—Si quieres mi opinión —me informó—, él es lo mejor que te ha ocurrido en la vida. No has hecho nada que al menos pareciera arriesgado en muchos años.
—Hacía años que no me veías —puntualicé.
Pero tenía que admitirlo. Si Tor no se hubiera involucrado voluntariamente, era muy poco probable que yo hubiese ejecutado un plan tan temerario como el que estaba a punto de poner en marcha. Eso era lo que me preocupaba.
Tor nos alcanzó cuando llegamos al comedor, pero Lelia no estaba allí. La suntuosa mesa de madera oscura brillaba gracias al aceite con que la habían pulido, y el precioso centro de narcisos blancos y acebo se reflejaba en su superficie. A ambos lados había candelabros de varios pisos y en cada extremo un alto recipiente para mantener frío el champán. Todo a nuestro alrededor tenía un brillo de oropel, un aire navideño.
Estábamos a punto de sentarnos cuando Lelia entró apresuradamente en la estancia.
—¡He hallado la solución! —barbotó alegremente.
Con una sonrisa de complicidad, tendió las manos que escondía tras la espalda y mostró un secador de pelo grande y con forma de revólver. Lo contemplamos en silencio.
—Madre…, ¡eres un genio! —exclamó Georgian por fin—. Tendría que habérseme ocurrido a mí.
—Está tan claro como el día —dijo Lelia, muy complacida—. Yo lo sostendré mientras se secan los papeles para el gran golpe. Entonces seré importante, ¿no?
—Entonces será importante, sí-dijo Tor, dándole un fuerte abrazo.
Como era habitual en las cenas de Lelia, la comida era exquisita: crema fría de zanahorias, gelatina de verduras tiernas con trufas —una especie de
giardiniera
— y faisán asado con salsa de grosella y puré de castañas. Cuando ya no podíamos comer más, llegaron los dulces y el café.
Lelia le pasó a Tor una caja de cigarros y cogió uno para ella, cortó las puntas y encendió ambos con una larga vela. Tor estaba achispado y con ganas de hablar mientras echaba bocanadas de humo. Lelia le sirvió solícitamente una copa de coñac.
—¿Sabes? —me dijo—. Llevaba años pensando en este problema del Depository. Pero, si no hubieras aparecido tú con esa idea disparatada, probablemente no habría hecho nunca nada al respecto.
—No veo para qué necesitas mi ayuda, ni esta apuesta —señalé—. Podrías haber llamado su atención igualmente apoderándote de unos cuantos millones de dólares y enviándoselos por correo.
—No se necesitarían mil millones para demostrar mi teoría sobre la seguridad —admitió Tor—. Sin embargo, hay otra lección de vital importancia que deben aprender. Por eso quería hacer esta apuesta contigo. He visto demasiada corrupción y avaricia desenfrenadas en el mundo de las finanzas. A pesar de que se les confía la salvaguarda del dinero de otras personas, con el tiempo, los banqueros e inversores llegan a considerar esos bienes como propios. Juegan con ellos a su antojo, arriesgándose sin detenerse a reflexionar con perspectiva de pasado o de futuro. Civilizaciones enteras han sido destruidas por esa especie de ruleta sin control.
—Comprendo —repuse irónicamente al oír aquel bonito discurso—. Eres el Conejo Cruzado que va a poner la economía mundial patas arriba. Creía que eras del tipo de personas que no hacen nunca nada por motivos altruistas.
A pesar de mis palabras, sabía que tenía razón. Debía hacerse algo, y pronto. En todas partes había bancos que se iban a la quiebra, y la culpa no era de hombres de particular honor o integridad. Los «errores» que se habían cometido en mi propio banco iban desde la incompetencia delictiva al robo descarado, pero nadie hacía saltar la liebre, ni siquiera se amonestaba a los culpables. La intransigencia de Kiwi en materia de seguridad acababa siendo la falta más leve de todas, si te parabas a pensarlo.
—Dime —pregunté—, ¿qué pinta nuestra pequeña apuesta en ese grandioso plan?
—Lo creas o no pinta mucho —me aseguró, y bebió un trago de coñac—. El plan que he ideado para invertir nuestro dinero servirá sin duda para poner de manifiesto mi teoría; pero, por el momento, es sólo una idea. Te lo explicaré más adelante en detalle.
—Estoy impaciente —le dije. Y era cierto. Me moría de ganas de saber qué carta ocultaba realmente en la manga.
—Si las altas finanzas se practicaran como en otros tiempos, en la época de los Rothschild, por ejemplo —dijo Tor—, ahora las cosas tal vez fuesen diferentes. Eran inteligentes, quizás incluso implacables, pero no corruptos. Prácticamente por sí solos, los Rothschild crearon la comunidad bancaria internacional tal como la conocemos en la actualidad. Estabilizaron el dinero en circulación entre estados, crearon una economía mundial donde antes sólo habían existido grupos de intereses opuestos…
—¡Qué historia tan aburrida! —le interrumpió Lelia—. Tenían que casarse
avec leur propre famille
para ser aceptados. Aquel viejo… ¡era un auténtico
cafardl
!
—Una cucaracha —traduje para Tor, tan sorprendido por aquel arranque como yo—. Los Rothschild tenían que casarse con miembros de su propia familia para poder heredar, eso tengo entendido, al menos.
—¡
Quel cachón
!—refunfuñó Lelia entre dientes.
—¡Qué cerdo! —traduje.
—Madre, basta —intervino Georgian—. Ya nos has explicado todo eso.
—Si no se dice la verdad, estas cosas surgen como la
ronde d'histoire
—prosiguió Lelia, ignorándola—. Tu papá se levantaría de su
tombeau
…, le destrozaron su…,
comment dit-on ame
, querida?
—Alma —respondí—. Si no hablamos sobre estas cosas, se repetirán. A tu padre le destrozaron el alma y se levantaría de su tumba si…
—¡Ya sé lo que dice! ¡Es mi condenada madre la que habla! —estalló Georgian.
—Quizá no debería haber sacado este tema… —empezó Tor, pero Lelia volvió a interrumpirle.
—Glicina —dijo.
Tor la miró confundido.
—¿Perdón?
—Glicina, ése era el nombre —insistió Lelia.
—Glicina es el nombre de la flor que Lelia solía admirar —le expliqué a Tor. Al no replicar él, añadí—: En el jardín de Monet, en Giverny.
—Comprendo —dijo Tor.
—Una conversación anterior —señalé.
—Efectivamente.
—Me gustaría mostrarte algo —me informó Tor, cuando salíamos en su coche del garaje subterráneo de Lelia y nos adentrábamos en Park Avenue.
—¿Ahora? ¡Dios mío, es casi media noche! Tengo que coger un avión mañana por la mañana, ¿no puede esperar?
—No temas, no tardaremos mucho —me aseguró—. Es una cosa que he comprado. Quiero que me digas si es una buena inversión.
—Si ya lo has comprado, ¿qué importa lo que yo piense? Supongo que no será el tipo de inversión que sólo puede verde desde un mullido sofá.
—Lejos de mi intención, a estas alturas, mancillar tu inmaculada virtud, —rió—. Créeme, esta inversión requiere cientos de metros de espacio abierto para ser apreciada en su totalidad.
—¿Está al aire libre? Debes de estar bromeando. ¿Esta noche? ¿Adonde vamos? ¡Éste es el camino del puente!
—Exactamente. Vamos a Long Island, donde ninguna persona civilizada pone el pie en esta época del año. Pero, por otra parte, ni tú ni yo hemos sido nunca demasiado civilizados, ¿no es cierto?
Tor me revolvió los cabellos con una mano y, sin esperar respuesta, enfiló la rampa hacia el puente.
Desperté, después de lo que me parecieron varias horas, con la cabeza en su regazo. Se había quitado la chaqueta para arroparme con ella y me acariciaba el pelo distraídamente.
Me incorporé en el asiento y miré a través de las ventanas cubiertas de hielo. Delante de nosotros, la luna se reflejaba en la reluciente superficie negra del océano. Bueno, a mí me pareció el océano, pero luego me di cuenta de que era una especie de lago o estanque, y de que lo que en un principio había tomado por agua era en realidad hielo. Incrustados en el hielo había docenas de botes.
—¿Cómo es posible que la gente deje ahí esos botes? —pregunté—. ¿No se estropean si se congelan de esa manera?
—Se estropearían si fueran barcos corrientes —me respondió—. Pero son botes mágicos, veleros para hielo. Y aquel que tiene el mástil alto y rojo es mío.
—Un velero para hielo, ¿ésta
es
tu inversión?
—Ven. Te lo mostraré.
Salimos del coche con nuestros trajes de noche y caminamos por la crujiente nieve. El aire era más frío de lo que había imaginado y el viento levantaba la nieve, transportándola de un lado a otro sobre la superficie del hielo y dándole al lago una apariencia mística. Recordé el cuento de la Reina de las Nieves, que conducía su trineo por los cielos y arrojaba trozos de hielo a la tierra para helar los corazones de los niños.
—¿Ves? —me explicaba Tor mientras me ayudaba a subir a la cubierta, donde el viento parecía aún más fuerte—. Este bote es extremadamente ligero y está provisto de una vela para aprovechar la fuerza del viento. Tiene dos patines…
—Como los patines de carreras de Hans Brinker —dije yo.
Tor abrió una trampilla en la cubierta, sacó la vela doblada y empezó a desplegarla.
—Funciona de forma muy semejante a un velero. La propulsión la obtiene del viento, pero, debido a que se desliza patinando sobre el hielo, que no ofrece resistencia, es mucho más rápido que un bote navegando en el agua y precisa menos viento.
—¿Para qué aparejas el bote? No pensarás salir ahora, ¿verdad?
—Siéntate —me ordenó, empujándome hasta un asiento—. Y abróchate esa correa.
Me até aquel arnés mientras él elevaba la vela con el aparejo. Por sus movimientos parecía todo un experto. El hermoso hielo negro adquirió súbitamente un aspecto amenazador. Imaginé con asombrosa rapidez cómo me sentiría al ser arrojada sobre el hielo y deslizarme por él sin control mientras sus dientes afilados y mellados me convertían en tiras, o al caer sobre una zona más delgada, atravesarla y quedar atrapada bajo la siniestra superficie de las aguas subárticas.
—Te gustará mucho —me aseguró Tor, sonriendo mientras tiraba de una cuerda y la enrollaba en torno a una cornamusa.
La vela restalló en el fuerte viento; la cabeza se me fue hacia atrás y el bote salió disparado, adentrándose en el lago. Cogimos velocidad tan rápida y silenciosamente que tardé varios segundos en darme cuenta de la celeridad con que nos movíamos.
Cuando me puse de cara al viento, tuve que cerrar los ojos. Sobre el rostro recibía el impacto de las agujas de nieve que los patines arrancaban a la superficie y que me quemaban la piel. Permanecí con los ojos cerrados, sintiendo el frío azote en el rostro. Cuando intenté hablar el hielo se agarró a mis pulmones como un ancla.
—¿Cómo se le da la vuelta a esta cosa? —grité, para hacerme oír sobre el gemido del viento.
—Cambiando de posición el cuerpo o las velas —replicó Tor. El ruido del hielo contra el casco se hizo más fuerte—. O también moviendo el timón ligeramente con esta palanca.
Parecía tan tranquilo que intenté mostrarme confiada. Sin embargo, volábamos sobre el hielo a una velocidad tal que temí que pronto despegaríamos. El nudo que el miedo me había formado en el estómago empezaba a quemar como un metal frío y helado al convertirse en terror. Los ojos se me llenaban de agua al deshacerse las agujas de hielo. Me pregunté cómo podía ver Tor sin protegerse con unas gafas.
Cuando solté el asiento al que me aferraba para enjugarme los ojos, estábamos cambiando muy ligeramente de trayectoria. El corazón me dio un vuelco cuando vi que nos abalanzábamos contra la orilla opuesta. Mientras veía acercarse silbando la línea de hierba, rocas y árboles helados a una velocidad de vértigo, me sentí como si hubiéramos alcanzado la velocidad de la luz.
La tierra se acercaba a tal velocidad que no podía creer que Tor viera lo que estaba ocurriendo. Sentí deseos de gritar. Los trozos de hielo golpeaban el casco como fuego de ametralladora y una cortina de nieve me impedía la visión a medida que avanzábamos, cada vez más deprisa. Después capté visiones fugaces de árboles y rocas que parecían saltar sobre nosotros por encima del hielo y me di cuenta, con una súbita histeria, ¡de que era demasiado tarde para virar!
Sentí, medio ahogada, que me ardía la garganta y que la sangre palpitaba, no, daba golpes furiosos en las cuencas de mis ojos.
Me agarré al borde del bote como si estuviera clavada, esforzándome en mirar mientras nos precipitábamos sin remedio, totalmente fuera de control, contra la mortífera línea negra de la orilla. Sentí que el estómago me daba un vuelco cuando se aproximó el momento del impacto.
Pero nos desviamos hacia un lado al cambiar Tor de posición y trazar el bote una amplia curva limpia y cerrada, bordeando elegantemente la orilla. El tiempo pareció detenerse y en ese instante empecé a oír los fuertes latidos de mi corazón.
Cuando salimos de la curva, la adrenalina inundó mi cuerpo en una cálida oleada, bombeando la sangre de nuevo hacia el corazón y los pulmones.
—¿Te ha gustado? —preguntó Tor alegremente, sin notar al parecer que yo estaba enojada.
Mis piernas y mi espalda parecían espaguetis. Nunca había sentido un miedo semejante. Estaba furiosa. Me preguntaba si sería posible asesinarlo y conseguir volver a tierra de una pieza.
—Ahora que nos hemos calentado, ¿qué te parece si probamos algo realmente excitante? —sugirió. Estaba segura de que mi corazón no resistiría más excitación. Pero estaba tan aturdida y conmocionada que no podía hablar. Sospechaba, además, que cualquier síntoma de debilidad por mi parte sólo serviría para prolongar mi agonía. A Tor le encantaba poner a prueba mi temple.
Sin esperar respuesta, volvió a tensar la vela y empezamos a adquirir velocidad. No tardamos en desplazarnos a tal velocidad que la orilla que discurría junto al bote se convirtió en un borrón captado por el rabillo del ojo. No obstante, mientras no nos apartáramos de la orilla ofrecía un aspecto cómodo y seguro. Cuando de repente Tor viró hacia el interior del lago, la vasta extensión negra pareció desplegarse ante mí como las fauces oscuras y abiertas de la muerte.
—Estos veleros pueden alcanzar más de cien nudos —me informó despreocupadamente, elevando la voz sobre el monótono gemir del viento.
—¿Cuánto es un nudo? —pregunté, haciendo un esfuerzo, pero sin querer saberlo en realidad. Se me ocurrió que, si conseguía hacerle hablar, quizás olvidaría su idea de «probar algo realmente excitante».