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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (7 page)

—Pues no os portéis con él como lo hago yo, si es que os gusta —dijo
Jorge
, con cierto tono de mofa en la voz—. Yo no pienso cambiar mi comportamiento. Cuando a mí no me gusta una persona, pues no me gusta y ya está.

—¿Por qué no te es simpático el señor Roland? ¿Tal vez porque no congenia con
Timoteo
? —preguntó Dick.

—En gran parte, sí. Pero también porque me da mala espina. No me gusta nada su repugnante boca.

—¿Por qué dices eso si nunca la has podido ver? Está completamente tapada con el bigote y la barba —dijo Julián.

—Sí, pero a veces le he visto los labios a través del pelo —dijo
Jorge
, obstinada—. Son finos y crueles. Si no, fijaos cuando podáis. A mí no me gustan las personas que tienen los labios finos. Son malvadas y de duro corazón. Y tampoco me gustan sus ojos, con esa mirada fría que tienen. Vosotros podéis intimar con él todo lo que queráis, pero yo no pienso hacerlo, desde luego.

Julián no quiso enfadarse con su terca primita; en vez de eso se echó a reír.

—Nosotros no pensamos intimar con él —dijo—. Se trata sencillamente de que queremos comportarnos como es debido, eso es todo. Y tú, vieja amiga, deberías hacer lo mismo.

Julián habló, desde luego, en vano. Cuando a
Jorge
se le metía algo en la cabeza era imposible hacerla cambiar de opinión. Sólo se sintió contenta cuando se enteró de que aquella tarde iba a ir, en el autobús, al pueblo con sus primos, a ver los escaparates navideños y hacer compras... ¡sin el señor Roland! Éste había preferido quedarse en la casa para que su padre le hablase de su invento.

—Os llevaré al pueblo para que os hartéis de ver escaparates —dijo tía Fanny a los chicos—. Tomaremos el té en cualquier establecimiento. Regresaremos en el autobús de las seis.

Era una idea muy agradable. Tomaron el primer autobús de la tarde, que los llevó velozmente al pueblo, a través de los campos, donde empezaba a asomar la oscuridad vespertina. Los escaparates eran preciosos y estaban muy bien iluminados. Los chicos habían llevado consigo todo su dinero y lo gastaron con largueza comprando cosas bonitas. ¡Había que hacer muchos regalos!

—¿No estaría bien que comprásemos algo al señor Roland? —preguntó Julián.

—Yo le pienso comprar un paquete de cigarrillos —dijo Ana—. Sé la marca que a él le gusta.

—¡Sólo faltaba que le llevásemos un regalo al señor Roland! —exclamó
Jorge
con voz desdeñosa.

—¿Y por qué no,
Jorge
? —dijo su madre, sorprendida—. Oh, querida, yo tengo la esperanza de que seas agradable con él y de que no le tomes mucha antipatía, pobre hombre. Y también espero que no tenga que quejarse de ti a tu padre.

—¿Qué le vas a comprar a
Timoteo
,
Jorge
? —dijo Julián cambiando rápidamente de conversación.

—Voy a ir a una carnicería a comprarle el hueso más grande que haya —dijo
Jorge
—. Y tú, ¿qué le vas a comprar?

—Yo estoy segura de que si
Timoteo
tuviera dinero nos haría un regalo a cada uno —dijo Ana, cogiendo al can por el collar y alzándolo cariñosamente—. ¡Es el perro más bueno del mundo!

Jorge
perdonó inmediatamente a Ana su deseo de comprarle algo al señor Roland en cuanto oyó lo que acababa de decir sobre
Timoteo
. Se animó en seguida y empezó a conjeturar con los otros qué regalos querría hacerles
Timoteo
a cada uno de ellos.

Tomaron el té en un establecimiento y, poco después, estaban ya dentro del autobús de las seis, que los llevaba rápidamente a Kirrin.

En cuanto llegaron, lo primero que hizo tía Fanny fue averiguar si la cocinera había servido al señor Roland y a su marido el té tal como le había encargado que lo hiciera.

Volvió del despacho con los ojos brillantes de alegría.

—Realmente nunca había visto a vuestro tío tan contento —dijo a Julián y a Dick—. ¡Cómo se compenetra con el señor Roland! Le está explicando todos sus descubrimientos. A él le gusta mucho poder hablar con alguien que entienda de sus cosas.

Aquella noche el señor Roland se dedicó a enseñar juegos y pasatiempos a los chicos.
Timoteo
estaba con ellos en la habitación, y el preceptor todavía intentó hacer buenas amigas con él, pero el can se negó a todo entendimiento amistoso.

—¡Tan arisco como su amita! —dijo el preceptor lanzando una mirada burlona a
Jorge
, la cual había estado observando con gran satisfacción cómo su perro se negaba a trabar amistad con el preceptor. No le contestó nada, limitándose a fruncir el ceño.

—¿Te parece que le preguntemos mañana qué significa «VIA OCCULTA»? —dijo Julián a Dick cuando al fin estuvieron solos—. Yo estoy deseando hacerlo. ¿Qué opinas del señor Roland, Dick?

—En realidad, todavía no lo conozco bien —dijo Dick—. Tiene muchos detalles que me agradan, pero, a veces, sin saber por qué, pierdo toda la simpatía que le tengo. No me gustan sus ojos. Y
Jorge
tiene razón en lo que dice de los labios. Los tiene demasiado finos. Eso quiere decir que algo malo hay en él.

—Pues yo no lo pienso así —dijo Julián—. Lo único que le pasa es que no le gustan las estupideces, eso es todo. Estoy pensando en enseñarle la tela y preguntarle qué significan aquellas palabras y signos.

—Tengo entendido que se trataba de un secreto —dijo Dick.

—Sí, ya lo sé, pero ¿qué vamos a sacar en limpio de tener un secreto que lo es para nosotros mismos? —dijo Julián—. Quizá lo mejor que podemos hacer sea preguntarle al señor Roland qué significa todo aquello, pero sin enseñarle la tela.

—Eso no nos serviría gran cosa. Algunas de las palabras ni siquiera las podemos leer, de tan estropeada como está. Si es que estás decidido a consultar con el preceptor, lo mejor que puedes hacer es enseñarle la tela.

—Bien, ya lo pensaré —dijo Julián mientras se metía en la cama.

Al día siguiente los chicos tuvieron ciase desde las nueve y media hasta las doce y media.
Jorge
acudió sin
Timoteo
. Estaba muy molesta, pero no hubiera sido bueno ponerse en actitud desafiante y negarse a ir a clase sin el perro. Ahora que el can le había negado definitivamente la amistad al preceptor, la cosa ya no tenía gran importancia. El animalito había demostrado a las claras que no le interesaba verlo y, por la misma razón, el señor Roland hacía bien en no admitirlo en su presencia; sin embargo,
Jorge
estaba muy irritada.

Durante la clase de latín, Julián encontró la oportunidad de preguntar aquello que deseaba saber.

—Por favor, señor Roland —dijo—. ¿Podría decirme qué significan las palabras «VIA OCCULTA»?

—¿«VIA OCCULTA»? —dijo el señor Roland contrayendo la frente—. Sí, significa «camino secreto» o «vía secreta». Un camino oculto, o algo por el estilo. ¿Por qué lo quieres saber?

Todos los chicos estaban oído atento. Sus corazones latían apresuradamente. Julián tenía razón. Aquello significaba que había un camino secreto en algún sitio.

Pero ¿dónde? Y ¿dónde empezaba? Y ¿dónde terminaba?

—Oh, sólo era una curiosidad —dijo Julián—. Gracias, señor.

Les hizo un guiño a los demás. Estaba tan excitado como ellos. Con sólo que pudieran descifrar el resto de los extraños signos, acabarían resolviendo el misterio. Bien, lo mejor sería volverle a preguntar al señor Roland dentro de unos días. El misterio acabaría resolviéndose de una manera o de otra.

«¡El "camino secreto"! —se dijo Julián a sí mismo, mientras intentaba resolver un problema de geometría—. El "camino secreto". Seguro que acabaremos descubriendo dónde está.»

CAPÍTULO VII

Instrucciones para encontrar el «camino secreto»

En los días que siguieron, los chicos apenas tuvieron tiempo de preocuparse por el camino secreto, porque el día de Navidad se acercaba y había muchas cosas que hacer.

Había que escribir muchas felicitaciones y pintarlas, para enviárselas a sus padres y amigos. Había además que engalanar la casa. Fueron con el señor Roland a coger ramas de acebo y volvieron cargados a casa.

—Parecéis postales navideñas —dijo tía Fanny al verlos atravesar la puerta del jardín con los brazos repletos de ramas y coloreadas frutas. El señor Roland había encontrado un grupo de árboles que en la parte más alta de las ramas tenían grandes cantidades de muérdago, y los chicos habían aprovechado la ocasión para coger una buena parte. Los frutos parecían perlas verdes.

—El señor Roland ha trepado a varios árboles para cogerlos —dijo Ana—. Es un magnífico trepador. Lo hace mejor que un mono.

Todos rieron menos
Jorge
. Ella no reía con nada que se refiriese al preceptor. Depositaron su carga en el pórtico del jardín y fueron a lavarse. Aquella tarde tenían que engalanar la casa.

—¿Querrás, tío, que te adornemos el despacho también? —preguntó Ana.

Tío Quintín tenía su despacho lleno de extraños instrumentos y tubos de cristal y los chicos casi nunca se atrevían a meterse allí.

—No. No quiero que me revuelvan las cosas del despacho —dijo rápidamente tío Quintín—. No se hable más del asunto.

—Tío, ¿por qué tienes esas cosas tan raras en el despacho? —preguntó Ana mientras echaba un vistazo por todo el rededor.

Tío Quintín se echó a reír.

—Estoy trabajando en una fórmula secreta —dijo.

—¿Qué fórmula es esa? —dijo Ana.

—Aunque te lo dijera, no lo entenderías —dijo su tío—. Todas esas cosas que tú llamas «extrañas» me ayudan una enormidad en mis investigaciones, y todo lo que averiguo gracias a ellas lo pongo en mi libro; y de todo lo que voy aprendiendo y estudiando sacaré una fórmula secreta que será un invento de gran utilidad cuando haya terminado el trabajo.

—Tú quieres encontrar una fórmula secreta y nosotros, por nuestra parte, queremos averiguar dónde está un camino secreto —dijo Ana olvidándose completamente de que no debía hablar a nadie del tema.

Julián estaba parado en la puerta del despacho. Miró ceñudamente a Ana. Por fortuna, tío Quintín no pareció prestar ninguna atención a lo que su hermanita acababa de decir. Julián la cogió por el brazo y la sacó de la habitación.

—Ana, estoy pensando que el mejor método para que no reveles nuestros secretos es coserte la boca, como aquel conejito quiso hacer con el perro —dijo.

Juana, la cocinera, estaba muy atareada preparando pasteles navideños. En la despensa estaba colgado un enorme pavo que habían traído de la granja Kirrin. A
Timoteo
empezó a parecerle que se trataba de un manjar exquisito y a partir de entonces Juana tenía a cada momento que echarlo de la cocina.

En el gabinete había muchas cajas de galletas y paquetes misteriosos repartidos por todos sitios. ¡Se presentaba una Navidad magnífica! Los chicos se sentían enormemente excitados y felices.

El señor Roland había traído un elegante abeto que había cortado él mismo.

—¡Tendremos también nuestro árbol de Navidad! —exclamó—. Muchachos, ¿tenéis con qué adornarlo?

—No, señor —dijo Julián viendo que
Jorge
sacudía la cabeza significativamente.

—Esta tarde iré al pueblo a comprar cosas para el árbol —prometió el preceptor—. Quedará estupendamente bien. Lo pondremos en el vestíbulo y, después del té, lo iluminaremos. ¿Quién quiere venir conmigo a comprar luminarias y los otros adornos?

—¡Yo! —gritaron tres voces.

Pero una persona no dijo nada. Ésta no podía ser otra que
Jorge
. En su obstinación, no quería acompañar al señor Roland ni siquiera a comprar adornos para el árbol de Navidad. Hasta entonces no había celebrado una Navidad con árbol en su casa, y a ella en el fondo le gustaba mucho, pero lo que lo estropeaba todo era que fuese el señor Roland el encargado de traer el árbol y comprar los adornos.

El árbol navideño estaba ya dispuesto en el vestíbulo adornado con luminarias coloreadas y toda suerte de regalos colgando de las ramas. Hileras de plateadas cuerdecillas colgaban como carámbanos y los trozos de blanco algodón que por todos sitios había puesto Ana le daban una enorme semejanza a un árbol auténticamente nevado. Había quedado de lo mejor.

—¡Vaya! ¡Muy bonito! —dijo tío Quintín mientras atravesaba rápidamente el vestíbulo y observaba como el señor Roland daba los últimos toques al árbol—. Caramba, y esa hada que hay encima de todo, ¿para quién es? ¿Para alguna niña buena?

Ana en secreto tenía la esperanza de que el señor Roland le regalase la muñeca-hada. Estaba segura de que no se la regalaría a
Jorge
y, de todos modos, su primita no la habría aceptado. Era una muñeca muy bonita, con vestido de gasa y alas de plata.

Julián, Dick y Ana consideraban ya al preceptor como un verdadero amigo. De hecho, todos habían intimado ya con él: no sólo los padres de
Jorge
, sino también Juana, la cocinera. En ello,
Jorge
constituía la única excepción, por supuesto. Ella y su perro seguían mostrándose ariscos con el preceptor en todas las ocasiones que podían.

—¡Nunca hubiera pensado que un perro pudiera llegar a ser tan arisco! —dijo Julián observando a
Timoteo
—. Realmente, está siempre tan enfurruñado como
Jorge
.

—Y a veces
Jorge
produce la impresión de que tiene un rabo, como
Timoteo
, y lo abate cada vez que llega el señor Roland —rió Ana.

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