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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (26 page)

—Naturalmente. Por supuesto. Estaremos encantados de desempeñar el papel que usted desee. ¿Desea usted que actuemos como fideicomisarios de su hija?

—En absoluto. Mi hija va a venir aquí, a Europa, y deseo que tenga todo lo que desee; pero lo que le doy a usted son los…, mis propias inversiones… que no deseo convertir en líquido.

—Comprendo —dijo Veerboom—. Usted tiene algo para usar como valores pignoraticios y desea obtener un préstamo sobre ellos, ¿no es así? De este modo, no tendrá que convertir sus inversiones en líquido y perder así los intereses, sino utilizarlas simplemente para garantizar una línea de crédito. ¿Y desea usted que esa cuenta vaya a nombre de su hija?

—No, sólo a mi nombre —respondió Lelia—. Y quiero sacar dinero tan a menudo como desee; ahora, por ejemplo.

—Bien, eso es algo diferente —dijo Veerboom—. No sólo quiere establecer una línea de crédito, sino un saldo de apertura en forma de préstamo, lo que naturalmente dará lugar a intereses. Si lo he entendido correctamente, usted le dará a su hija las órdenes de pago que necesite a partir de esa cantidad inicial, y de ese modo usted seguirá detentando el control absoluto del dinero. Muy sensato, si me permite decirlo.

—Entonces, ¿es posible?

—Por supuesto, nada más fácil, mi querida señora. ¿Y cuánto desea cómo préstamo para establecer el saldo de apertura?

—Ésa es la razón por la que deseaba hablar directamente con usted,
monsieur
Veerboom. Se trata de una suma considerable.

—¿Y de qué suma estamos hablando, mi querida baronesa? —preguntó Veerboom, sonriendo amablemente.

—Veinte millones de dólares americanos, mi querido
monsieur
Veerboom.

Veerboom se quedó mirándola durante unos instantes, luego recuperó su encanto.

—Ciertamente. ¿Y qué tiene pensado utilizar como valores pignoraticios para el préstamo?

—¿Serán suficientes cuarenta millones? —preguntó Lelia dulcemente.

—¿Cuarenta millones para garantizar un préstamo de veinte? —inquirió Veerboom, preguntándose si había oído bien—. No habrá ningún problema, mi querida baronesa. Pero quizá, siendo fiesta y teniendo en cuenta que el banco va a cerrar ahora mismo, podría firmar unos documentos hoy y yo me pondría en contacto con usted dentro de una semana más o menos, en Baden-Baden, donde según creo usted…

—Eso no será posible —le aseguró Lelia—. Deseo llevarme varios millones ahora mismo, hoy. A causa de esta necesidad he traído personalmente la garantía, los valores pignoraticios.

Lelia abrió el gran bolso que llevaba y sacó un montón de auténticos bonos al portador, cuyas copias se hallaban depositadas, acumulando polvo, en la cámara acorazada del Depository Trust, en Nueva York. Los desplegó en abanico sobre la mesa mientras Veerboom trataba de no quedarse con la boca abierta.

Justo entonces entró el botones.

—Té para la señora —le dijo Veerboom. Prácticamente se atragantó al hablar, de tan seca que tenía la garganta—. Y a mí tráeme un coñac. Trae la botella, mejor. Señora, ¿le apetecería tomar un coñac?

Lelia asintió y sonrió dulcemente.

—¡Ah, Hans! —añadió Veerboom, recordando algo en el último momento—. ¿Puedes decirle a Peter que telefonee al caballero con quien estoy citado a las seis y le diga que llegaré tarde, por favor? Muchas gracias.

La financiación

Bajo ningún otro sistema económico anterior al advenimiento de la industria de las máquinas parece haberse considerado que los beneficios obtenidos mediante la inversión fueran una fuente normal, o indiscutiblemente legítima, de lucro.

THORSTEIN VEBLEN,

The Machine Age

El domingo 20 de diciembre había pasado casi un mes desde mi noche en la Ópera. Ese día, en la función de la tarde, los dioses germánicos dieron paso a la famosa cazadora de fortunas francesa
Manon
. Parecía el adecuado tributo a aquella primera e inspirada velada.

Me encanta la escena en la que Manon abandona su vida como reina de París y, cargada de diamantes, corre hacia San Sulpicio para seducir a su antiguo amante la víspera de su ordenación como sacerdote.

Manon es una chica que se debate entre el amor por los hombres y el amor por el dinero. Pero, como es habitual en la ópera, el dinero acaba ganando al final. Cuando está agonizando, en la pobreza y el exilio, incluso las estrellas que brillan por encima de su cabeza le recuerdan los diamantes que solía llevar cuando nadaba en la abundancia.

Regresé a casa algo más animada, no sólo por el encanto de la música, sino por el hecho de que fuera Manon la que hubiera caído y no yo.

La niebla envolvía mi apartamento como si fuera un calcetín blanco. Salí a la terraza y corté unas cuantas orquídeas blancas para llevarlas dentro. La niebla era tan densa que, desde allí, ni siquiera distinguía la torre fálica que Lillie Coit había erigido sobre Telegraph Hill, como tributo a los bomberos que solía perseguir por la ciudad.

Ya estaba dentro, preparándome un té, cuando sonó el teléfono.

—Buenas noches, querida —dijo la queda y familiar voz—. Te llamo porque he pensado que quizá quieras desearme un feliz cumpleaños.

—¿Hoy es tu cumpleaños? —pregunté—. Sabía que era el de Beethoven.

—Las grandes mentes están guiadas por los mismos planetas —convino Tor—. Y al parecer hoy tengo muchas cosas que celebrar; todo funciona según los plazos previstos.

¡Maldición! ¿Significaba eso que había conseguido los bonos que necesitaba para iniciar la segunda fase, la inversión?

Y yo ni siquiera había arrancado. Tavish y el resto del equipo no habían conseguido aún descifrar un sólo código, de manera que seguía sin poder echarle la mano encima a un solo centavo. De repente, toda aquella idea de la apuesta empezó a deprimirme.

—Bueno, ¿y qué habéis estado haciendo los tres para celebrarlo? —inquirí para cambiar de tema.

—Georgian y yo seguimos trabajando, por supuesto —me contó—. Deberíamos terminar la impresión de bonos a finales de semana. Pero Lelia se ha ido a Europa para ayudarnos a acelerar el asunto.

Así pues, había buenas noticias y malas noticias. Las buenas, claro está, que aún no habían acabado; todavía contaba con una semana para alcanzarlos. Pero las malas… Pensé que sería mejor descubrirlo.

—¿Has enviado a Lelia a Europa sola? —pregunté—. Espero que sepas lo que haces.

—No puede tener demasiados problemas —me aseguró—. Se ha llevado los bonos auténticos, los que sustituimos por nuestras falsificaciones, y está estableciendo líneas de crédito en varios bancos del continente. A nadie, en ningún país, le extrañará que una mujer de su posición abra cuentas importantes. Pero en realidad no está sacando líquido, se limita a preparar el terreno a fin de tener el dinero disponible cuando estemos listos para reclamarlo.

—Espero que con ese «acelerar el asunto» no te salga el tiro por la culata y te vuele la cabeza —le advertí—. Conozco a Lelia desde hace mucho más tiempo que tú. Le gusta hacer las cosas a su manera.

—Deja que yo me preocupe por eso —me dijo alegremente—. Además, alguien tenía que poner la pelota en juego. Cuando hayamos acabado de imprimir y sustituir los bonos, a finales de esta semana, será demasiado tarde para abrir ninguna cuenta en Europa. Estamos casi en Navidad y los bancos europeos permanecerán cerrados por vacaciones. Tendríamos que esperar hasta después de Año Nuevo.

¡Dios mío, tenía razón! No había pensado en ello; al cabo de cuatro días, el día de Nochebuena, se desconectarían los sistemas de prueba del banco para realizar el mantenimiento de fin de año. Si para entonces no había conseguido entrar en los programas para apropiarme de las transferencias telefónicas, también yo tendría que esperar hasta después de Año Nuevo. Llevaríamos varias semanas de retraso con relación a Tor, ¡y, por si fuera poco, perderíamos el considerable volumen de dinero de fin de año!. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

—¿Y qué tal te va con tu pequeño robo, querida? —preguntó Tor, como si estuviera leyéndome el pensamiento.

—Muy bien —mentí, maldiciéndome para mis adentros por aquel imperdonable descuido y tratando de decidir qué demonios podía hacer.

La tetera empezó a silbar. La cogí ensimismada y estuve a punto de tirarme el agua hirviendo en el pie. Al dar un salto para apartarme, el teléfono cayó al suelo. Lo recogí y oí la risa de Tor al otro lado de la línea.

—Al parecer estás realizando un gran trabajo. —Rió entre dientes—. ¿Tan mal están las cosas? Creo que tu actitud es errónea. Disfrutarás mucho volviendo a vivir en Nueva York después de tantos años, y trabajando conmigo como tecnócrata, destino para el que has nacido. ¿Por qué no te rindes y reconoces que has perdido la apuesta?

—No vendas la piel del oso antes de cazarlo —le dije, limpiando el suelo con el calcetín que me había sacado del pie—. Para que yo pierda, primero tienes que ganarme.

—Siempre he admirado tu determinación ante un inminente y completo desastre —me aseguró—. No has conseguido entrar en un sólo sistema todavía, y lo sabes.

—Quiero hacer constar una cosa —le dije, arrastrando el teléfono tras de mí hasta la sala de estar de paredes de cristal envueltas por la niebla—. Aunque perdiera y tuviese que pagar la apuesta trabajando para ti, ése no es mi destino; es sólo una deuda. No puedes encerrarme en una jaula.

Tor se quedó callado unos segundos. Luego dijo tranquilamente:

—Has levantado tantos muros a tu alrededor que jamás soñaría con sustituirlos por una jaula. Sólo quiero derribarlos y liberarte. Hazme el favor de creerlo.

—Supongo que ésa fue la razón por la que me convenciste de que aceptara esta apuesta, para liberarme de la estúpida carga de la carrera que yo había elegido.

—Tanto si quieres admitirlo ahora como si no —me dijo en tono amable—, es exactamente así. Pero en el improbable caso de que ganes tú, pienso cumplir mi parte de la apuesta. Como espero que tú cumplas con la tuya. —Luego agregó, un poco más alegre—: Ahora, si no te importa, creo que voy a descorchar el champán para celebrar mi cumpleaños.

Cuando colgamos, me senté en la habitación desnuda y blanca hasta que cayó la noche. Luego, sin preocuparme por la cena, me acosté. Sabía que tenía que ganar la apuesta, pasara lo que pasara. Aunque, por mucho que lo intentaba, no conseguía imaginar por que parecía ser tan importante para mi.

A primera hora del día siguiente, Tavish entró en mi nuevo despacho de paredes de cristal de la trigésima planta. Se sentó frente a mí rascándose la rubia cabellera despeinada y con una taza de té en la mano.

—Se me ha ocurrido algo; a ver qué te parece a ti —me dijo—. Si intentáramos entrar en el sistema de producción, y el ordenador no reconociera mi contraseña de acceso, me negaría la entrada a los tres intentos y mi terminal quedaría bloqueada.

Me miró y aguardó.

—Correcto —concedí—. Así funciona el sistema de seguridad para evitar que personas no autorizadas se inmiscuyan en los sistemas reales. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Bien, si yo fuera una persona autorizada, pero hubiera olvidado mi contraseña de acceso, ¿qué harían?

—Te darían una nueva —le contesté—. Pero no veo cómo puede resolver eso nuestro problema actual. La contraseña de acceso nueva sólo te permitiría entrar en aquellas partes del sistema para las que ya tuvieras previamente permiso. Desde luego, no te permitiría acceder a los sistemas de seguridad, y eso es precisamente lo que necesitamos.

—Tienes razón —replicó Tavish con una sonrisa—. Pero la nueva contraseña me permitiría el acceso… ¡si yo fuera la persona encargada de los sistemas de seguridad!

Me quedé mirándolo.

—Se llama Len Maise —prosiguió Tavish—. Su terminal tiene el número tres, uno, siete y está situada en la planta undécima. Él se fue a Tahoe el pasado viernes y no volverá hasta después de las vacaciones.

—¿Cómo piensas conseguir que te den su nueva contraseña de acceso? —pregunté, aunque mi corazón empezaba ya a palpitar con fuerza.

—Intento conectar con su terminal tres veces, el sistema se bloquea, yo telefoneo, me identifico como Len Maise y pido una contraseña de acceso nueva de mi elección, para poder recordarla. Para meter esa nueva contraseña en el sistema, necesitarán una nota firmada, una autorización de un vicepresidente. Puesto que el jefe de Len, por desgracia, tampoco está, supongo que tendrás que ser tú quien escriba la nota.

—¿Por qué no me traes una taza de eso que estás tomando? —sugerí—. Y de paso trae también un impreso de autorización. Al parecer, Len Maise, el de sistemas de seguridad, va a necesitar una nueva contraseña.

El fin de año es una época movida en el negocio de la banca. El Banco del Mundo tenía un lema particular: No cerramos nunca nuestras puertas mientras esté entrando dinero. Al menos, ése era el sentimiento general en esencia.

Extendimos nuestro horario a las vacaciones de Navidad, no sólo para los que compraban pavos y regalos, sino también para las transferencias telefónicas y demás servicios. En todo el mundo se cerraba el ejercicio, lo que suponía que las inversiones para desgravar o de cualquier otro tipo no podían posponerse más. Aquel enloquecido frenesí me sumió en un doble dilema.

Los sistemas de producción, que funcionaban a contrarreloj en ese momento, estaban liquidando más dinero en efectivo que en cualquier otra época del año, dinero que perdería si no conseguía meterme en el sistema para apoderarme de él.

Pero el día de Nochebuena los sistemas de prueba serían desconectados. Era a través de los sistemas de prueba por donde los programas nuevos, como el mío, se introducían en el entorno de producción, que era donde se manejaba el dinero en efectivo. Tenía que traspasar esa puerta antes de que se cerrara.

Pero el miércoles, el día anterior a Nochebuena, Tavish, a pesar de que ya había conseguido introducirse en los sistemas de seguridad, aún no había descifrado la clave de verificación, el pequeño programa que decodificaba todas las transferencias de entrada y desbloqueaba las liquidaciones en efectivo del banco para que pudiéramos depositarlas en cuentas.

Además, era imposible abrir treinta mil cuentas bancarias nuevas, todas con un saldo cero. Resultaría más que sospechoso.

De modo que me mordía las uñas y me ponía histérica mirando la docena de relojes que había al otro lado de mi pared de cristal, y que me mostraban que el tiempo pasaba en varios países del mundo igual que para mí.

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