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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (29 page)

—No me pediste que me interesara, ¡querías que me subiera a un avión porque tú habías chascado los dedos, y me fuera a Nueva York tal cual! —protesté airadamente—. ¿Has olvidado que tengo que trabajar? Por no mencionar la apuesta que he de ganar.

Tavish me miró con ojos de asombro al darse cuenta de quien era.

—Como digo, sería lo mínimo que yo haría por ti —repitió Tor, malhumorado—. Bien, ¿puedo salir de esta maldita niebla y subir? Suponiendo, claro está, que a tu invitado o invitados no les importe.

La respiración se me cortó durante unos segundos.

—¿Dónde estás? —pregunté en un susurro.

—En el quiosco que hay un poco más abajo de tu casa —me dijo—. No había visto nunca esta ciudad y sigo sin verla. ¿Estás segura de que hay una ciudad por aquí? Durante todo el trayecto desde el aeropuerto no había más que niebla. Tuve suerte de que el avión pudiera aterrizar.

Cerré los ojos, puse la mano sobre el auricular y susurré:

—Gracias, Dios mío. —Luego le guiñé un ojo a Tavish—. Qué coincidencia —le dije a Tor—. Acabamos de tener una de tus transmisiones telepáticas, de modo que te estábamos esperando.

No me había alegrado tanto de ver a alguien en toda mi vida.

Cuando le abrí la puerta a Tor por el interfono y finalmente lo vi subiendo el último tramo de la escalera desde el ascensor hasta el ático, envuelto en su elegante abrigo de cachemira y con la luz del rellano reflejada en sus rizos cobrizos, me entraron ganas de correr hacia él y abrazarlo; pero eso hubiera sido una imprudencia, considerando lo que quería pedirle en cuanto entrara por la puerta. Así que me limité a cogerle el abrigo.

Tras unas breves presentaciones, Tavish se quedó prácticamente mudo al encontrarse por primera vez cara a cara con su ídolo. Los dejé a los tres instalados en la sala de estar para que Pearl y Tavish pusieran a Tor al corriente de nuestras últimas y traumáticas ocho horas. Yo me fui a la cocina para poner en marcha el asunto.

—Un lugar encantador —dijo Tor a mi espalda—. De un blanco virginal. Me recuerda un capítulo de
Moby Dick
. Aunque es muy apropiado para tu personalidad.

A pesar de su cínico sentido del humor, siempre a mi costa, sabía que, aunque Tor no hubiera sido mi mentor durante todos aquellos años, aunque no me hubiera persuadido de aceptar la apuesta, aunque no necesitara un favor con la urgencia suficiente para arrancarlo de los brazos de su amado Nueva York, él nunca me dejaría en la estacada cuando me hallaba en una situación como la de aquella noche, sobre todo si se le ofrecía la oportunidad de alardear de esa magia tecnológica que sólo él poseía. Porque íbamos a necesitar magia, como Tavish y yo muy bien sabíamos.

Una vez en la cocina, saqué la lista de números de emergencia del cajón y la recorrí con el dedo hasta que hallé el número particular del vicepresidente de operaciones. Él y yo habíamos pasado juntos largas y frías noches en el pasado, abajo, en el centro de cálculo, a causa de algún fallo en producción. Sabía que Chuck tenía cinco hijos pequeños y una mujer que se estaba hartando de dormir sola con los pies fríos. Además, era Nochebuena y ninguno de ellos se alegraría de recibir la noticia que estaba a punto de darles.

—Chuck, soy Verity Banks, de Transferencia Electrónica de Fondos —le dije cuando contestó al teléfono—. Siento tener que molestarte, sobre todo esta noche, pero me temo que ha habido una crisis en producción.

Oí unos cuchicheos de protesta y la voz de una mujer que decía:

—No puedo creerlo, ¿en Nochebuena?

—Oh, está bien —me dijo Chuck—. Son las pegas de la profesión supongo. —Sonaba como si acabara de pasar con botas de clavos sobre la tumba de su madre—. ¿Es algo que pueda resolver uno de los operadores? —preguntó esperanzado.

Los operadores estaban en el centro de cálculo, mientras que Chuck vivía en Walnut Creek, al otro lado de la bahía, a una hora larga de camino en coche.

—Me temo que no —le contesté—. Al parecer hay una unidad que funciona mal, pero no podemos desconectar el sistema para reemplazarla. Ya sabes que es fin de año, la época más fuerte del banco. Podríamos bloquear el sistema si empezamos a desconectar periféricos en medio de la producción. Si accidentalmente cometiéramos un error; tendríamos que iniciar en frío el sistema y realizar una recuperación reconstitutiva.

—Eso es malo —admitió, al borde de una auténtica depresión.

Ya lo creo que lo era; por eso me había inventado aquella excusa. Podía llevamos semanas, incluso más, recuperar todas las transacciones que estaban entrando en ese momento. Si Chuck tenía que detener la producción, el banco podría perder decenas de miles de dólares, y la noticia no se quedaría en casa. Hasta la prensa se abalanzaría sobre ella si un banco de la importancia del nuestro dejaba de funcionar durante las Navidades.

—Voy a enviar a un ingeniero —le dije a Chuck— para actuar sobre seguro. —Eso también salvaría la cabeza de Chuck si algo salía mal—. Pero creo que debería estar presente un director de cierto nivel para tomar una decisión, si la situación es peor de lo que pensamos.

—Estoy de acuerdo —replicó Chuck con voz absolutamente compungida.

En ese momento oí que su mujer decía: «¡No vas a cruzar Bay Bridge en Nochebuena, y no hay más que hablar!». Entonces me decidí a lanzar los dados.

—Te propongo una cosa. Si quieres, puedo ir yo en tu lugar. Vivo sólo a cinco minutos del centro de cálculo, ¡y no tengo niños esperando que Santa Claus baje por la chimenea! Si es algo serio, te llamo; pero creo que sería una lástima que hicieras el viaje, para que luego resulte que no era necesario.

—Vaya, ¡eso sería fantástico! —exclamó Chuck, saltando casi del teléfono para estrecharme la mano—. ¿Estás segura de que no te importa?

—Sé que tú harías lo mismo por mí —contesté—. Pero necesitaré una autorización, claro está, para que el ingeniero pueda entrar.

—Hecho —dijo Chuck con gran alivio—. Martinelli está a cargo del turno de noche. Tendrás autorización para entrar en menos de media hora. Y oye, Banks, no tengo palabras para expresar cuánto te lo agradezco.

—No hay problema —le aseguré—. Esperemos lo mejor.

Colgué el teléfono y volví a la sala de estar. Tor alzó la vista, interrumpiendo la conversación con Tavish y Pearl, y sonrió.

—Acabo de enterarme de tu apuro, querida, gracias a tus colegas aquí presentes —me informó, sonriendo ampliamente—. Por lo que veo, esperas que te eche una mano. Supongo que es el sino de los genios tener que demostrarlo continuamente, pero siempre me complace ser de utilidad. Recuerda tan sólo, mi veloz pajarillo, que después de esta noche me deberás una.

—Vámonos entonces-le dije, preguntándome por qué tendría que ser siempre así con él.—No disponemos de mucho tiempo; tenemos una cita con una, maquina.

Era asombroso que una simple llamada telefónica nos permitiera atravesar seis capas de seguridad y penetrar en el santuario sin mayores aspavientos. Habíamos acordado que Tavish y Pearl se fueran a casa y que los llamaríamos si necesitábamos que pagaran la fianza.

Tor caminaba tras de mí con la cabeza inclinada, llevando un maletín que contenía el código objeto de Tavish para los programas que teníamos que cargar y vestido con una gabardina usada que Tavish le había prestado. Así ofrecía una imagen de
teckie
más acorde con su papel de ingeniero a domicilio.

—El jefe dice que hay una unidad que funciona mal-dijo Martinelli, el encargado del turno de noche, cuando entramos en el espléndidamente iluminado centro de cálculo.

Martinelli, un italiano rechoncho con sudadera y tejanos y un corte de pelo a lo marine, supervisaba el funcionamiento de millones de dólares en tecnología punta de
hardware
, esparcidos por los cuarenta mil metros cuadrados de espacio que cubrían las tres plantas del Banco del Mundo.

—Hemos comprobado todas las unidades —añadió, cuando Tor depositó su maletín con decoro profesional—, pero no hemos encontrado nada que vaya mal.

—Nos aparece el mensaje de error cada vez que intentamos escribir en la unidad diecisiete —le dije—. Quizá se le haya pasado algo por alto.

Martinelli puso cara de malas pulgas, pero comprobó la lista de configuración.

—Esa unidad no figura como «información en este sistema» —me aseguró, lo que significaba que el sistema se negaba a reconocer una unidad con ese número porque nunca se le había informado sobre ella.

Por supuesto, no hacía más que inventar, improvisar al vuelo. Lo único que quería era conseguir que Tor se metiera en el maldito sistema del modo que fuera.

—Entonces ése debe de ser el problema —le dije a Martinelli—. Nuestro sistema está tratando de recibir transferencias telefónicas, pero, por algún motivo, el directorio de la unidad donde quiere introducidas ha desaparecido. ¿Habéis estado vosotros conectando periféricos a nuestro sistema?

—Nadie tiene que hacer nada con este sistema —afirmó Martinelli, dando unas palmadas a un procesador cercano—. El sistema de transferencias telefónicas funciona a través de los grandes ordenadores centrales, el sistema más fiable y de mayor calidad que tenemos.

—A menos que alguien decidiera conectar unos cuantos enchufes —dije yo en tono condescendiente—. Puesto que hemos de pagarle a este ingeniero; que sea por algo, no para que esté mano sobre mano. Que monte el detector de fallos, dale permiso para entrar en el supervisor y quizá podamos terminar pronto.

El detector de fallos era un programa de diagnóstico que actuaba como una especie de médico de ordenadores; se movía por el interior de la máquina mientras otros programas estaban en funcionamiento y los examinaba para ver si estaban enfermos. Si se permitía que pasara por encima del «supervisor», que dirigía todo el sistema, podía entrar en esos programas y efectuar cambios en ellos sin que nadie se enterara. Tor me había dicho que debía planteado de aquella manera y que le dejara a él el resto.

Martinelli, murmurando algo sobre mujeres y barcos, cogió una cinta de un estante cercano, la colocó en una unidad y le dio la vuelta a la guía hasta que la cinta se enganchó en el eje. Dejó que la puerta de cristal subiera deslizándose, se aproximó a una consola e introdujo unas cuantas órdenes a través del teclado.

—Está en línea —le dijo a Tor, apartándose de la consola.

—¿Tienes un cigarrillo? —le pregunté a Martinelli, sabiendo que era un sempiterno fumador y que no se le permitía fumar dentro de aquel clima controlado—. Dejemos que este tipo se gane sus exorbitantes honorarios, ¿no te parece? —añadí, señalando a Tor.

Martinelli y yo bajamos la rampa de carga hasta la pequeña salita para el café situada tras las puertas de cristal automáticas del centro de cálculo. Por el rabillo del ojo veía a Tor frente a la consola mientras sus largos dedos acariciaban las teclas. Preferí no pensar en lo que podría ocurrir si algo salía mal y cometía el más leve desliz.

Retuve a Martinelli en la salita para el café tanto tiempo como me fue posible, prestando la máxima atención a sus explicaciones sobre lo bien que le iba a su equipo en la liga interbancaria de bolos. El café del turno de noche era aún peor, por imposible que pareciese, que el que nos daban durante el día.

Cuando por fin volvimos a la sala de las máquinas, Tor seguía tecleando de espaldas a nosotros.

—¿Y bien, Abelardo? —le dije yo, dándole una palmada en el hombro—. ¿Qué tal va?

—Terminando, Eloísa —replicó, librándose de mi mano con desdén.

Al verlo de perfil me di cuenta de que estaba más pálido de lo habitual y de que tenía la frente perlada por una fina línea de sudor. Recé por que todo fuera bien.

Miré con preocupación los listados que Tor tenía delante y que Tavish le había dado, listados que no había visto nunca antes de aquella noche. Estaban escritos en código hexadecimal y carecían totalmente de significado para mí, pero Tor había garabateado unas cuantas notas en rojo en los márgenes. Y aunque eran un galimatías para la mayoría de las personas, sabía que mi vida y el destino de todos nosotros dependían de que fueran exactas al cien por cien. Si contenían el más mínimo error, sería mejor que nos hiciéramos el harakiri allí mismo, en el centro de cálculo.

—¿Ha encontrado lo que era? —le preguntó Martinelli a Tor, acercándose a él con unos cuantos operadores del turno de noche a remolque—. Aquí manejamos un barco inmaculado, nunca hemos recibido mensaje alguno de que hubiera problemas. ¿Qué ha hecho para arreglarlo?

—Elemental, mi querido amigo —dijo Tor, saliendo del sistema para mi alivio—. He cambiado la denominación de la unidad y ¡en marcha!

—Imposible —se asombró Martinelli—. Quiere decir ¿en el programa?, ¿mientras el programa estaba funcionando?

—En serio, no ha sido nada, —le aseguró Tor—. Sólo tiene que llamamos si lo necesita.

Cruzamos el último conjunto de trampas para llegar a los ascensores. Cuando llegamos al garaje, las piernas me temblaban de tal modo que apenas pude meterme en el coche. Notaba frías gotas de sudor resbalándome por la frente y un nudo que me atenazaba el estómago. Esperaba que en cualquier momento se dispararan las alarmas y nos dejasen encerrados en el edificio, cuando el ordenador encontrara por fin el código que Tor acababa de insertar; pero conduje el coche rampa arriba y salimos sin que se produjera el menor movimiento.

Tor había permanecido extrañamente silencioso mientras escapábamos de la escena del crimen. Me preguntaba qué estaría pensando y si habría pasado tanto miedo como yo.

—Espero que el maldito sistema no se vaya a hacer puñetas a las tres de la mañana —le dije, hallando apenas el camino en medio de la niebla cegadora.

—¡Qué efusivo agradecimiento! —replicó—. Recuérdame que viaje cinco mil kilómetros en medio de la noche para ayudarte la próxima vez.

—Te compraré una botella de coñac cuando lleguemos a mi casa —le dije.

—No vamos a esa blanca trampa mortífera a la que llamas casa —me informó—. Si lo que quieres es un sudario, querida mía, me parece que en cualquier esquina de esta blanca metrópoli fantasmal serías bien visible. Sigues perteneciendo a Nueva York.

—Espero que no estés pensando en llevarme allí esta noche —dije, escudriñando a través de las ventanillas para intentar descubrir en qué calle estaba.

—Ciertamente debería hacerlo; pero, por desgracia, el último avión ya ha salido —explicó—. Sigue recto hasta llegar a la bahía. He estudiado un mapa de esta horrible ciudad mientras iba de camino hacia ti. Vamos a un lugar llamado Fisherman' s Wharf.

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