—No seas así —dijo Dick—. El señor Roland no es amigo mío.
—Yo no soy de ninguna manera —dijo
Jorge
con voz tensa—. He visto perfectamente cómo os reíais y os divertíais con él. Más vale que te marches y vuelvas a su compañía: te seguirás divirtiendo y riendo. Yo no necesito a nadie: tengo suficiente con
Timoteo
.
—
Jorge
, estamos en Navidad. Estamos de vacaciones. Por favor, no te enfades con nosotros, no nos estropees las fiestas.
—A mí no me gusta tratar con personas que no quieren a
Timoteo
—dijo
Jorge
, obstinada.
—Pues, al fin y al cabo, el señor Roland le quiso dar una galleta, e hizo lo posible para hacerse amigo de él.
Jorge
no dijo nada. Su menudo rostro mostraba a las claras que estaba hecha una fiera. Dick todavía intentó apaciguarla.
—¡
Jorge
! Por lo menos, promete no enfadarte hasta que haya pasado el día de Navidad. Por favor, no nos estropees las vacaciones. Vámonos con los demás.
—Está bien —dijo
Jorge
después de dudar unos instantes—. Lo intentaré.
Jorge
se reunió con los demás, haciendo esfuerzos por no parecer enfadada. El señor Roland supuso que Dick había conseguido apaciguarla y, hablando con todos, se dirigió a ella también.
Jorge
no rió ninguno de sus chistes, pero, sin embargo, contestó con toda cortesía a las preguntas que le hizo el preceptor.
—¿Es aquélla la granja Kirrin? —preguntó el señor Roland cuando pasaban cerca de la casita de la colina.
—Sí. ¿Es que usted la conocía? —preguntó Julián, sorprendido.
—No, no —dijo el señor Roland con rapidez—. Solamente había oído hablar de ella, y me estaba preguntando si podía ser aquella casita.
—Esta mañana hemos estado allí —dijo Ana—. Es un sitio muy interesante. —Entonces empezó a mirar a los otros, temerosa de que no quisieran que contase nada de lo que habían visto en la granja aquella mañana.
Julián dudó unos instantes. Pero al fin y al cabo, no tenía ninguna importancia hablar de la piedra movible de la chimenea y del armario de doble fondo. La señora Sanders habría contado con seguridad a otras personas la existencia de tales rarezas en la granja. Podrían muy bien contarle al señor Roland el descubrimiento que habían hecho del recuadro deslizable del vestíbulo y lo del antiguo recetario que habían encontrado en la cavidad. Claro que no diría una sola palabra sobre el viejo lienzo de los misteriosos signos y letras.
En consecuencia, le contó al preceptor los interesantes descubrimientos que habían hecho en la casita de la granja. El señor Roland escuchó con el mayor interés.
—Es algo muy interesante —dijo—. Verdaderamente interesante. ¿Dices que el matrimonio vive solo allá arriba?
—Sí, aunque ahora, en Navidad, van a tener dos huéspedes —dijo Dick—. Dos artistas. A Julián le gustaría mucho conocerlos y hablar con ellos. A él le gusta mucho pintar cuadros.
—¿Sabe pintar realmente? —dijo el señor Roland—. Pues que me enseñe algunas de sus pinturas. Pero quizá no sea adecuado que moleste a los artistas esos. Tal vez no les agrade su amistad.
Esta observación hizo que Julián se sintiera más obstinado en sus designios. Decidió que, pasara lo que pasara, él trabaría amistad con los dos artistas en cuanto encontrara la primera oportunidad.
El paseo discurría agradable, en general, aunque la actitud de
Jorge
no contribuía a ello. Iba muy callada, y, por su parte,
Timoteo
no se acercaba en ningún momento al señor Roland. Al llegar a un estanque helado Dick empezó a tirar piedras para que
Timoteo
las fuese a buscar. Resultaba muy divertido ver al can resbalar a cada momento, en su intento de correr como si estuviera en tierra firme.
Todos tiraron piedras y
Timoteo
las recogió todas, salvo la del señor Roland. Cuando éste lanzó una, el perro le dirigió una mirada inefable y se quedó como si tal cosa.
Parecía como si quisiese decir: «¡Ahí, conque ¿también usted tira piedrecitas? Pues bien: muchas gracias. No pienso recogerlas.»
—Será mejor que nos volvamos a casa —dijo el señor Roland haciendo ver que la actitud del can no le había molestado—. ¡Tenemos el tiempo justo para llegar a la hora del té!
Clases con el señor Roland
A la mañana siguiente los chicos estaban algo desanimados. ¡Clases! ¡Qué horrible sonaba esa palabra en tiempo de Navidad! Desde luego, el señor Roland parecía una persona agradable. La noche anterior no lo habían visto porque se la había pasado hablando con el padre de
Jorge
. Los chicos aprovecharon la oportunidad para descifrar, o, al menos, intentarlo, el significado de las raras palabras que estaban escritas en el lienzo.
Pero no consiguieron nada. Ninguno de ellos pudo resolver el enigma.
¡Un camino secreto! ¿Qué querría decir eso? ¿Por dónde había que ir a ese supuesto «camino secreto»? Y ¿dónde estaba? Y ¿por qué tenía que ser secreto? Era desesperante no poder contestar a ninguna de estas preguntas.
—En realidad, lo mejor que podemos hacer es preguntarle a alguien que pueda entender este galimatías —dijo Julián—. Yo no puedo descifrar esta escritura.
Se había pasado la noche pensando en el asunto. No había conseguido averiguar nada; y había llegado la mañana de un nuevo día, en la que tendría que dedicarse a los estudios y clases. Se puso a pensar qué asignatura elegiría el señor Roland. A lo mejor les daría clases de latín, y entonces tendrían la oportunidad de preguntarle qué significaba la frase «VIA OCCULTA».
El señor Roland había visto ya las notas que había obtenido cada uno en el colegio y se había hecho cargo en seguida de cuáles eran los puntos flacos de los chicos en sus estudios. Estaban flojos en latín y también en francés.
Jorge
y Dick estaban flojísimos en matemáticas. Necesitaban un impulso. Y a Julián no le había entrado aún la geometría. Ana era la única que no necesitaba tomar lecciones.
—Pero si quieres estar con nosotros durante las clases puedes ponerte a pintar; te daré algunos modelos —dijo el señor Roland con sus brillantes ojos fijos en Ana. La muchachita resultaba simpática al preceptor. No era tan molesta como
Jorge
.
—Oh, sí —dijo Ana, muy contenta—. A mí me gusta mucho pintar. Puedo pintar flores, señor Roland. Pintaré flores para usted, y, sobre todo, amapolas rojas: creo que eso lo hago bien.
—Empezaremos a las nueve y media —dijo el señor Roland—. Daremos las clases en el cuarto de estar. Llevaos allí los libros y procurad ser puntuales.
A las nueve y media estaban todos los chicos en el cuarto de estar, sentados alrededor de la mesa y con sus libros escolares delante. Ana había llevado su caja de pintura y un tarrito con agua. Los otros la miraban envidiosamente. ¡Dichosa Ana, que podía dedicarse a pintar, mientras ellos tenían que fatigarse estudiando cosas tan arduas como el latín y las matemáticas!
—¿Dónde está
Timoteo
? —preguntó Julián en voz baja, mientras esperaban la llegada del preceptor.
—Está debajo de la mesa —dijo
Jorge
desafiante—. Estoy completamente segura de que no molestará. Que nadie hable de él durante la clase. Quiero que esté cerca de mí. No pienso dar ninguna clase sin
Timoteo
conmigo.
—No comprendo por qué razón no va a poder estar contigo —dijo Dick—. Es un perro muy bueno. ¡Chitón! Ya viene el señor Roland.
El preceptor llegó. Su negra barba parecía más espesa que nunca. Sus ojos se destacaban a la pálida luz del sol invernal que penetraba en la habitación. Ordenó a los chicos que se sentaran.
—Primero quiero echar una ojeada a vuestros cuadernos de deberes, y ver por dónde vais —dijo—. Tú primero, Julián.
Pronto estuvieron todos sumidos en el trabajo. Ana dedicaba toda su atención a la pintura de amapolas. El señor Roland miraba el cuadro con admiración a medida que lo iba completando. Ana pensó una vez más que el preceptor era muy simpático.
De pronto se oyó un tremendo suspiro que, al parecer, salía de debajo de la mesa. Era
Timoteo
, que estaba ya cansado de estarse quieto. El señor Roland levantó la vista, sorprendido.
Jorge
, al momento, lanzó por su cuenta un suspiro desgarrado, con la esperanza de que el señor Roland creyese que era ella la que había suspirado la primera vez.
—Pareces cansada, Jorgina —dijo el señor Roland—. A las once suspenderemos las clases un rato.
Jorge
frunció el ceño. Odiaba que la llamasen Jorgina. Con gran cautela, tocó suavemente con el pie a
Timoteo
, advirtiéndole que no volviera a suspirar ni a hacer ruido de ninguna clase.
Timoteo
empezó a lamerle los pies.
Al cabo de un rato, cuando estaba en el más profundo silencio,
Timoteo
empezó a sentir enormes deseos de rascarse violentamente la barriga. Se puso en pie. Luego volvió a sentarse con gran alboroto y empezó a rascarse con gran furia. Los chicos todos empezaron a hacer ruidos raros para que no se oyeran los del perro.
Jorge
golpeó repetidamente el suelo con el pie. Julián se puso a toser y dejó caer al suelo un libro. Dick se dedicó a zarandear la mesa y a hablar con el señor Roland.
—Oh, señor, este problema es muy difícil. ¡Realmente es muy difícil! ¡No hago más que pensar y pensar, y no consigo entenderlo!
—¿Por qué habéis empezado todos de pronto a hacer ruido? —dijo el señor Roland, altamente sorprendido—. Deja ya de patear el suelo, Jorgina.
Timoteo
, al fin, se recostó, quedándose otra vez quieto. Los chicos suspiraron todos de alivio. Cesaron los ruidos y el señor Roland pidió a Dick que le dejara el libro de matemáticas.
El preceptor cogió el libro y estiró las piernas por debajo de la mesa apoyándose en ellas para inclinarse hacia Dick y explicarle lo que éste deseaba saber. Con gran pasmo, notó que sus pies habían topado con algo blando y lleno de vida que se aferraba ávidamente a sus tobillos. Encogió las piernas, mientras daba un grito, lleno de pánico.
Los chicos lo miraron. El preceptor se inclinó y miró debajo de la mesa.
—Ah, es el perro —dijo contrariado—. El muy bestia me ha mordido los tobillos. Me ha agujereado los calcetines. Llévatelo de aquí, Jorgina.
Jorgina no dijo nada. Miraba para otro sitio, como si no hubiera oído lo que había dicho el preceptor.
—Nunca contesta cuando la llaman Jorgina —dijo Julián.
—Pues me ha de contestar la llame como la llame —dijo el señor Roland con voz profunda y agria—. No estoy dispuesto a aguantar aquí a este perro. Jorgina: como no lo saques de aquí en seguida iré a hablar con tu padre.
Jorge
lo miró. Ella sabía perfectamente que si no sacaba al perro de allí y el señor Roland iba a hablar con su padre, éste hubiera mandado que
Timoteo
no volviera a entrar en la casa y que se pasara las horas del día en el jardín, cosa que sería horrible, con el frío que hacía. Lo único que podía hacer era obedecer. Con la cara enrojecida y el ceño fruncido que casi le ocultaba los ojos, le ordenó a
Timoteo
:
—¡Sal de ahí,
Tim
! No me extraña que lo hayas mordido. ¡Yo también lo hubiera hecho si fuese un perro!
—No es necesario que digas groserías —dijo el señor Roland agriamente.
Los demás miraron estupefactos a
Jorge
. No comprendían cómo se había atrevido a hablar de esa manera. Cuando se enfadaba de verdad le traía todo sin cuidado.
—Vuelve aquí en cuanto saques el perro —dijo el señor Roland.
Jorge
frunció el ceño todavía más. Al cabo de unos segundos estaba ya de vuelta. Sabía que era imposible hacer nada. Su padre, al parecer, congeniaba mucho con el señor Roland y era muy amigo suyo, y seguramente le diría las dificultades que tenía con ella. Si diera rienda suelta a los sentimientos que albergaba su corazón no cabía la menor duda de que el pobre
Timoteo
sería el que lo había de pagar, pues le prohibirían volver a entrar en la casa. Por eso obedeció. Pero en el fondo de su alma empezó a odiar con todas sus fuerzas al señor Roland.
Los demás chicos estaban apesadumbrados por lo que le había ocurrido a su prima. Pero no compartían con ella el odio que sentía hacia el preceptor. Éste era un hombre simpático, que a menudo les hacía reír y, además, era paciente y comprensivo con las equivocaciones que cometían a menudo en los ejercicios. A veces les enseñaba incluso a hacer figuritas de papel, sobre todo barcos, y tomaba a broma sus pequeñas travesuras. Julián y Dick lo pasaban en grande y acumulaban en su memoria anécdotas de las vacaciones para contárselas a sus compañeros cuando volvieran al colegio.
Después de terminada la clase, los chicos salieron al jardín para tomar el tibio sol invernal durante media hora.
Jorge
llamó a
Timoteo
.
—¡Pobrecito mío! —exclamó—. ¡Qué afrenta para ti haberte echado de la habitación! ¿Por qué se te ocurrió morder al señor Roland? Desde luego, fue una gran idea; pero realmente no consigo llegar hasta el fondo de tus pensamientos.
—
Jorge
, no deberías comportarte de esa manera con el señor Roland —dijo Julián—. Tú eres la única que le hace enfadar. Él es muy orgulloso. Acabará dejándonos. Estoy seguro de que si no fuera por las cosas que has hecho, su trato con nosotros hubiera sido de lo más agradable.