Benastra, crispado, había pasado a la fase en que era incapaz de resistirse a cualquier cosa que aquella mujer extraña y apasionada le exigiera.
No tardó más de tres minutos en conseguir el holograma de Leggen en la plataforma de mensajes. Le había apartado de su cena. Llevaba una servilleta en la mano y un brillo sospechosamente grasiento debajo del labio inferior. Su alargado rostro se contraía en una espantosa mueca.
–¿Vida o muerte? ¿Qué es eso? ¿Y quién es usted? – Luego, descubrió a Dors que se había acercado a Benastra para que su imagen se viera también en la pantalla de Jenarr-. ¿Otra vez tú? – exclamó-. ¡Esto se ha convertido en una pesadilla!
–No lo es -contestó Dors-. He consultado con Rogen Benastra, que es el jefe de Sismología de la Universidad. Después de que tú y tu grupo salierais de
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, el sismógrafo muestra con toda claridad los pasos de una persona allí arriba. Es mi estudiante, Hari Seldon, el cual subió, a tu cargo, y que ahora se halla, con toda seguridad, inconsciente y tal vez a punto de morir.
»Por lo tanto, me llevarás arriba ahora mismo con el equipo que sea necesario. Y si no lo haces de inmediato, me dirigiré a seguridad universitaria…, o al propio Presidente si es preciso. De un modo u otro, iré a
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, y si algo le ocurre a Hari porque tú te retrases un sólo minuto, haré que te despidan por negligencia, incompetencia, por cualquier cosa que pueda achacarte; te haré perder todo status y que seas eliminado de la vida académica. Y si ha muerto, desde luego será homicidio por negligencia. O peor, puesto que te estoy advirtiendo de que está muriendo.
Jenarr, furioso, se volvió a Benastra.
–Detectó…
Pero Dors le interrumpió:
–Me ha dicho lo que ha detectado y yo te lo digo a ti. No estoy dispuesta a que lo confundas. ¿Vienes? ¿Ya?
–¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez estés equivocada? – dijo Jenarr entre dientes-. ¿Sabes lo que puedo hacer contigo si todo esto no es más que una maldita falsa alarma? La pérdida de status puede funcionar en ambas direcciones.
–Pero el crimen, no -declaró Dors-. Estoy dispuesta a someterme a juicio por falsa alarma maliciosa. ¿Lo estás tú para un juicio por asesinato?
Jenarr enrojeció, quizá más por la necesidad de someterse que por la amenaza.
–Iré, pero no tendré compasión de ti, joven, si tu estudiante aparece, de cualquier forma, a salvo bajo las cúpulas, en las últimas horas.
Los tres se metieron en el ascensor, silenciosos, tensos. Leggen sólo había comido parte de su cena y había dejado a su mujer en el área de alimentación sin explicación alguna. Benastra estaba sin cenar y, posiblemente, había decepcionado a alguna compañera, también sin una explicación adecuada. Tampoco Dors Venabili había cenado y parecía la más tensa y angustiada de los tres. Llevaba una manta térmica y dos lámparas fotónicas.
Cuando llegaron a la entrada de
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, Leggen, con las mandíbulas contraídas, mostró su número de identificación y las puertas se abrieron. Un viento helado los envolvió y Benastra protestó. Ninguno de los tres estaba vestido de manera adecuada, ya que los dos hombres no tenían la intención de permanecer allí largo rato.
–Está nevando -dijo Dors con voz ahogada.
–Nieve húmeda -aclaró Leggen-. La temperatura se halla al borde de la congelación, pero no es un frío mortal.
–Depende del rato que uno pase en él, ¿verdad? – comentó Dors-. Y estar empapado bajo la nieve no ayuda gran cosa.
–Bueno, ¿dónde está? – preguntó Leggen, mirando resentido a la oscuridad, empeorada por el contraste de luz procedente de la entrada, detrás de él.
–Tome, doctor Benastra, coja la manta. Y tú, Leggen, entorna la puerta sin cerrarla del todo.
–No tiene cierre automático. ¿Crees que somos idiotas?
–Quizá no, pero puede cerrarse desde dentro y dejar a cualquiera que se encuentre afuera ante la imposibilidad de volver a entrar.
–Si hay alguien aquí, señálamelo. Muéstramelo -barbotó Leggen.
–Puede estar en cualquier parte. – Dors levantó los brazos, con una lámpara fotónica en cada mano, colgadas de las muñecas.
–No podemos mirar por todas partes -murmuró Benastra angustiado.
Las lámparas se encendieron e iluminaron en todas direcciones. Los copos de nieve brillaban como multitud de luciérnagas, dificultando la visión.
–Los pasos parecían más fuertes -musitó Dors-. Tenía que estar acercándose al transductor. ¿Dónde está situado?
–No tengo la menor idea -contestó Leggen-. Esto no tiene nada que ver ni con mi especialidad, ni con mi responsabilidad.
–¿Doctor Benastra?
La respuesta de Benastra fue dubitativa:
–En realidad, no lo sé. A decir verdad, jamás había subido aquí. Lo instalaron antes de mi tiempo. La computadora lo sabe, pero nunca se nos ha ocurrido preguntárselo… Estoy muerto de frío y no veo qué utilidad puede tener para ustedes el que yo esté aquí.
–Tendrá que quedarse un poco más. Síganme -ordenó Dors-. Voy a rodear la entrada en espiral, hacia fuera.
–No podremos ver gran cosa a través de la nieve -observó Leggen.
–Ya lo sé. Si no nevara, ya lo tendríamos, estoy segura de que lo habríamos visto. Así, a lo mejor tardamos unos minutos. Podremos aguantarlos. – A pesar de todo no estaba tan segura como sus palabras daban a entender.
Empezó a andar, moviendo los brazos, proyectando las luces lo más ampliamente posible, forzando la vista en busca de una mancha oscura sobre la nieve. Pero fue Benastra quien primero señaló algo.
–¿Qué es esto? – preguntó.
Dors juntó las dos lámparas formando un resplandeciente cono de luz hacia la dirección indicada. Después corrió hacia allá, seguida por los otros dos.
Lo habían encontrado, contraído y empapado, a unos diez metros de la puerta, y a cinco del instrumento meteorológico más cercano. Dors le tomó el pulso, aunque era innecesario hacerlo porque, respondiendo a su contacto, Seldon se agitó entre gemidos.
–Déme la manta, doctor Benastra -pidió Dors con la voz ahogada por el alivio. La desplegó y la extendió sobre la nieve.
–Colóquenlo encima con cuidado, que ya lo envolveré yo. Luego, lo bajaremos.
Una vez en el ascensor, empezó a salir vapor de la manta al alcanzar ésta la temperatura de la sangre.
–Una vez le tengamos en su habitación, Leggen -dijo Dors- consígueme un médico, un buen médico, y procura que venga de inmediato. Si el doctor Seldon sale de ésta sin daño, no diré nada, pero únicamente si no le ocurre nada. Recuerda…
–No es preciso que me sermonees -cortó Leggen con acritud-. Lamento lo ocurrido y haré cuanto esté en mi mano, pero mi única falta fue, en primer lugar, permitir que este hombre subiera a
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con nosotros.
La manta se movió y se oyó una voz baja y débil. Benastra tuvo un sobresalto ya que la cabeza de Seldon estaba apoyada en el hueco de su codo.
–Creo que trata de decir algo -advirtió.
–Lo sé -asintió Dors-. Ha dicho: «¿Qué pasa?»
Y no pudo evitar echarse a reír. ¡Le parecía una frase tan normal!
El médico estaba encantado.
–Jamás había visto un caso de enfriamiento -explicó-. Uno no se enfría en Trantor.
–Puede que no -repuso Dors con frialdad-, y me alegro de que tenga la oportunidad de experimentar esta novedad, pero no querrá decir con eso que no sabe cómo tratar al doctor Seldon, ¿verdad?
El médico, un hombre mayor, calvo, con bigotito gris, se erizó:
–Claro que sé. Los casos de enfriamiento en los Mundos Exteriores son muy corrientes, algo cotidiano, y he leído mucho sobre ellos.
El tratamiento consistió en suero antiviral por una parte y el uso de un envoltorio de microondas por otra.
–Esto debería solucionarlo -aclaró el médico-. En los Mundos Exteriores utilizan métodos más complicados en los hospitales, pero nosotros no los tenemos aquí, en Trantor. Le he puesto un tratamiento para casos benignos, pero estoy seguro de que servirá.
Dors pensó, algo más tarde, mientras Seldon se estaba recuperando sin mayor complicación, que tal vez por ser oriundo del Mundo Exterior había podido sobrevivir. La oscuridad, la nieve y el frío no le eran del todo desconocidos. Un trantoriano quizás hubiera sucumbido en parecidas circunstancias, no tanto por el trauma físico como por el psíquico.
No estaba segura de estar en lo cierto, claro, ya que tampoco ella era trantoriana.
Apartó aquellos pensamientos de su mente, se acercó una silla a la cabecera de la cama de Hari y se dispuso a esperar.
En la mañana del segundo día, Seldon despertó y vio a Dors que estaba sentada junto a la cama, mirando un libro-película y tomando notas.
–¿Todavía aquí, Dors? – preguntó Seldon en voz que era casi normal.
–No puedo dejarte solo, ¿no te parece? – respondió ella, dejando el libro-. Y no confío en nadie.
–Tengo la impresión de que todas las veces que he despertado, te he visto. ¿Has estado aquí todo el tiempo?
–Despierta o dormida, sí.
–¿Y tus clases?
–Tengo un ayudante que se ha hecho cargo de ellas por el momento.
Dors se inclinó y tomó la mano de Hari. Al notar su turbación (Después de todo él estaba en cama), la soltó.
–Hari, ¿qué ocurrió? Yo estaba tan asustada…
–Tengo que hacerte una confesión -dijo Seldon.
–¿De qué se trata Hari?
–Pensé que quizá formabas parte de una conspiración…
–¿Una conspiración? – repitió ella con vehemencia.
–Quiero decir, para hacerme subir a
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, donde me encontraría fuera de la jurisdicción universitaria y, por tanto, expuesto a ser detenido por las fuerzas imperiales.
–¡Pero, si
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no está fuera de la jurisdicción universitaria! El sector jurisdiccional de Trantor va del centro planetario al cielo.
–Ah, yo no lo sabía. Pero no viniste conmigo porque, según dijiste, tenías muchísimo trabajo, y, cuando me puse paranoico, pensé que me abandonabas deliberadamente. Por favor, perdóname. Es obvio que fuiste tú quien me ha bajado de allí. ¿Se preocupó alguien más?
–Se trata de hombres con muchas obligaciones -explicó Dors, prudente-. Creyeron que habías bajado antes que ellos. Creo que la idea era perfectamente plausible.
–¿También lo creyó Clowzia?
–¿La joven interna? Por supuesto que sí.
–De todos modos, pudo tratarse de una conspiración. Sin ti, creo que…
–No, Hari, todo ha sido culpa mía. Yo no tenía ningún derecho a dejar que subieras solo. Mi obligación era velar por ti. No puedo dejar de censurarme por lo ocurrido, eso de que te perdieras…
–No, espera un poco -la interrumpió Seldon, indignado-. No me perdí. ¿Qué te has creído que soy?
–Me gustaría saber cómo lo llamas tú. No estabas por ninguna parte cuando los otros bajaron, y no supiste encontrar el camino de vuelta a la entrada, o a los alrededores de la entrada, hasta bien entrada la noche.
–No ocurrió así. No me perdí por el mero hecho de alejarme y no poder encontrar el camino de vuelta. Te he dicho que sospechaba una conspiración y tenía motivos para ello. No soy tan paranoico.
–Bien, entonces, ¿qué ocurrió?
Seldon se lo contó. No tuvo problemas para recordarlo con todo detalle; lo había vivido como una pesadilla durante la mayor parte del día anterior.
Dors lo escuchó, ceñuda.
–Eso es imposible. ¿Un
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? ¿Estás seguro?
–Por supuesto que estoy seguro. ¿Crees que sufrí alguna alucinación?
–Era imposible que las fuerzas imperiales estuvieran buscándote. No podían detenerte en
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sin crear el mismo desbarajuste salvaje que si hubieran enviado un piquete de policías para detenerte en el campus.
–Entonces, ¿cómo explicas lo ocurrido?
–No estoy segura -respondió Dors-, aunque es posible que las consecuencias de que yo no te acompañara arriba pudieron ser peores de lo que han sido y Hummin estará furioso conmigo.
–Entonces, no se lo digamos -aconsejó Seldon-. Todo ha terminado bien.
–Debemos hacerlo -insistió Dors-. Tal vez no haya terminado todo.
Aquella noche, Jenarr Leggen acudió a visitarle. Fue después de la cena y miró a Dors y a Seldon varias veces, como preguntándose qué decirles. Ni uno ni otro se prestaron a ayudarle, sino que ambos esperaron pacientemente. No les dio la impresión de que fuera un maestro en el arte de la conversación intrascendente. Al fin, se decidió a hablar.
–He venido a ver cómo se encontraba -dijo a Seldon.
–Perfectamente bien -contestó éste-, excepto que estoy soñoliento. La doctora Venabili me ha dicho que el tratamiento me tendrá atontado durante unos días, supongo que necesito este descanso -sonrió-, y, con franqueza, no me parece mal.
Leggen aspiró aire a fondo, lo exhaló, titubeó y, entonces, como si le arrancaran las palabras a la fuerza, continuó:
–No le entretendré mucho rato. Comprendo perfectamente que necesite descansar. Pero, lo que sí quiero decirle es que siento todo lo ocurrido. No debí haber supuesto, con tanta tranquilidad, que había vuelto solo abajo. Dado que usted era un novato, debí haberme responsabilizado de usted. Después de todo, yo había permitido que subiera. Confío en que llegue a… perdonarme. Esto es todo lo que quería decirle.
Seldon bostezó, cubriéndose la boca con la mano.
–Perdóneme. Como todo ha terminado felizmente, no debemos abrigar rencores. En cierto modo, no fue culpa suya. No debí haberme alejado y, además, lo que ocurrió fue…
–Bien, Hari -se apresuró a interrumpirle Dors-, basta de conversación, te lo ruego. Relájate. Pero yo quiero hablar contigo, Leggen, antes de que te marches. En primer lugar, comprendo que te preocupes por las posibles repercusiones que este asunto pueda tener para ti. Pero yo te prometí que si el doctor Seldon se recuperaba, no diría nada. Parece que así ha sido, de modo que puedes estar tranquilo…, de momento. Sin embargo, me gustaría preguntarte algo más, y confío en que esta vez tenga tu absoluta y libre cooperación.
–Lo intentaré, Venabili -repuso Leggen, inquieto.
–¿Ocurrió algo inesperado durante vuestra permanencia
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?
–Claro, perdí al doctor Seldon, error por lo que acabo de excusarme.
–No, no me refiero a eso. ¿Ocurrió algo fuera de lo normal?