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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (5 page)

—No creo que haya allí ninguna otra cosa —dijo Dick—. Es un hueco muy pequeño: no más grande que la piedra que cayó al suelo.

—Bueno, de todos modos, meteré el brazo para ver —dijo Julián.

Todos fueron otra vez al vestíbulo. Julián metió la mano en el hueco del muro que había dejado la piedra al descubierto.

Tanteó por todos sitios con sus largos dedos para comprobar si había allí escondida alguna otra cosa.

Sí: allí dentro había algo. Algo blando y liso que parecía como de cuero. Rápidamente asió el objeto con los dedos y después lo sacó cuidadosamente del escondrijo, temeroso de que pudiera estropearse, pues debía de ser una cosa muy antigua.

—¡He encontrado algo! —dijo, con los ojos brillantes de emoción—. ¡Fijaos! ¿Qué será esto?

Los otros se apiñaron a su alrededor.

—Parece la petaca de papá —dijo Ana—. Tiene la misma forma. ¿Hay algo dentro?

Era, efectivamente, una tabaquera blanda de cuero, de color oscuro y deteriorada por los años. Julián la abrió con gran cuidado, ensanchando la abertura del cuero.

Había en su interior un poco de polvo de tabaco negro, pero... ¡no era sólo eso lo que había dentro!

Al fondo de todo, fuertemente enrollada, había una pieza de tela. Julián la cogió y la desenrolló, extendiéndola sobre la mesa del vestíbulo.

Los chicos la contemplaron unos instantes. En el lienzo había signos, marcas y letras hechos con tinta negra, que a duras penas se conservaban a pesar de los estragos del tiempo. Pero todo ello resultaba ininteligible.

—No es un plano —dijo Julián—. Parece una especie de clave, o algo por el estilo. Me gustaría entender el significado de estos signos y letras. Podría tratarse de algún secreto.

Los chicos continuaron contemplando el trozo de lienzo embargados por la emoción. Era un lienzo muy antiguo y lo que en él había tenía a la fuerza que ser la indicación de algún secreto. ¿Cuál sería éste?

Fueron corriendo a enseñárselo a la señora Sanders. Esta estaba ojeando el viejo recetario y sus ojos brillaban de satisfacción cuando los levantó para mirar a los excitados chicos.

—¡Este libro es una maravilla! —exclamó—. Me cuesta mucho trabajo entender la escritura, pero acabo de leer una receta muy buena contra los dolores. La pienso probar. Me duele la cabeza muchas noches. Ahora, fijaos...

Pero los chicos no estaban dispuestos a escuchar recetas contra el dolor. Lo que hicieron inmediatamente fue poner el trozo de lienzo sobre la falda de la señora Sanders.

—Fíjese, ¿qué es esto, señora Sanders? ¿Lo había visto antes de ahora? Estaba metido en una petaca que había en la cavidad aquella del vestíbulo.

La señora Sanders se quitó las gafas, las limpió con el pañuelo y volvió a ponérselas. Luego examinó el lienzo atentamente. Movió la cabeza.

—No. No entiendo lo que esto pueda significar. No tiene sentido para mí. Y eso otro ¿qué es? Parece una petaca vieja. Oh, estoy segura de que le gustaría a mi Juan. Precisamente acaba de comprarse una, pero le cuesta mucho trabajo sacar el tabaco. Ésta parece vieja, pero en buen uso todavía.

—Señora Sanders, ¿se va a quedar también con este trozo de tela? —preguntó Julián ansiosamente.

Estaba deseoso de llevárselo a casa y estudiarlo al detalle. Estaba seguro de que en él se escondía un importante secreto y no podía soportar la idea de dejarlo en la granja.

—Puedes quedarte con él si es que te gusta, señorito Julián —dijo la señora Sanders echándose a reír—. Yo ya tengo mi recetario y Juan tendrá la petaca. Tú puedes quedarte con ese trapo viejo si es que tanto te gusta, aunque me pregunto para qué lo querrás, porque trapos viejos podrás encontrar siempre por cualquier sitio. Ah, aquí llega Juan.

Levantó la voz y le habló al viejo sordo:

—Eh, Juan, aquí tengo una petaca para ti. Los chicos la han encontrado dentro de la cavidad que hay en la pared del vestíbulo.

Juan cogió la petaca y la palpó.

—Es una petaca muy rara —dijo—. Pero mejor que la mía. Bien, chicos, no es que quiera echaros de aquí, pero ya ha dado la una, y lo mejor que podéis hacer es echar a correr para casa a ver si llegáis a la hora de comer.

—¡Tiene usted razón! —dijo Julián—. ¡Vamos a llegar tarde a la comida! Adiós, señora Sanders, y muchas gracias por los panecillos y también por el trapo este. Nosotros haremos lo posible por descifrar lo que hay escrito en él y contárselo en seguida. ¡Eh, muchachos! ¡Vámonos ya! ¿Dónde está
Timoteo
? ¡Ven aquí,
Tim
, que tenemos prisa!

Los cinco emprendieron el regreso a toda velocidad. Realmente se habían retrasado mucho. Andaban tan rápidos, que apenas se dirigían la palabra unos a otros. Jadeando, dijo Julián:

—Estoy deseando saber qué es lo que significan los signos que hay en el lienzo. No pararé hasta averiguarlo. Estoy seguro de que se trata de algún misterio.

—¿Y si se lo preguntamos a alguien? —preguntó Dick.

—¡No! —negó
Jorge
—. ¡Se trata de un secreto!

—Si a Ana se le ocurre meter la pata y hablar del asunto cuando estemos comiendo, ya lo sabéis: tendremos que darle puntapiés por debajo de la mesa como hacíamos el último verano —dijo Julián, de buen humor—. Pobre Ana: le cuesta la mar de trabajo guardar un secreto y siempre acaba recibiendo codazos y puntapiés.

—No pienso decir ni una palabra —dijo Ana, indignada—. Y no se os ocurra darme puntapiés por debajo de la mesa. En cuanto noten que grito, los mayores empezarán a sospechar y acabarán averiguándolo todo.

—Tenemos planteado un gran problema para resolver después de la comida, con este trozo de lienzo —dijo Julián—. ¡Apuesto a que descifraremos los signos y las palabras sí ponemos en ello toda nuestra inteligencia!

—Ya hemos llegado —dijo
Jorge
—. No es tan tarde como creíamos. ¡Hola, mamá! Espera unos minutos, que vamos a lavarnos las manos. Lo hemos pasado muy bien.

CAPÍTULO V

Un paseo poco feliz

Después de comer, los cuatro fueron corriendo escaleras arriba al dormitorio de los chicos y desplegaron el lienzo sobre una mesilla. En varios sitios de la tela había palabras escritas toscamente. Había también una señal marcada con compás, con una letra E, que a las claras indicaba la dirección Este. También había dibujados ocho cuadrados y en la misma mitad de uno de ellos, una cruz. Era algo realmente misterioso.

—Casi diría que estas palabras están escritas en latín —dijo Julián mientras se esforzaba en hallar su significado—. Pero no sé qué quieren decir. Y me parece que aunque pudiera traducirlas no podría descifrar el sentido de la frase. Ojalá conociera a alguien que pudiera traducir frases latinas.

—¿No podría traducirlas tu padre,
Jorge
? —preguntó Ana.

—Supongo que sí —dijo
Jorge
.

Pero ninguno de ellos era partidario de contar nada al padre de
Jorge
. Hubiera echado el lienzo a la basura, o hubiera mandado quemarlo: desde luego, prohibiría que se volviera a hablar del asunto. Los hombres de ciencia son así de raros.

—¿Y si se lo preguntásemos al señor Roland? —dijo Dick—. Él es profesor. A la fuerza tiene que saber latín.

—Me parece que será mejor que no le preguntemos nada hasta que no lo conozcamos mejor —dijo Julián, cautelosamente—. Desde luego, parece un señor simpático y alegre, pero nunca se puede saber. Caramba. ¿Por qué no podríamos nosotros descifrar estas palabras sin ayuda de nadie?

—Hay dos palabras al principio —dijo Dick empezando a deletrearlas—. «VIA OCCULTA». ¿Qué crees que puede significar eso, Julián?

—Yo creo que eso quiere decir «camino secreto» o algo parecido —dijo éste arrugando la frente.

—¡Camino secreto! —dijo Ana, con los ojos brillantes—. ¡Oh, seguro que significa eso! ¡Un camino secreto! Qué interesante. Y ¿qué clase de camino secreto es, Julián?

—No seas tonta, ¡qué voy a saber yo! —dijo Julián—. Ni siquiera estoy del todo seguro que esas palabras quieran decir «camino secreto». Es sólo una suposición mía.

—Bueno, pero suponiendo que tengas razón, o sea, que esas palabras signifiquen «camino secreto», esas líneas rectas que hay dibujadas en la tela significarán la explicación de por dónde se va al camino secreto o dónde está —dijo Dick—. Oh Julián, ¿verdad que es desesperante no poderlo saber seguro? Estúdialo bien. Tú sabes más latín que yo.

—Es muy difícil entender estas letras antiguas —dijo Julián mientras intentaba otra vez descifrar su significado—. No puede ser. No comprendo nada.

Se oyeron unos pasos que provenían de la escalera. La puerta se abrió de pronto. El señor Roland apareció y observó a los chicos.

—Vaya, vaya —dijo—. Me estaba preguntando dónde os habríais metido—. ¿Qué os parece si fuésemos a dar un paseo por entre las rocas?

—Muy bien. Vamos —dijo Julián enrollando el lienzo precipitadamente.

—¿Qué es eso? ¿Algo importante? —preguntó el señor Roland, observándolo.

—Es una... —empezó a decir Ana; pero de pronto todos los demás empezaron a hablar alborotadamente, temerosos de que Ana fuese a revelar el secreto.

—Hace una tarde espléndida para pasear.

—¡Vámonos ya! ¡Cojamos nuestras cosas!

—¡
Tim
,
Tim
! ¿Dónde estás?

Jorge
lanzó un fuerte silbido.
Timoteo
estaba debajo de la cama y al oír la llamada de su amita apareció dando saltos enormes. Ana estaba roja de vergüenza, considerando con qué razón los otros la habían tenido que interrumpir tan alborotadamente.

—Pareces idiota —le dijo Julián en voz baja—. No eres más que una criatura.

Afortunadamente, el señor Roland no volvió a hacer mención del trozo de lienzo que Julián había arrollado tan rápidamente. Estaba dedicado a observar a
Timoteo
.

—Supongo que no molestará si viene con nosotros —dijo.
Jorge
miró al preceptor, indignada.

—¡Claro que no molestará! —contestó—. Nosotros nunca, nunca, vamos a ningún sitio sin
Timoteo
.

El señor Roland empezó a bajar la escalera. Los chicos estuvieron pronto preparados para el paseo.
Jorge
seguía enfurruñada. El solo pensamiento de que no la dejaran pasear con el perro la llenaba de ira.

—Has estado a punto de revelar nuestro secreto, tonta —dijo Dick a Ana.

—Ha sido sin querer —dijo la muchachita, avergonzada—. De todas formas, el señor Roland parece simpático. Estoy segura de que no pasará nada si le preguntamos el significado de esas extrañas palabras.

—Deja ese asunto en mis manos —dijo Julián firmemente—. Y no se te ocurra volver a hablar de ello.

Todos, con
Timoteo
, salieron de la casa. El can no molestaba por el momento al señor Roland, porque había decidido caminar lo más lejos posible de él. Era algo muy extraño, ciertamente. Ignoró la presencia del preceptor con supino desprecio, incluso en las contadas ocasiones en que éste le dirigió la palabra.

—Normalmente no se porta así —dijo Dick—. Es, en realidad, un perro muy cariñoso.

—Bueno, si yo viviera con él en la misma casa durante mucho tiempo, seguro que acabaría tomándome cariño. ¡Eh,
Tim
! ¡Ven aquí! ¡Tengo una galleta en el bolsillo para dártela!

Al oír la palabra «galleta»,
Timoteo
no pudo evitar el empinar las orejas, pero en vez de acercarse al señor Roland, se fue junto a
Jorge
. Esta le dio unas palmaditas.

—Si no le es simpática una persona, no se le acerca aunque le ofrezca galletas o huesos —dijo
Jorge
.

El señor Roland se dio por vencido. Volvió a meter la galleta en el bolsillo.

—Es un perro muy extraño, ¿verdad? —dijo—. Es un mestizo horrible. Me gustan más los perros de pura raza.

A
Jorge
se le puso la cara púrpura.

—¡No es ningún perro raro! —balbució—. ¡No es ni la mitad de raro que usted! No es ningún mestizo horrible. ¡Es el mejor perro que hay en el mundo!

—Creo que eres algo arisca —dijo el señor Roland secamente—. Yo no tolero que mis alumnos sean insolentes, Jorgina.

El que la llamara Jorgina puso a
Jorge
mucho más enfurecida. Se rezagó, con su perro, mostrando un rostro que presagiaba tormenta. Los otros chicos se sintieron molestos. Claro que conocían al dedillo el temperamento de
Jorge
, y lo muy difícil que se ponía muchas veces. A partir del verano último, parecía haber sosegado su carácter, entusiasmada con la compañía de sus primos. Y éstos aún tenían la esperanza de que no volviera a las andadas, porque si empezaba a ponerse furiosa por cualquier cosa acabaría estropeando las vacaciones a todos.

El señor Roland no se preocupó más de
Jorge
. No volvió a dirigirle la palabra. Siguió delante con los demás charlando amigablemente y haciendo todo lo posible para resultar simpático. En realidad lo era, y los chicos acabaron riendo de buena gana sus ocurrencias. Cogió a Ana de la mano. La muchachita brincaba alegremente a su lado, entusiasmada con el paseo.

Julián se sintió apenado por
Jorge
. Tenía que ser muy desagradable ir separado de los demás y él sabía cómo
Jorge
odiaba estas situaciones. Pensó en hacer algo por ella: algo que, al menos, suavizara la tirantez.

—Señor Roland —dijo—. Usted nos haría un gran favor si llamase a nuestra prima con el nombre que a ella le gusta, o sea
Jorge
. No puede soportar que la llamen Jorgina. Además, quiere mucho a
Timoteo
. Tampoco le gusta que digan de él cosas desagradables.

El señor Roland pareció sorprenderse.

—Muchacho, quizá tengas razón —dijo secamente—. Pero yo no necesito que me den consejos sobre el modo como tengo que tratar a mis alumnos. Ese asunto lo tengo que decidir yo, no vosotros. Desde luego, quiero que todos seamos amigos. Pero Jorgina todavía tiene que aprender a portarse juiciosamente.

Julián se sintió apabullado. Con la cara enrojecida, miró a Dick. Éste le apretó el brazo cordialmente. Todos sabían que
Jorge
era huraña y malhumorada, sobre todo con los que no apreciaban a su adorado perro, pero, de todos modos, pensaban que el señor Roland podía ser un poco más comprensivo. Dick se fue atrás con
Jorge
.

—No tengo ninguna necesidad de que me acompañes —dijo ésta con ojos relampagueantes—. Puedes volverte con tu amigo el señor Roland.

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