Después de caminar bastante rato por el sendero llegaron los cuatro a la granja. La casa estaba construida con piedras blancas y ofrecía un sólido y agradable aspecto, bien asentada en la parte más alta de la colina.
Jorge
abrió la puerta exterior y se introdujo en el corral, cogiendo por el collar a
Timoteo
, pues sabía que en la granja había dos perros guardianes sueltos.
Se oyó un ruido cercano. Era el granjero que salía del granero y cerraba la puerta.
Jorge
lo saludó con fuerte voz.
—¡Buenos días, señor Sanders! ¿Cómo está usted?
—¡Caramba, si es el «señorito
Jorge
»! —dijo el viejo amigo, con amplia sonrisa.
Jorge
sonrió también. Le gustaba mucho que la llamasen «señorito» en vez de «señorita».
—Éstos son mis primos —exclamó alegremente. Se volvió a ellos—: Es sordo. Si queréis que os entienda tendréis que hablarle a gritos.
—Yo soy Julián —dijo Julián con fuerte voz. Los otros se presentaron también.
El granjero los miró con una radiante y simpática sonrisa.
—Venid, que os presentaré a mi mujer —dijo—. Le gustará mucho conoceros. Nosotros conocemos al «señorito
Jorge
» desde que nació, y a su madre desde que era una chiquilla. También conocimos a su abuela.
—Usted debe de ser muy mayor —dijo Ana.
El granjero la miró, sonriente.
—¡Tan viejo como mi lengua y algo mayor que mis dientes! —dijo con una risotada—. Venid, muchachos. Entremos en la casa.
Todos entraron en la espaciosa y caldeada cocina de la casa. Había allí una mujer menuda y anciana, pero bulliciosa y ágil como un pájaro, que iba de un lado para otro desplegando energías a raudales. Quedó tan contenta como su marido de conocer a los chicos.
—¡Bien, otra vez aquí! —dijo—. Hace mucho tiempo que no te veíamos, «señorito
Jorge
». Según he oído, creo que vas ahora al colegio.
—Sí —dijo
Jorge
—. Pero nos han dado vacaciones estos días. ¿Le importaría que dejara suelto a
Timoteo
, señora Sanders? Es tan bueno y amigable como los perros que tiene usted aquí.
—Sí, puedes dejarlo suelto —dijo la anciana señora—. Estoy segura de que lo pasará muy bien en el corral con
Ben
y
Rikky
. Y ahora ¿qué os gustaría que os diera para beber? ¿Leche caliente? ¿Chocolate? ¿Café? Precisamente ayer traje unos panecillos riquísimos. También os daré de ellos.
—Ah, mi mujer está muy atareada esta semana —dijo el viejo granjero mientras ella buscaba algo bulliciosamente dentro de la despensa—. ¡Estas Navidades tendremos compañía!
—¿Tendrán ustedes compañía? —preguntó
Jorge
, sorprendida, puesto que sabía que el matrimonio no tenía hijos ni familiares cercanos—. ¿Quién ha de venir? ¿Alguien que yo conozca?
—¡Dos artistas de Londres! —dijo el granjero—. Nos escribieron preguntándonos si les podríamos hospedar estas Navidades, durante tres semanas, y ofreciéndonos buenos precios. Por eso mi vieja está trabajando como una endemoniada.
—Y ¿pintan cuadros? —preguntó Julián, que más de una vez había soñado con ser un artista pintor—. Me encantaría poder hablar un día con ellos. A mí también me gusta mucho pintar. Tal vez ellos puedan darme algunos consejos.
—Puedes hacer lo que gustes —dijo la anciana señora Sanders mientras iba llenando de chocolate una jarra enorme. Inmediatamente ofreció a todos en una bandeja una buena cantidad de panecillos calientes, que los chicos empezaron a consumir con avidez.
—Estoy pensando que esos artistas se encontrarán muy solos, aquí en el campo, durante las Navidades —dijo
Jorge
—. ¿Conocen, acaso, a alguien de por aquí?
—Según me han dicho, no conocen a nadie —dijo la señora Sanders—. Pero los artistas son gente muy rara. Los conozco algo. No es la primera vez que he tenido huéspedes de ese estilo. Les gusta la soledad. Estoy segura de que estos que han de venir lo pasarán bien aquí.
—Claro que lo pasarán bien, con los buenos platos que les harás —dijo su marido—. Bueno, ahora tengo que marcharme a vigilar el rebaño. Que lo paséis bien, jovencitos. A ver si venís a vernos con frecuencia.
Se marchó. La señora Sanders continuó hablando animadamente con los chicos mientras se removía por la cocina.
Timoteo
apareció de pronto, corriendo. Entró en la cocina y se acomodó junto al fuego.
De pronto vio un gato de atractiva piel moteada, que se deslizaba pegado a la pared, con los pelos erizados por el miedo que le producía aquel extraño perro. Éste lanzó un violento ladrido y acto seguido empezó a perseguir al pobre gato, el cual echó a correr y salió de la cocina, dirigiéndose al vestíbulo, seguido por el can, que no hacía el menor caso de los gritos que le daba
Jorge
.
El gato consiguió a duras penas trepar hasta la parte alta de un viejo reloj de pared que había en el vestíbulo. Ladrando animadamente,
Timoteo
emprendió a su vez la escalada. En su esfuerzo rozó violentamente el entrepaño de madera que había en la pared.
Entonces ocurrió algo extraordinario.
Un recuadro del entrepaño desapareció, dejando al descubierto una cavidad.
Jorge
, que había seguido a Timoteo todo el tiempo para reprenderle, lanzó un grito de sorpresa.
—¡Mirad! ¡Venga, señora Sanders, y vea esto!
Un interesante descubrimiento
La vieja señora Sanders y los chicos fueron corriendo al vestíbulo.
—¿Qué ocurre? —gritó Julián—. ¿Qué ha pasado?
—
Timoteo
empezó a perseguir al gato. El gato se subió en el reloj, y, al quererse subir en él también, se apoyó en un recuadro de la pared. ¡El recuadro se deslizó y ha dejado al descubierto una cavidad, fijaos!
—¡Es una cavidad secreta! —gritó Dick, lleno de excitación, metiendo la cabeza por la abertura—. ¡Caramba! ¿Sabía usted que existía aquí esta cavidad, señora Sanders?
—Oh, sí —dijo la señora—. Esta casa está llena de cosas extrañas como ésa. Siempre que limpio la pared procuro hacerlo con mucha suavidad para que no se mueva el recuadro.
—Y ¿qué habrá dentro? —preguntó Julián.
La boca de la cavidad era de una anchura aproximada a la de su cabeza. Se asomó al interior, pero sólo pudo ver oscuridad.
—¡Traed una vela! ¡Traed una vela! —dijo Ana, excitadísima—. ¿No tiene usted una linterna, señora Sanders?
—No —dijo la anciana—. Pero sí tenemos velas. Hay una en la despensa de la cocina.
Ana fue corriendo a cogerla. Cuando la trajo, Julián la encendió y la introdujo por la abertura que había dejado el recuadro. Los otros se agolparon junto a él, ansiosos de descubrir qué había allí dentro.
—¡Esperad! —dijo Julián, impaciente—. ¡Hay que hacerlo por turnos! Yo echaré un vistazo primero.
Escudriñó la cavidad detenidamente, pero no parecía que hubiera allí nada digno de verse. Al fondo, todo estaba oscuro. Le dio la vela a Dick, y sucesivamente todos los chicos metieron la cabeza por la abertura. La anciana señora Sanders había vuelto a la cocina. ¡Estaba acostumbrada al recuadro movible y no le daba importancia a la cosa!
—Ella dijo que esta casa está llena de cosas extrañas como ésa —dijo Ana—. ¿Qué otras cosas habrá? Podríamos preguntárselo.
Hicieron deslizarse el recuadro en sentido inverso, cerrando la abertura de la pared, y se dirigieron a la cocina.
—Señora Sanders: ¿qué otras cosas raras hay en esta casa? —preguntó Julián.
—Hay arriba un armario que tiene doble fondo —dijo la señora Sanders—. ¡No os excitéis tanto, que no es nada de particular! Y una de las piedras de la chimenea es movible y detrás hay como una cavidad oculta. Yo creo que antaño los habitantes de esta casa lo usarían para esconder cosas.
Los chicos al momento estuvieron ante la piedra de la chimenea. Tenía una argolla. Tiraron de ella y pudieron ver la cavidad a que se había referido la señora Sanders. Era de reducidas dimensiones, pero no dejaba de ser algo desacostumbrado y excitante.
—¿Dónde está el armario? —preguntó Julián.
—Mis piernas están esta mañana muy cansadas para subir escaleras —dijo la granjera—. Pero podéis ir vosotros solos. Cuando lleguéis arriba torced a la derecha y entrad por la segunda puerta que veáis. El armario está al final de todo. Abrid la puerta y palpad el fondo hasta que notéis un pequeño saliente. Cuando lo encontréis, apretad fuerte y veréis como aquello se abre.
Los cuatro y
Timoteo
echaron a correr escaleras arriba lo más aprisa que podían, mientras engullían rápidamente lo que les quedaba de los panecillos que les había dado la granjera. ¡Realmente, era una mañana muy interesante aquélla!
Por fin encontraron el armario y lo abrieron. Todos a la vez se pusieron a palpar el fondo. Ana encontró, por fin, el saliente.
—¡Lo he encontrado! —gritó.
Apretó con todas sus fuerzas, pero sus deditos no eran lo suficientemente vigorosos como para vencer la resistencia del mecanismo que abría la pared falsa. Julián tuvo que ayudarla.
Se oyó un crujido y los chicos pudieron ver en seguida que, efectivamente, la pared falsa se abría. Detrás se podía ver una especie de cuartucho diminuto, en el que, a lo sumo, podría caber una persona no muy gruesa.
—Es un escondite estupendo —dijo Julián—. Cualquiera encuentra a alguien que se esconda aquí.
—Voy a meterme dentro. Quiero probar. Podéis encerrarme —dijo Dick—. Tiene que ser muy divertido.
Se introdujo en el cuartucho que había tras la pared falsa. Julián cerró luego ésta herméticamente y dejó a su hermano sumido en las tinieblas.
—¡Esto sí que es una buena encerrona! —gritó Dick—. ¡Qué oscuridad más terrible! Abrid, que quiero salir ya.
Dick salió y los otros chicos, por turno, se metieron a su vez en el cuartucho y fueron sucesivamente encerrados. Ana no lo pasó muy bien.
Cuando todos hubieron probado la encerrona volvieron a la cocina.
—Es un armario muy curioso, señora Sanders —dijo Julián—. ¡Cómo me gustaría vivir en una casa que estuviera llena de cosas misteriosas y secretas como ésta!
—¿Podremos volver otro día a examinar el armario? —preguntó
Jorge
.
—No, creo que no podrá ser, «señorito
Jorge
» —dijo la señora Sanders—. Esa habitación donde está el armario la tengo destinada a uno de mis futuros huéspedes.
—¡Oh! —dijo Julián, defraudado—. Y ¿les dirá usted que el armario tiene una pared falsa, señora Sanders?
—No, no lo haré —dijo la anciana—. Esas cosas sólo interesan a chicos pequeños como vosotros. Los dos caballeros que han de venir aquí no querrán con seguridad oír hablar dos veces del asunto.
—¡Qué raras son las personas mayores! —dijo Ana, asombrada—. Yo estaría encantada de vivir en una casa con recuadros deslizables y puertas falsas aunque las hubiera a cientos.
—Yo igual —dijo Dick—. Señora Sanders, ¿me deja volver a registrar la cavidad secreta del vestíbulo? Me llevaré la vela.
Dick no hubiera podido explicarse nunca por qué había sentido el deseo de volver a manipular el recuadro deslizable. Pero, sencillamente, la idea le había venido a la cabeza. Los otros no quisieron acompañarle, pues sabían de sobra que en la cavidad no había nada digno de verse, salvo la pétrea pared.
Dick cogió la vela y se dirigió al vestíbulo. Empujó el recuadro hasta conseguir que se deslizara. Acercó la vela y echó una nueva ojeada al interior del hueco. Dentro no se veía nada de particular. Dick sacó la cabeza y metió el brazo, extendiéndolo lo más que pudo. Estaba a punto de retirarlo cuando sus dedos toparon con un agujero que había en el muro.
—¡Caramba! —dijo Dick—. ¿Por qué habrá un agujero en este sitio del muro?
Tanteó cuidadosamente el agujero y sus alrededores con el índice. A poco notó que había tocado algo que parecía una palanca pequeña. La movió con los dedos, pero nada ocurrió. Luego, con toda la mano, se puso a tirar fuertemente.
La piedra se apartó. Dick notó sorprendido cómo caía al suelo de la oscura cavidad produciendo un fuerte estrépito.
Al oír el ruido, los otros fueron corriendo al vestíbulo.
—¿Qué estás haciendo, Dick? —dijo Julián—. ¿Has roto algo?
—No —dijo Dick, con la cara roja de excitación—. Lo que ha ocurrido es que he metido el brazo en la cavidad y he encontrado una palanquita. Luego, al tirar de ella, la piedra donde estaba incrustada se ha caído al suelo. ¡Ese es el ruido que habéis oído!
—¡Caramba! —dijo Julián intentando apartar a Dick de la boca de la cavidad—. Déjame que mire.
—No, Julián —dijo Dick, conteniéndolo—. Esto lo he descubierto yo. Espérate a ver si yo puedo encontrar algo en el hueco que ha dejado la piedra. ¡No es tan fácil hacerlo!
Los otros esperaron pacientemente. Julián a duras penas podía contenerse, en su deseo de apartar a Dick y tomar él la iniciativa. Dick metió el brazo en toda su longitud y luego dobló la mano para meterla en el hueco que la piedra había dejado al descubierto. Rebuscó con los dedos y al final topó con algo que, al tacto, parecía un libro. Con gran cautela y cuidado sacó el objeto de su escondrijo.
—¡Un libro antiguo! —exclamó.
—¿De qué trata? —dijo Ana.
Empezaron a pasar las hojas con gran cuidado. Estaban tan resecas y quebradizas que poco faltaba a algunas de ellas para convertirse en polvo.
—Creo que es un libro de recetas —dijo Ana, con sus perspicaces ojos fijos en la vieja y complicada escritura de mano—. Vamos a llevárselo a la señora Sanders.
Los chicos llevaron el libro a la anciana señora. Esta se echó a reír al ver sus maravillados y excitados rostros. Cogió el libro y le echó una ojeada, sin dar muestra alguna de excitación.
—Sí —dijo—. Se trata de un libro de recetas, eso es todo. Fijaos en el nombre que hay en la portada: Alicia María Sanders. Debió de haber pertenecido a mi tatarabuela. Era muy famosa como curandera, lo sé. Tenía fama de curar toda clase de enfermedades a personas y animales.
—Qué lástima que apenas se entienda la escritura —dijo Julián, defraudado—. Además, el libro parece que va a pulverizarse de un momento a otro, de viejo que está. Debe de ser muy antiguo.
—A lo mejor hay aún más cosas en aquel agujero —dijo Ana—. Julián: deberías probar a meter tú el brazo, que lo tienes más largo que Dick.