante por recibir ese reconocimiento a su valía—. Pero me temo que mi problema es cómo hablo inglés. Creo que a veces resulta demasiado penoso hasta para los oídos de mis amigos.
—No es problema, cielo —le aseguró Pearl, acercándose a ella para rodearla con un brazo—. Cuando acabe contigo, serás tan buena que nadie se dará cuenta si hablas en ruso.
Pearl nos pidió a los demás que las dejáramos solas toda la tarde para que pudieran iniciar el duro entrenamiento de Lelia. De modo que Georgian, con gran alivio, se fue a hacer más fotografías por la isla, y Tor y yo volvimos al castillo para comer y deliberar, hasta que la diferencia horaria nos permitiera telefonear a Tavish a Nueva York.
—Sé que Lawrence es un canalla —le dije a Tor—. Encontré un memorándum redactado por él sobre la cuestión de aparcar dinero. Ha estado planeando todo esto desde hace tanto tiempo como tú. Si pudiera demostrarlo antes de que sepa demasiado sobre nosotros…
—No debería preocuparme tanto por todo esto —replicó Tor, mientras ascendíamos por la colina—. No creo que ninguno de nosotros acabe en prisión, ni tan sólo que lo lleven a los tribunales. No es probable que esos caballeros quieran atraer la atención sobre nosotros, si eso significa atraer la atención sobre ellos. Apostaría a que todos han intentado coaccionar a sus propias firmas para que aparquen el dinero aquí, en un refugio fiscal de su propiedad. Como tú dijiste, eso no sólo es evasión de impuestos, sino aprovecharse de su posición para obtener beneficios personales. Además, a los que son banqueros, como el propio Lawrence, ¡la ley les prohíbe comerciar en FX en competencia directa con sus propias instituciones! Están corriendo un riesgo doble. Seguramente querrán ocultar su participación y dudo que puedan demostrar la nuestra, para implicarnos en un robo real.
Era, cierto. Por mucho que el Depository Trust estuviera lleno de bonos falsos, sería terriblemente difícil descubrir cómo llegaron allí o dónde estaban los auténticos. Aunque Lawrence hubiera comprado los préstamos de Tor, llevándose, de paso, los bonos amortizables, no podíamos estar seguros de que sospechara que había unos duplicados en alguna parte (¡después de todo, los nuestros eran los auténticos!); además, había accedido a devolverlos tan pronto como hubiéramos firmado la cesión de la isla. Aún teníamos tiempo para hacerla antes de que venciera la fecha de amortización de los bonos.
En cuanto a Tavish y a mí, sólo teníamos que destruir nuestros programas para borrarlos en un instante. Nunca habíamos utilizado claves de acceso, ni habíamos puesto dinero en cuentas que estuvieran a nuestro nombre. De hecho, a ninguno de nosotros le podían acusar de haberse beneficiado de un delito. En general, sería difícil incluso probar que habíamos estado implicados en uno.
Así pues, aún era posible concluir nuestras operaciones sin que nos pillaran. Pero eso no me bastaba. El problema iba mucho más allá de una mera inquietud por salvar el pellejo. Había malgastado cuatro meses de mi vida, y todo para no conseguir ni una maldita cosa de las que Tor y yo habíamos pensado inicialmente. El panorama parecía poco prometedor, de acuerdo, pero no estaba acabada ni mucho menos. Haber fallado el tiro no significa que uno no siga teniendo un objetivo.
Tor y yo pasábamos por un bosquecillo donde los naranjos en flor esparcían sus pétalos de intenso aroma por la tierra que pisábamos. Tor arrancó una ramita de un árbol cercano y me la puso en el pelo. Me echó el brazo por los hombros y aspiró el aroma mientras seguíamos paseando.
Nos encontramos con un grupo de niños que se acercaban corriendo entre los árboles, llevando unos pájaros toscamente tallados en madera y cubiertos de flores primaverales. Tor se echó a reír, se llevó la mano al bolsillo y repartió un puñado de monedas entre ellos. Los niños gatearon para recoger el botín, nos dieron las gracias con su cháchara alegre y salieron disparados.
—Es una tradición mediterránea muy antigua —explicó Tor—. Al acercarse la Pascua, los niños tallan unas golondrinas en madera, las pintan, las adornan con flores y van por ahí pidiendo monedas. Se menciona en los escritos y leyendas más antiguos.
—Es una costumbre encantadora —reconocí.
—Me recuerda aquella fábula para niños del pájaro en la jaula de oro. Un pájaro que, como tú, necesitaba estar libre para poder cantar. He pensado en ello a menudo durante estos últimos meses. Me ha resultado prácticamente imposible permanecer alejado de ti después de lo que paso entre nosotros. No podía soportar no oír tu voz, quería llamarte todas las noches y despertarme contigo todas las mañanas, pero sabía que un gesto así por mi parte, aunque hubiera sido posible, lo habrías interpretado como la peor forma de…
—¿Qué? —exclamé, deteniéndome en seco y mirándolo fijamente.
No podía creer lo que estaba oyendo. Luego estallé en risas sincopadas. También él se había detenido, asombrado, para mirarme. Pero no pude dejar de reír. Se me saltaban las lágrimas. Tor me contemplaba en un silencio glacial.
—Podrías compartir la broma conmigo, si no es mucho pedir —sugirió con irritación—. Al parecer te divierte que te quiera; y tal vez, después de todo, sea un poco extraño.
—No es eso. —Contuve la risa y me enjugué las lágrimas—. No lo comprendes. Estaba furiosa contigo por marcharte de esa manera. Te habría llamado, ¡si me hubieras dicho adónde! Me sentía absolutamente desgraciada, me preguntaba por qué no me llamabas, por qué no me escribías, qué había sido de ti. Y durante todo ese tiempo ¡tú intentabas hacerme feliz dejándome en libertad como aquel pajarillo!
Tor me miró con sus extraños ojos, del color de las llamas, al darnos cuenta ambos del tipo de confesión que por fin acababa de hacer. Su expresión glacial se convirtió en su familiar sonrisa irónica.
—Realmente parece extraño —admitió— que dos personas cuyas mentes comparten una potente longitud de onda, y cuyos cuerpos se combinan de modo tan perfecto, necesiten un intérprete para expresar algo tan simple como un sentimiento.
—Quizá tú puedas traducir este sencillo sentimiento —dije, devolviéndole la sonrisa—. Te amo.
Tor se quedó inmóvil unos segundos, como si nunca hubiera oído aquella palabra. Luego me atrajo hacia sí con un rápido movimiento, me abrazó y enterró el rostro en mis cabellos.
—Creo que hemos llegado —susurró.
Sin embargo, aunque Tor y yo hubiéramos descubierto por fin nuestro aspecto romántico, el mar seguía turbulento en lo que se refería a empresas más pragmáticas.
A medida que transcurrían los días y se acercaba la fecha de llegada a la isla de los nuevos propietarios, mi estado de ánimo sufría una progresiva transformación. De hecho, comenzó siendo auténtica ira (la
vendetta impassionata
, como lo llamaba Lelia), para convertirse en fuerte determinación, justa indignación, frustración impotente, penosa desesperación y, por último, desembocar en un agotamiento sin esperanzas. A pesar de que hablaba con Tavish diariamente y me exprimía los sesos día y noche, no logré hallar la solución ni el modo de librarnos de las garras del infame Vagabond Club.
Por supuesto, todos teníamos en mente la idea de que la apuesta era con aquellos hombres. Era para desenmascarar a hombres como ellos por lo que lo habíamos arriesgado y perdido todo.
Aquellos eran los hombres que habían echado a Bibi de su propio banco, un banco que él había levantado con pequeños inversores a los que la empresa les había costado sangre y lágrimas. Un banco construido por gente que creía que los banqueros cumplirían su palabra: proteger los depósitos y aumentar el capital, en lugar de utilizarlo para otorgar préstamos bajo mano a sus amigos y sobornar a senadores indulgentes. A hombres como ésos había que arrastrarlos hasta la vieja plaza del pueblo y descuartizarlos, en lugar de invitarlos a cenar en la Casa Blanca. Pero no era así como funcionaban las cosas.
Sin embargo, desde mi punto de vista, la peor desgracia, por extraño que parezca, era el club mismo. No sólo el Vagabond Club, que no gozaba de unas prerrogativas especiales, sino todos los clubes de su calaña.
Esos clubes no existían para convertir el mundo en un lugar mejor. No prestaban ningún servicio, no fabricaban producto alguno ni tenían una función específica, como, por ejemplo, mejorar a sus miembros mediante el aprendizaje o el asesoramiento para que pudieran desempeñar un papel productivo y valioso en la sociedad. Hombres como aquellos ingresaban en clubes como aquellos porque creían que ya eran los miembros más valiosos de la sociedad y querían mantener fuera a todos los demás.
Si el propósito principal del Vagabond Club hubiera sido tan sólo el de disfrutar de una camaradería algo adolescente, ¿a quién le habría importado? Pero aquella supuesta hermandad era una licencia para obtener privilegios no merecidos fuera de los muros del club. Los tres últimos jefes del ejecutivo del Banco del Mundo, por ejemplo, habían sido elegidos entre las paredes revestidas de madera de clubes privados como aquél. No los elegían por su inteligencia, su eficacia, su rendimiento, su capacidad para el mando o su valor, como tampoco el puñado de hombres que los elegía estaba necesariamente cualificado para juzgar tales méritos. ¡Los elegían porque pertenecían al club!
Creía que había llegado la hora de poner fin a aquel gobierno en la sombra de la economía norteamericana, pero la tarea era ardua y el tiempo se acababa. Tan inevitable como el destino, llegó por fin la noche anterior a la llegada de los «vagabundos». Llamé por última vez a Tavish para cerciorarme de si había encontrado alguna pista que pudiera utilizar contra Lawrence. Durante aquellas dos últimas semanas había llegado a tal desesperación que incluso le había pedido que telefoneara a sus compañeros
teckies
del banco para intentar captar algún chisme, pero también había resultado infructuoso.
Aquella última noche su voz sonaba tan deprimida como yo me sentía. Sabíamos que a las diez de la mañana del día siguiente, hora en el Egeo, cuando el barco del continente llegara a la isla, sería el fin. Y no había una sola y maldita cosa que pudiéramos hacer.