—He leído el informe —repliqué.
Bien, si Lawrence se preguntaba cómo demonios podía haber leído un documento de cincuenta páginas, cuando acababa de poner los pies en el banco tras una semana de ausencia, no lo demostró; no perdía jamás la compostura.
—Entonces, ¿propones que te sea retirado el control de ese círculo de calidad, cuyas actividades iniciaste tú misma?
Miré a Lawrence directamente a los ojos; fue como recibir el impacto de un bloque de hielo en el estómago.
—A mí me parece que no es ésa la única alternativa que ofrece la propuesta, señor —contesté.
Sus pupilas se contrajeron durante un instante, apenas el tiempo necesario para pestañear.
—¿En serio? Quizá lo hayas interpretado de un modo diferente al mío.
—Se dice, simplemente, que los interventores deben estar separados de las cuentas que son objeto de revisión —señalé—. ¿Tiene alguna objeción en contra?
Sus pupilas se dilataron considerablemente y me felicité por el asiento elegido, aunque sabía que yo no estaba representando el papel de la presa que lucha sin cuartel en una cacería, sin demostrar miedo alguno y diciéndose a sí misma: «No dejes que encuentren el rastro de tu olor».
—Vamos a ver si lo entiendo —dijo él, empezando a traspasar la grieta que nos separaba. Lawrence no era ningún idiota; reconocía una añagaza cuando la veía—. ¿Me estás diciendo que no recomiendas que te quite el control del círculo de calidad? Quizá deberíamos repasar el asunto desde que comenzó hasta ahora. Tú pusiste en marcha el círculo para examinar con lupa la seguridad del banco. Recurriste al Comité de Dirección para que lo financiara, sin obtener primero el apoyo de tu propio director… —Aquello era un golpe bajo, pero lo dejé pasar—. A continuación te fuiste a Nueva York para conseguir el respaldo de la comunidad bancana. ¿Estoy en lo cierto hasta aquí?
—Sí.
—En tu ausencia me envían un informe, según afirmas, bajo tus auspicios, donde se solicita que se evite toda relación entre las actividades del grupo y los directores que, como tú, controlan los sistemas informáticos monetarios.
—Correcto.
—Y ello a causa de un posible conflicto de intereses, es decir, para garantizar que el grupo no tendrá interés personal alguno en examinar unos sistemas más concienzudamente que otros. Y aun así, ¿afirmas ahora que eso no significa que tú debas lavarte las manos con respecto al círculo de calidad?
—Ésa no es la única posibilidad, señor.
—Al parecer, eres una persona capaz de ver muchas posibilidades —replicó con calma—. La única alternativa posible que yo veo es la de que abandones tu puesto como jefe de los sistemas monetarios.
—Ésa parece ser la alternativa —admití.
Se quedó callado durante unos instantes. No estaba segura, pero creí reconocer una mirada que se acercaba al respeto, aunque se convirtió rápidamente en algo más parecido a una mirada calculadora. Entonces me lanzó un directo.
—¿Recomendarías que aceptara esa propuesta, Verity?
Mierda. Debería haberlo visto venir. Si decía que sí, sin obtener compromiso alguno por anticipado, perdería la ventaja. Si decía que no, quedaría como una maldita estúpida, puesto que se suponía que era yo quién había patrocinado la propuesta.
Si no conseguía que Lawrence se comprometiera, por anticipado, a ascenderme a mí y al equipo a su departamento, fuera del control de Kiwi, quedaría a merced de los vientos imperantes que pudieran soplar. Tenía que devolver la pelota al lado de Lawrence, lograr que hiciera una oferta en firme.
—Señor —contesté, saliéndome por la tangente—, ¿qué interés tiene usted en declinar esta propuesta?
Me miró fijamente. Sus pupilas se cerraron de golpe y luego se abrieron completamente.
—Banks, ¿juegas al ajedrez? —me preguntó, sin mirarme.
—Sí, señor, juego un poco —admití.
—Yo diría que juegas mucho. Dime qué quieres.
—¿Perdón?
—¿Qué estás persiguiendo con todo esto, tú, Verity Banks? —Se dio la vuelta y me miró—. ¿Qué expectativas tenías al subir aquí? ¿Qué esperabas ganar con esta pequeña entrevista?
—Fue usted quien me llamó, señor —corregí.
—Lo sé —dijo con impaciencia—. Pero tú esperabas que yo tomara alguna decisión; de lo contrario, no me hubieras enviado esa maldita carta. Bien, ¿qué será? ¿El círculo de calidad o las transferencias monetarias? No puedes tener ambas cosas.
¡Pero continuaba sin decir si el círculo tendría que informarle directamente a él!
—Señor, yo no me atrevería…
—No necesitas atreverte a nada; te lo estoy preguntando yo. Obviamente, tu carta me ha colocado en una posición insostenible. Si no separo ese círculo de calidad de todos los departamentos de producción, tendré interventores en el desayuno, la comida y la cena. De modo que, a partir de hoy, el círculo de calidad me informará directamente a mí. ¿Vendrás con él, o te quedarás en transferencias monetarias con Willingly? A propósito, no resulta demasiado agradable trabajar con Willingly después de pisarlo, cosa que has conseguido varias veces durante el último mes. —Quizá fuera mi expresión lo que provocó su risa—. Supongo que estás pensando que, en ese sentido, no mejoras mucho cambiando a Willingly por mí —añadió—. Pero si subes aquí, espero que no descubras que has quemado tus naves.
—Con el debido respeto —le dije—, algunas naves se hunden por sí solas. Tentaré la suerte con usted.
Me levanté y me acompañó hasta la puerta.
—Banks, debo decirte que para ser una mujer tienes más pelotas que ninguna otra persona que haya conocido. Sólo espero que no tropieces con ellas; puede ser una experiencia dolorosa. Ahora no dispongo de tiempo para perderlo en estas cosas, pero ordenaré que vacíen unos cuantos despachos del ala oeste para tu grupo. Haz que te suban las cosas aquí hoy mismo. Y, por cierto, trata de esquivar a Willingly durante una hora o así, hasta que yo le haya explicado cómo está la situación.
Me tendió la mano para indicarme que saliera. La estreché, pero no salí.
—Con todos los respetos, señor…
—¿Sí?
Lawrence levantó una ceja.
—Desde el ala este se disfruta de una vista de la bahía.
Bajando en el ascensor de vuelta a mi planta, me felicité de nuevo por haberme asegurado de que Pearl y Tavish habían mandado copias de aquel informe en forma de insinuación cifrada tanto al SPIG como al departamento interno de revisión de cuentas.
Crucé la planta en dirección a mi despacho silbando el tema de la
Espada, de Nothung
con la sensación de ser invencible. Eso explica por qué no vi a Pavel, que agitaba frenéticamente los brazos haciéndome señas, hasta que fue demasiado tarde. Mi secretario dio un respingo cuando la voz de Kiwi bramó desde el interior.
—Interrúmpenos dentro de un par de minutos con una llamada urgente —le susurré.
Pavel asintió resignadamente cuando pasé junto a él. Kiwi estaba instalado detrás de mi mesa y llevaba gafas de espejo. Más de diez años antes, Tor me había explicado cómo debía actuar con los jefes a los que ya no necesitaba. Sólo era cuestión de ganar tiempo.
—¡Hola, Kiwi! —le dije alegremente, corriendo las cortinas para que la luz inundara la habitación—. ¿Qué trama por aquí?
—¡Tú estás tramando algo! ¡Y no es nada bueno! —me informó en un tono que no me gustó lo más mínimo.
Empecé a revolver la bandeja de «entradas» y a abrir el correo como si él no estuviera allí.
—Si pudiera darme una pista… —dije con aplomo—. He estado una semana en Nueva York…
—¡Y conspirando contra mí todo ese tiempo, allí y aquí! —gritó—. ¡No intentes hacerte la niña buena conmigo!
Aunque en aquella ocasión su histeria tenía cierta base real, no por ello me molestó menos.
—¿No cree que exagera un poco? —protesté—. ¿Por qué no me dice que le preocupa y así podremos dejar estos juegos de lado?
—Eres tú quien ha de explicarse —contestó con una voz fuera ya de control—. Si no sabes nada, ¿por qué no me has dicho que acabas de bajar del despacho de Lawrence? ¿Qué contestas a eso? ¿Qué has estado haciendo allí la mitad de la mañana?
¡Jesús! Kiwi tenía espías por todas partes. Justo entonces sonó el interfono.
—Llamada urgente, señorita Banks —anunció la voz de Pavel—. En la línea seis, por favor.
—Perdone —le dije a Kiwi cortésmente.
Kiwi tuvo que desalojar su carrocería de mi silla para que yo pudiera pasar al otro lado de la mesa y coger el teléfono. Se cambio a una silla del lado opuesto y me miró fijamente mientras yo descolgaba el teléfono.
—Hola, amiga mía, ¿adivinas qué estamos haciendo?
La ronca voz de Georgian me llegó desde el otro lado de la línea. ¡Dios mío, era una llamada auténtica!
—¿Qué están haciendo?
Miré a Kiwi. A pesar de las gafas de sol, noté el calor de su mirada furiosa. Al parecer iba a quedarse.
—Pareces preocupada —dijo Georgian—. ¿Te llamo más tarde?
—En situaciones como ésta, creo que las cosas deberían enfocarse de manera muy diferente —le contesté.
—¿De qué demonios hablas? —se extrañó—. ¿Hay alguien contigo ahí en este momento?
—Eso es precisamente lo que yo opino —respondí—. Me alegra que haya comprendido los problemas que tenemos por «nuestra». parte.
—Hay alguien ahí, pero no quieres que cuelgue —dijo ella—. ¿Qué debo hacer entonces?
—Tómese su tiempo y explíqueme con todo detalle lo que ha conseguido hasta ahora —le contesté—. Necesito conocer los hechos concretos para poder exponer la situación ante mi jefe, que casualmente está sentado justo frente a mí.
Aunque Kiwi iba a ser pronto mi ex jefe, tenía que ganar tiempo hasta que Lawrence le informara del hecho. Miré a Kiwi y alcé las cejas significativamente, como si algo realmente decisivo estuviera ocurriendo al otro lado de la línea.
—¿Tu jefe? Espero que no tengas problemas —comentó Georgian—. Vaya, me siento como un agente secreto en una misión muy importante o algo parecido. ¿Estás segura de que no me esta oyendo?
—Creo que deberíamos tomar toda precaución posible para evitar que pueda ocurrir algo parecido —le dije.
Incluso en un susurro, la voz de Georgian sonaba como Tallulah Bankhead tocando en el Radio City Music Hall.
—Thor ha estado aquí toda la semana —me contó—, revoloteando a mi alrededor mientras imprimía o cocinando con mi madre. Por cierto, sus pastelillos de patata son divinos.
—Vaya al grano —repliqué, consciente de que Kiwi no se contendría mucho tiempo—. ¿Cómo va su proyecto?
—Anoche hice un gran adelanto —respondió—. Se me ocurrió la idea de imprimir marcas de agua sobre el papel utilizando un aceite del tipo de la glicerina. Cuando lo sostienes frente a la luz es traslúcido, igual que las auténticas marcas de agua. Creo que no se podría detectar por medio de rayos X. Dudo mucho de que realicen una inspección tan completa…
Kiwi había cogido una revista y la hojeaba irritado, cruzando y descruzando las piernas como si apenas pudiera contener la impaciencia.
—Y Thor ha estado perfeccionando mi equipo —prosiguió Georgian—, ingeniería industrial lo llama él, de modo que ahora podemos sacar ocho valores con una sola placa fotográfica. Si imprimimos cien mil bonos, ¡es casi un millón de pavos por foto! Yo diría que no está mal si se compara con las exposiciones fotográficas de primera fila.
Garabateé en el bloc de mi mesa con un ojo puesto en Kiwi, mientras Georgian seguía charlando sobre gastos y dificultades. A mí me resultaba difícil concentrarme viendo que Kiwi estaba a punto de estallar.
En ese momento, se levantó, arrojó a un lado la revista y comenzó a caminar de un lado a otro, acercándose cada vez más al teléfono. Yo traté de hacer pantalla sobre el auricular con el hombro y empecé a reducir mis respuestas a gruñidos monosilábicos, pero él prácticamente me echaba el aliento en la nuca.
—Así pues, ¿cuál es el resultado final? —interrumpí, para hacerla callar—. ¿Van a cumplir los plazos previstos? ¿Están a punto para la siguiente fase?
—Estaremos a punto la semana próxima, o tal vez antes —me aseguró.
¡Mierda! Y yo ni siquiera había conseguido entrar en un solo fichero.
—Pero, Verity, ahora que estamos tan cerca, empieza a invadirme el pánico, ¿sabes? Me refiero a que, si nos descubren antes de que hayamos terminado, el asunto se verá como algo ilegal. ¿Estás segura de que quieres hacerlo? ¿Qué te parece?
—También yo —respondí.
—En fin, lo que cuenta es que no vamos a quedarnos con el dinero. Mi único pretexto es que estamos haciendo algo honorable.
—También yo.
—Por supuesto, está la parte de aventura. Cuando Zoltan me contó lo de la apuesta, me dije: «¡Qué diablos! Creo que a tu vida le iría bien mejorar un poco».
—También yo.
—Por otro lado, si nos pillan, creo que deberíamos entregar todos los beneficios a la Madre Teresa; tal vez así me haría sentirme más feliz el hecho de ir a la cárcel.
—También yo.
Kiwi se abalanzó contra mí y se detuvo a unos centímetros de mi cara. Se arrancó las gafas de sol y me miró.
—¡También yo, también yo, también yo! —explotó—. ¿Qué clase de conversación es ésta?
—Perdóneme —le dije a Georgian—, ha surgido una emergencia en mi despacho. —Volviendo el rostro hacia Kiwi, espeté—: Estoy hablando por teléfono. Quizá sería mejor que concertáramos una entrevista para continuar esta charla en otro momento más apropiado.
—Estamos hablando, y estamos hablando ahora, Banks —me contestó, con la cara negra por la rabia—. Ni unos caballos salvajes ni Dios bajado del cielo podrían arrastrarme fuera de este despacho. Estoy clavado al suelo. Ahora, termina esa conversación, y deprisa.
—Perdóneme, señor Willingly —le dijo Pavel a Kiwi desde el umbral de la puerta—. Tengo a la señora Harbinger al teléfono. Dice que su jefe quiere verle en su despacho enseguida.
La señora Harbinger era la secretaría de Lawrence. Sonreí dulcemente cuando Kiwi vaciló, clavado al suelo.
—Dile que iré en cuanto pueda —murmuró Kiwi.
—Entonces tal vez sea mejor que hable usted mismo con ella, señor —insistió Pavel—. Está en mi línea, dice que llevan toda la mañana buscándolo, pero que no estaba en su despacho.
—El señor Willingly ha estado en mi despacho toda la mañana —comenté en tono distraído.
Kiwi me lanzó una mirada furiosa.
—Sí, finalmente se les ha ocurrido buscarle aquí. Al parecer es muy importante, señor —afirmó Pavel.