El Emperador permaneció sumido en sus reflexiones durante un momento.
–¿Y si alguien más lo saca de allí antes que nosotros?
–¿Y quién querría hacer tal cosa,
Sire
? – preguntó Demerzel sin alzar la voz.
–¡El alcalde de Wye, para empezar! – gritó Cleon-. Todavía sueña con apoderarse del Imperio.
–La vejez le ha limado las ganas,
Sire
.
–No lo creas, Demerzel.
–Y no tenemos motivos para creer que se interesa por Seldon, o que lo conozca,
Sire
.
–Vamos, Demerzel. Si nosotros nos enteramos de su comunicación, también Wye pudo hacerlo. Si nosotros hemos visto la posible importancia de Seldon, también Wye puede verla.
–De ocurrir algo como eso -observó Demerzel-, o incluso si hubiera la más razonable probabilidad de que ocurriera, entonces, quedaría justificado que adoptáramos medidas extremas.
–¿Extremas?
Demerzel se expresó con suma cautela.
–Podemos opinar que antes de que Seldon cayera en manos de Wye, sería preferible que no cayera en manos de nadie. Hacer que dejara de existir,
Sire
.
–¿Hacer que lo mataran, quieres decir?
–Si queréis expresarlo así,
Sire
… -declaró Demerzel.
Hari Seldon se recostó en el sillón de la habitación que se le había asignado merced a la intervención de Dors Venabili. Se sentía descontento.
En realidad, aunque ésa era la expresión que tenía en mente, sabía que el término no reflejaba sus sentimientos en absoluto. No sólo estaba descontento, estaba furioso…, tanto más cuanto que no sabía a ciencia cierta el motivo de su furia. ¿Sería por la Historia? ¿Los escritores y compiladores de Historia? ¿Los mundos y la gente que hacían la Historia?
Con independencia del blanco de su furia, ya que no importaba demasiado, lo que sí le preocupaba era que sus notas resultaban inútiles, así como sus nuevos conocimientos; todo era inútil.
Llevaba casi seis semanas en la Universidad. Casi al principio había logrado encontrar una computadora y había empezado a trabajar con ella…, sin ser instruido, pero sirviéndose del instinto desarrollado en los muchos años de trabajos matemáticos. Había sido un trabajo lento y vacilante, pero encontraba cierto placer en determinar gradualmente las rutas por las que podía conseguir respuestas a sus preguntas.
Luego, llegó la semana de clases de Dors, que le había enseñado docenas de atajos, y proporcionado un par de motivos de vergüenza. El primero incluía las miradas de soslayo por parte de los adolescentes, que parecían desdeñosamente conscientes de su avanzada edad y que estaban dispuestos a sentirse molestos por el constante uso del honorífico «doctor» de Dors al dirigirse a él.
–No quiero que piensen -le explicó- que eres un estudiante perpetuamente retrasado tomando un curso «curativo» de Historia.
–Pero, ahora ya estarán enterados, y yo diría que un simple Seldon sería suficiente.
–No -protestó Dors, sonriente-. Además, me gusta llamarte doctor Seldon. Me encanta la expresión incómoda que adoptas cada vez.
–Lo que ocurre es que tienes un peculiar sentido sádico del humor.
–¿Y me lo arrebatarías?
Sin saber por qué, aquello le hizo reír. Bueno, la reacción natural hubiera debido ser rechazar el sadismo. Pero le pareció divertido que aceptara el reto y se lo devolviera. Esa idea le llevó a una pregunta normal:
–¿Juegan al tenis aquí, en la Universidad?
–Tenemos pistas, pero yo no sé jugar.
–Estupendo. Yo te enseñaré. Y mientras lo hago, te llamaré profesora Venabili.
–Pero eso ya me lo llamas en clase.
–Te sorprenderá lo ridículo que suena en una pista de tenis.
–A lo mejor me gusta.
–En tal caso, trataré de descubrir qué otra cosa puede dejar de gustarte.
–Veo que tienes un peculiar sentido de humor salaz.
Lo había dicho así, con deliberación.
–¿Y me lo arrebatarías? – preguntó él.
Ella le sonrió y después lo hizo sorprendentemente bien en la pista de tenis.
–¿Estás segura de no haber jugado antes? – preguntó él, jadeando, después del partido.
–Segurísima -le contestó.
Su otro motivo de vergüenza era más privado. Aprendió la técnica necesaria para la investigación histórica y después quemó, en privado, sus burdos intentos de utilización de la memoria de la computadora. Era, sencillamente, un enfoque diferente por completo del que se usaba en matemáticas. Resultaba tan lógico, como otro cualquiera, supuso, puesto que podía utilizarse de forma consistente y sin error para moverse en cualquier dirección deseada, pero se trataba de un tipo de lógica sustancialmente distinto de aquel a que él estaba acostumbrado.
Pero, con o sin instrucciones, tanto si tropezaba como si avanzaba con rapidez, simplemente, no conseguía resultado alguno.
Su frustración se hacía sentir en la pista de tenis. Dors alcanzó muy pronto la fase en que ya no necesitaba enviarle pelotas fáciles para darle tiempo a calcular dirección y distancia. Eso hacía que se olvidara con facilidad de que se trataba de una principiante y expresaba su rabia devolviéndole la pelota como si fuera un rayo láser solidificado.
Dors se acercó a la red.
–Comprendo que quieras matarme -dijo- puesto que debe molestarte ver cómo pierdo las pelotas con tanta frecuencia. Pero, ¿cómo has conseguido evitar mi cabeza por tres centímetros esta vez? Quiero decir, que ni siquiera me has rozado. ¿No sabes hacerlo mejor?
Seldon, horrorizado, trató de hablar, pero sólo consiguió balbucir incoherencias.
–Mira -continuó Dors-, no voy a enfrentarme con más pelotas tuyas por hoy, así que vamos a ducharnos y nos reuniremos para tomar té o alguna otra cosa y podrás explicarme por qué has intentado matarme. Si no se trata de mi pobre cabeza, y si no terminas pronto con tu verdadera víctima, el otro lado de la red resultará demasiado peligroso para que yo esté dispuesta a servirte de blanco.
Mientras tomaban el té, él le explicó:
–Dors, he mirado historia tras historia; sólo mirado, repasado. Todavía no he tenido tiempo para estudiar nada a fondo. Pese a todo, es obvio. Todos los libro-películas se concentran en los mismos, escasos, acontecimientos.
–Cruciales. Los que hacen la Historia.
–Es una excusa. Se copian unos a otros. Hay veinticinco millones de mundos ahí fuera y sólo se mencionan, de manera significativa, unos veinticinco quizás.
–Estás leyendo historias generales galácticas. Busca las historias especiales de alguno de los mundos menores. En cada mundo, por pequeño que sea, los niños aprenden Historia local antes de descubrir que ahí fuera existe una enorme Galaxia. ¿No conoces, ahora, más sobre Helicón que sobre el nacimiento de Trantor o sobre la Gran Guerra Interestelar?
–Ese tipo de conocimiento está limitado también -protestó lúgubremente Seldon-. Conozco la geografía de Helicón, la historia de su colonización, la malevolencia y ataques del planeta Jennisek, nuestro enemigo tradicional, aunque nuestros maestros, muy cautos, nos decían que deberíamos llamarle «rival tradicional». Pero nunca aprendí nada sobre las contribuciones de Helicón a la Historia General Galáctica.
–Tal vez no las hubo.
–No digas tonterías. Claro que sí las hubo. Puede que no hubiera grandes e importantes batallas espaciales en las que Helicón se viese involucrado, o rebeliones cruciales, o tratados de paz. Quizá no existió ningún contrincante imperial que hiciera de Helicón su base. Pero debieron establecerse sutiles influencias. Seguro que nada puede suceder en parte alguna sin que afecte a todo lo demás. No obstante, no encuentro nada que pueda ayudarme… Fíjate, Dors, en Matemáticas todo puede ser encontrado en una computadora; lo que sabemos o hemos descubierto en veinte mil años. En Historia, no ocurre lo mismo. Los historiadores hacen una selección y cada uno de ellos selecciona lo mismo.
–Pero, Hari -objetó Dors-, la matemática es una ciencia ordenada, de invención humana. Una cosa sigue a otra. Hay axiomas y definiciones todos los cuales son conocidos. Es…, se trata…, de un todo. La Historia es diferente. Se trata de la revelación inconsciente de los hechos y pensamientos de cuatrillones de seres humanos. Los historiadores deben seleccionarlos.
–Exactamente -afirmó Seldon-; sin embargo, yo debo conocerlo todo sobre la Historia; conocer toda la Historia, si tengo que resolver las leyes de la psicohistoria.
–En este caso, jamás formularás las leyes de la psicohistoria.
Eso había ocurrido el día anterior. Ahora, Seldon estaba sentado en su butaca, en su habitación, después de haber pasado una jornada de absoluto fracaso y le parecía oír la voz de Dors diciéndole: «En este caso, jamás formularás las leyes de la psicohistoria».
Eso era lo que él había pensado en un principio y de no haber sido por el convencimiento en contra de Hummin y por su extraña habilidad para inundar a Seldon con su propia llamarada de convicción, éste hubiera continuado pensando lo mismo.
Sin embargo, tampoco podía abandonar. ¿Acaso habría algún medio de lograrlo?
A él, no se le ocurría ninguno.
Trantor. – … Casi nunca ha sido descrito como un mundo visto desde el espacio. Desde hace tiempo, ha convencido a la mente humana de que es un mundo interior, y su imagen la de una colmena humana existente bajo las cúpulas. Aunque también había un exterior, y existen holografías tomadas desde el espacio que muestran diversos grados de detalles (véase Figs. 14 y 15). Fíjense que la superficie de las cúpulas, la cara interior de la enorme ciudad, y la atmósfera que la envuelve, una superficie llamada Arriba en su tiempo, son…
Enciclopedia Galáctica
Sin embargo, al día siguiente, Seldon volvía a encontrarse en la biblioteca. En primer lugar, estaba la promesa hecha a Hummin. Le había prometido intentarlo y no podía dejarlo a medias. En segundo lugar, se lo debía a sí mismo. Le molestaba tener que admitir su fracaso. Todavía no, por lo menos. No mientras podía, de manera plausible, decirse que seguía unas pistas.
Así que se fijó en la lista de libro-películas de consulta que aún no había revisado del todo y trató de decidir cuál de aquellos desagradables ejemplares tenía la mínima posibilidad de resultarle de utilidad. Ya casi había decidido que la respuesta era «ninguno de los de arriba mencionados» y no veía más salida que ojearlos un poco, uno por uno, cuando una ligera llamada a la pared de su reservado le sorprendió.
Seldon levantó la vista y se encontró con que el rostro turbado de Lisung Randa lo miraba por encima del tabique de separación. Seldon conocía a Randa, se lo había presentado Dors, y había cenado con él (y con algunos más) en varias ocasiones.
Randa, instructor de psicología, era un hombrecito bajo y gordo, de rostro redondo y alegre y una sonrisa casi perpetua. Tenía la tez amarillenta y los ojos oblicuos, tan característicos en gente de millones de mundos. Seldon conocía bien aquel tipo étnico porque muchos de los grandes matemáticos pertenecían a él y había visto sus hologramas con frecuencia. Pero, en Helicón, nunca se había encontrado con ninguno de esos orientales. (Eran llamados así por tradición, aunque nadie sabía la razón; y se decía que a los propios orientales les molestaba, hasta cierto punto, aquella calificación, y tampoco nadie sabía el porqué).
–Hay millones de nosotros en Trantor -le había dicho Randa, sonriendo, sin la menor turbación, dado que Seldon, cuando lo conoció, no había podido reprimir toda muestra de sobresaltada sorpresa-. También hay muchos del Sur…, piel oscura y cabello ensortijado. ¿No habías visto a ninguno antes?
–No en Helicón -murmuró Seldon.
–Todos occidentales en Helicón, ¿eh? ¡Qué aburrido! Pero no importa. Tiene que haber de todo. – Y dejó a Seldon preguntándose por qué había orientales, occidentales, sureños, y ningún septentrional. Había tratado de encontrar una respuesta al porqué en sus consultas, sin conseguirlo.
Y, ahora, el rostro simpático de Randa asomaba, mirándole con una expresión de burlona preocupación.
–¿Estás bien, Seldon? – preguntó.
–Sí, desde luego. ¿Por qué no iba a estarlo?
–Yo me guío por los sonidos, amigo. Estabas chillando.
–¿Chillando? – Seldon lo miró, ofendido e incrédulo.
–Bajito. Así. – Randa rechinó los dientes y emitió un sonido ahogado y penetrante que le salió del fondo de la garganta-. Si me he equivocado, te pido perdón por esta intrusión inesperada. Por favor, perdóname.
–Estás perdonado, Lisung -murmuró Seldon con la cabeza baja-. Sí, a veces emito ese ruido, me lo han dicho. Te aseguro que es del todo inconsciente. Nunca me doy cuenta.
–¿Sabes por qué lo haces?
–Sí, frustración. Frustración.
Randa indicó a Seldon que se acercara y bajó la voz un poco más.
–Estamos distrayendo a la gente. Salgamos al salón antes de que nos expulsen de aquí.
Una vez en el salón de descanso, mientras tomaban unos refrescos, Randa dijo:
–¿Puedo preguntarte, por simple interés profesional, por qué te sientes frustrado?
Seldon se encogió de hombros.
–¿Por qué suele uno sentirse así? Estoy intentando encontrar algo y no hago el menor progreso.
–Pero eres un matemático, Hari. ¿Por qué algo de la biblioteca de Historia te produce esa frustración?
–Y tú, ¿qué estabas haciendo aquí?
–Yo cruzaba por este lugar, como parte del atajo que tomo para ir a donde me dirigía, cuando te oí… gemir. Como ves, ahora -y sonrió- ya no es un atajo, sino una seria demora…, pero que agradezco, no obstante.
–Ojalá yo pasara simplemente a través de la biblioteca de Historia, pero estoy tratando de resolver un problema matemático que requiere ciertos conocimientos de Historia, y me temo que no lo enfoco nada bien.
Randa se quedó mirando a Seldon con expresión inusitadamente grave.
–Perdóname -observó-, pero debo correr el riesgo de ofenderte. Te he estado computarizando.
–¿Computarizándome? -Los ojos de Seldon se desorbitaron. Se sentía sinceramente furioso.
–Te he ofendido, lo sé. Verás, yo tenía un tío que era matemático. A lo mejor has oído hablar de él: Kiantow Randa.
Seldon contuvo el aliento.
–¿Eres pariente de ese Randa?
–Sí. Es el hermano mayor de mi padre y estaba muy disgustado conmigo por no haber querido seguir sus pasos…, no tiene hijos. Pensé que, a lo mejor, le alegraría saber que había conocido un matemático y quería presumir de ti, si podía, así que busqué toda la información que pude obtener en la biblioteca de Matemáticas.