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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (30 page)

—Quizás hayas estudiado un mapa —dije—, pero no las costumbres locales. Es más de la una de la madrugada. En San Francisco está todo cerrado a esta hora.

—Trogloditas repugnantes —murmuró Tor, cuya ciudad, como Las Vegas, no cerraba nunca—. No obstante, haz lo que te he dicho. Me han asegurado que el lugar al que vamos permanecerá abierto tanto tiempo como nos plazca.

No me gustaba la idea, pero sabía que le debía a Tor no ya un favor, sino la vida. Dudaba de que hubiese muchas personas en el planeta que hubieran hecho por alguien lo que él había hecho por mí aquella noche, y mucho menos de manera tan imprevista. Si quería ver el maldito muelle, ¿por qué no?

Nos detuvimos cerca de Fisherman's Wharf. Había montones de sitios para aparcar a aquella hora. Bajamos del coche y lo cerramos. De no ser por la niebla, habría estado muerta de miedo; pero supuse que si alguien quería asaltarme en medio de aquella niebla primero tendría que encontrarme.

Tor me cogió de la mano y me guió por el muelle. Tiendas y bares empezaron a escasear y, ya casi al final, los barcos crujían y chapoteaban en el agua entre los fantasmales edificios desvencijados y medio derruidos.

—Me parece que es éste —anunció Tor, señalando un pequeño barco de motor que apenas distinguí en la penumbra.

—¿Me llevas de paseo en bote? —pregunté, algo histérica—. ¿En medio de la bahía, a estas horas?

Pero él se metió en el bote sin pronunciar una palabra y empezó a buscar.

—Veamos, la llave debería estar… aquí. —Oí su voz en la niebla—. Bien, mi querida niña —añadió, y su mano surgió de la niebla para coger la mía—, ¿has vivido conmigo alguna vez una experiencia con la que, a la larga, no hayas disfrutado?

—Creo que ésta puede ser la primera —repliqué.

Pero de poco me serviría oponerme, de modo que le di la mano y salté al bote.

Nos pusimos en marcha para adentrarnos en la bahía antes de que me diera cuenta. Cuando abandonamos los muelles y estábamos ya bastante lejos, vi la luz de la ciudad que quedaba atrás reflejada en las negras aguas. En la bahía no había más que pequeños intervalos de niebla y los altos edificios de San Francisco se elevaban por encima del sudario de nata batida como la perdida Atlántida saliendo del agua, chorreante de espuma. Había luna llena, envuelta en nubes que pasaban velozmente por el cielo. No había visto jamás nada tan magnífico.

—Es increíble —le susurré a Tor, aunque no había nadie en varios kilómetros a la redonda que pudiera oírme—. No había estado nunca en medio de la bahía de noche.

—No es más que la primera de las muchas experiencias que preveo en tu inmediato futuro —me contestó.

—¿Adónde me llevas? ¿O es sólo una excursión sin destino? —le pregunté. Después de todo, había dicho que el sitio estaría abierto.

—Vamos a una isla, nuestra isla —explicó en voz baja, como si hablara consigo mismo—. En medio de un mar de oscuro vino…

La fusión hostil

No es de la benevolencia del cervecero ni de la del panadero de lo que esperamos la comida, sino de su preocupación por sus propios intereses.

Nos encomendamos, no a su humanidad, sino a su egoísmo, y no les hablamos jamás de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.

ADAM SMITH

En los diez años que llevaba en San Francisco, la única isla de la bahía de la que había oído hablar era Alcatraz, aunque no había estado nunca en ella. Pero Tor, que esa misma tarde estaba aún en Nueva York, había encontrado otra. Le encantaba impresionar a la gente con ese tipo de omnipotencia. No obstante, yo no podía decir que me importara demasiado. Resultaba absolutamente encantadora.

La isla era pequeña, quizá de un centenar de metros, con un litoral rocoso y un manto de hierba aún verde tras las lluvias invernales. Con las luces de Berkeley a un lado y las de la ciudad al otro, parecía un refugio invisible desde fuera, como un islote en medio de un océano. El suave chapoteo de las olas ahogaba los sonidos del mundo real de las distantes orillas.

—¿Cómo has encontrado este lugar? —pregunté.

—Del mismo modo en que te hallé a ti —me contestó—, por magia o por intuición.

Daba igual, me encantaba. Caminamos por la hierba cogidos de la mano, alejándonos del embarcadero. En el promontorio había una pequeña casa de dos plantas, cuyo interior se hallaba alegremente iluminado. Cuando llegamos a ella, Tor hurgó en un tiesto de gardenias en busca de la llave y, cuando la encontró, la introdujo en la cerradura.

—Estoy muy cansado —me dijo, abriendo la puerta con un crujido—. Son tres horas más para mí, casi las cinco de la mañana. Si estuviéramos en Manhattan, podría oír a los pájaros trinando en los árboles. Creo que ya esta bien por esta noche.

¿Esta noche?

—¡No pensarás dormir aquí! —exclamé.

—No creerás tú que vaya pasar la noche en ese ataúd al que llamas casa —replicó él, irritado.—. Necesito espacio y tiempo para relajarme. Ha sido un día muy largo, gracias a ti. Y sería verdaderamente encantador despertarse aquí por la mañana.

—Mira… —empecé yo, pero e me corto en seco con una mirada, me cogió de la mano y me condujo hasta un cómodo y mullido sofá de la sala de estar. De un empujón me hundió en él.

—No, mira tú —dijo furioso—. Hace doce años que te conozco y en todo este tiempo, ¿he intentado alguna vez ponerte la mano encima? No existe precedente histórico para esos miedos que pareces albergar.

—Nunca habíamos estado solos en una granja desierta —señalé.

—¿Tengo yo los rasgos de la personalidad de un viajante de comercio? —resopló, acercándose a la maleta que había junto a la chimenea y en la cual había ropa de cama y toallas dobladas—. Aquí tienes un camisón, sábanas y mantas, y en la casa hay media docena de dormitorios; al menos eso me han asegurado. Ningún hombre que esté en sus cabales, y agotado como me encuentro yo ahora, se dedicaría a recorrerlos para asaltar el templo sacrosanto de tu persona. ¿Por qué no eliges la habitación que más te guste para que podamos dormir un poco?

Estaba portándome de un modo ridículo, por supuesto. Todo lo que Tor decía era cierto, pero yo no estaba preocupada por esos motivos. La verdad era que tenía miedo, más miedo que hacía una hora, bajo la intensa luz del centro de cálculo, cuando existía un auténtico motivo para estar aterrada. El único peligro en aquella casa consistía en… Era absurdo pensar en ello siquiera. No había razón alguna para ponerse nerviosa.

Cogí un camisón de sus manos sin decir una palabra y subí la escalera en busca de un dormitorio. Tor se quedó abajo, hurgando por la cocina que había junto a la sala principal, y subió después con una botella de coñac y dos vasos.

Colocó uno sobre el lavamanos de roble situado junto a mi cama, me sirvió coñac y dijo:

—Tómate una copa antes de dormir, te la mereces. Volveré luego y te arroparé.

—No te molestes —repuse rápidamente—. Lo he encontrado todo, el cuarto de baño y lo demás, yo solita.

Él sonrió, salió y cerró suavemente la puerta.

Desde luego, yo sabía lo que iba mal y así lo comprendí. Me desnudé a toda prisa y me metí el grueso camisón de franela por la cabeza. Tor hacía que me sintiera débil, absorbía mi poder. Tenía la costumbre de inducir me a hacer cosas, de lanzarme a ellas de cabeza y hundirme en ellas cada vez más mientras reía. Yo era la mujer con más éxito de cuantas conocía, hasta que apareció él con aquella travesura bancaria. Ahora volvía a estar sumergida hasta el cuello en una ciénaga, sin que hubiera vía de escape alguna a la vista.

Había también algo más, mucho peor que su manía de arriesgar mi cuello. Aparte de mi abuelo Bibi, Tor era la única persona que me hacía sentir como una niña que necesita protección, sentimiento del que yo no era precisamente una entusiasta. Tor me abocaba a situaciones en las que yo no poseía el control y luego llegaba corriendo a rescatarme para que tuviera que cogerme de su mano. Esperaba que yo me arrodillara, como Tavish y todos los demás, en señal de acatamiento a su fuerza e intelecto superiores, que le siguiera allá donde él fuera. Era algo que realmente me indignaba. Si hacía lo que sabía que él estaba pensando hacer aquella noche, redoblaría sus esfuerzos y trataría de robarme el alma.

Eché agua de la jarra en la jofaina del lavamanos y me lavé la cara mientras me miraba en el espejo. Dentro de aquel largo camisón de franela de algodón, con el rostro cansado y la masa de cabellos revueltos, parecía un chico vestido con una tienda de campaña. Nadie intentaría seducir a una mujer con semejante aspecto, me aseguré a mí misma con cierta bravuconería. Apreté la nariz contra el espejo y saqué la lengua.

Justo entonces Tor volvió a entrar en la habitación. Llevaba un pijama azul y una pila de mantas bajo el brazo.

—¿Qué haces andando por ahí descalza? —me regañó.— Te vas a morir de una pulmonía. Métete en la cama.

Cuando me deslicé en el interior de las frías y húmedas sábanas, me echó, todas las mantas, una a una, por encima. Luego encendió la vela que había junto a la cama y fue hasta el interruptor de la pared para apagar la luz. La habitación se sumió en sombras y la vela lanzó su pequeño círculo de resplandor. Dorados dedos de luz lamían las paredes, acariciando el armario de roble y el armazón de cobre amarillo de la cama. Más allá de las ventanas cubiertas por visillos, las olas golpeaban el rocoso litoral.

Tor se acercó, se sentó en el borde de la cama y me dirigió una mirada inundada de fuego.

—¿Por qué te sientas en mi cama? —le pregunté.

—Vaya contarte un cuento —me contestó con una sonrisa.

—Creía que estabas tan exhausto que no podías ni moverte.

—No del todo —dijo—. Esto es algo que necesitaba hacer desde hace mucho tiempo.

Esperé que aquello no significara lo que parecía.

Se inclinó sobre las mantas con una mano reposando sobre mi estómago. Noté que el calor se filtraba por la gruesa capa de ropa hasta llegar a mí. Esperé, muda, a que hablara.

—Érase una vez una niña pequeña —empezó—, una niña muy mala…

—¿En qué sentido? —pregunté.

—Creo que quería ser un niño. Era muy independiente.

—¿Qué hay de malo en eso? —dije—. A mí me parece algo muy conveniente.

—No interrumpas al cuentista o no podrás enterarte del final —me amenazó.

—Vale, ¿qué le pasó?

—Recibió su merecido —contestó en voz muy baja. Yo noté el estremecimiento que sentía siempre que hablaba de esa manera.

—¿Y cuál era? —pregunté, no del todo segura de querer saberlo.

—Merecía recibir exactamente lo que quería. ¿Sabes qué era?

—No.

—No esperaba que lo supieras.

Tor sonrió.

—¿Por qué demonios iba yo a saber lo que quería? —repliqué enfadada.

—Porque tú eres la niña pequeña —contestó.

—Oh, entonces no es un cuento —dije.

—Es un cuento, tu cuento, y sólo tú sabes el final. Quizá yo sea un personaje del cuento, pero eres tú quien debe decidir qué papel vaya interpretar.

—¿Qué papel quieres interpretar? —pregunté, dándome cuenta enseguida de que estaba pisando terreno resbaladizo y, para colmo, sin trineo de hielo.

Tor me contempló en silencio. Sus ojos negros y sus cabellos cobrizos llameaban como la luz de la vela. Me sentí débil y rara, y sabía que estaba paralizada. Parecía que sus ojos estaban buscando un lugar en lo más profundo de mi interior, un lugar que yo misma jamás había intentado buscar, un lugar aislado del mundo, igual que nosotros estábamos aislados en ese momento y en aquella isla.

Lentamente, su puño se cerró sobre la manta por encima de mi estómago. Por fin habló en voz muy baja; parecía que le costaba pronunciar las palabras.

—Quiero hacerte el amor —dijo. Luego, en voz tan baja que parecía hablar para sus adentros, agregó—: Con locura.

Oí el tic-tac de un reloj en alguna parte del pasillo y el sonido de las olas rompiendo en la orilla. Sentí que algo dentro de mí se derrumbaba, caía hecho pedazos. Apenas respiraba mientras Tor permanecía inmóvil, estudiando la llama de la vela como si no hubiera dicho nada en absoluto.

Continuamos allí en silencio durante largo rato; ninguno de los dos se movió ni un centímetro. Su mano seguía aferrada a la colcha, como si fuera una roca que ofreciera la fuerza de su apoyo. Tras lo que pareció una eternidad, le vi cerrar los ojos. Respiró profundamente y se volvió hacia mí con expresión irritada.

—¿Y bien? —dijo con impaciencia.

—Y bien ¿qué? —pregunté.

—Acabo de decirte que quiero hacerte el amor.

—¿Qué se supone que he de decir? —contesté yo a la defensiva. Estaba conmocionada, realmente conmocionada, y mi resolución hecha añicos. No tenía la menor idea de qué hacer.

Tor se levantó.

—Jamás le había dicho algo así a una mujer, ¡y quizá no vuelva a hacerlo, al ver el entusiasmo que provoco!

—¿Qué quieres que diga? ¿Qué quieres que haga? —inquirí, incorporándome bruscamente y haciendo que la ropa de cama se desperdigara en torno a mí. Estaba completamente perdida.

—¡Dios mío, eres imposible! —exclamó.

Tor apartó las mantas y me agarró por los hombros. Me sacudió varias veces sobre las almohadas como si quisiera ahogarme, sin parar de reír; parecía desquiciado. Luego me dejó caer sobre la cama como si fuera un saco de patatas y se dirigió a la puerta.

—¿Adónde vas? —exclamé alarmada.

—Vaya buscar algo que necesitas. Quédate ahí, vuelvo enseguida.

«Quizá regrese con una escopeta», me dije cuando se adentró por el pasillo.

Tenía el estómago y las piernas como de gelatina. Salté de la cama y empecé a pasear por la habitación. Una docena de sentimientos se agitaban dentro de mí, todos ellos desconocidos. En el nombre de Dios, ¿qué hacía yo allí? ¿Cómo podía estar ocurriendo aquello? Me sentía totalmente desconcertada. ¿Qué debía hacer?

Tor estuvo fuera un tiempo que me pareció eterno. Por fin, regresó con una bandeja en la que había dos tazas.

—Creía haberte dicho que te quedaras en la cama —me recriminó, dejando la bandeja—. ¿Quieres coger una neumonía? Hay mucha humedad.

—Pareces mi abuela —le dije mientras me metía de nuevo en la cama, aliviada por su vuelta.

—Pues no tengo ninguna intención de comportarme como lo haría tu abuela —me aseguró—. Córrete hacia allá, yo también me vaya meter.

—¿Qué es eso? —pregunté, tratando de ocultar con mi cháchara la turbación que me producía el hecho de que estuviéramos codo con codo bajo las sábanas.

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