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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (3 page)

—Sí, ya lo he contratado —dijo su tío. Se sentó en una silla mientras tía Fanny le servía el té—. Me he entrevistado con tres aspirantes, y estaba a punto de decidirme por el último de ellos, cuando un compañero suyo entró precipitadamente en la habitación. Dijo que acababa de leer el anuncio y que esperaba no haber llegado demasiado tarde.

—¿Y lo contrataste a él? —preguntó Dick.

—Sí, efectivamente —contestó su tío—. Parecía muy inteligente. ¡Hasta sabía detalles de mi vida y de mi trabajo! Y, además, tenía muy buenas cartas de recomendación.

—No creo que los niños necesiten saber todos esos detalles —dijo tía Fanny—. En resumen: ¿le dijiste que viniese aquí, al final?

—Oh, sí —dijo tío Quintín—. Es bastante mayor que los otros, que, a mi parecer, eran demasiado jóvenes. Y parece muy sensato e inteligente. Estoy seguro de que te agradará, Fanny. Es el que más nos conviene. Creo que me gustará charlar con él algunos ratos por la noche.

Los chicos no pudieron impedir el sentirse algo alarmados con lo que habían oído sobre el preceptor. Su tío observó, sonriendo, sus cariacontecidos rostros.

—Os gustará el señor Roland —dijo—. Sabe cómo hay que entrar a los jovencitos y piensa emplear todas sus fuerzas para que cuando terminen las vacaciones sepáis muchas más cosas que cuando empezaron.

Los chicos, al oír esto, se alarmaron más todavía. ¡Cuánto mejor hubiera sido que, en vez de tío Quintín, hubiese sido tía Fanny la que escogiera al preceptor!

—¿Cuándo llegará? —preguntó
Jorge
.

—Mañana —contestó su padre—. Podéis ir todos a esperarlo a la estación. Eso le gustará mucho.

—Nosotros habíamos pensado ir mañana al pueblo a ver los escaparates y comprar cosas de Navidad —dijo Julián viendo la cara de disgusto que había puesto Ana.

—No, no. Iréis a la estación, como os he dicho —dijo su tío—. Yo le dije que iríais. Y tened presente los cuatro: ¡nada de portarse mal con él! Seréis buenos chicos y estudiaréis a fondo: tened en cuenta que vuestro padre dará al preceptor un fuerte estipendio. Yo contribuiré con la tercera parte porque quiero que
Jorge
también dé clases. Ya lo sabes,
Jorge
: a portarte bien y a estudiar.

—Lo intentaré —dijo
Jorge
—. Si me resulta simpático, lo haré lo mejor posible.

—¡Te portarás bien tanto si te es simpático como si no! —dijo su padre frunciendo el ceño—. Llegará en el tren en número trece. Procurad estar a tiempo en la estación.

—Espero que no sea muy severo con nosotros —dijo Dick, por la noche, aprovechando unos minutos en que estaban solos—. Nos va a hacer polvo las vacaciones si se pasa el tiempo vigilándonos y reprendiéndonos. Y espero también que le resulte agradable
Tim
.

Jorge
levantó rápidamente la vista y miró a su primo.

—¡Claro que le gustará
Timoteo
! —exclamó—. ¿Por qué no iba a ser así?

—Pues tu padre no simpatizaba demasiado con
Timoteo
este último verano —dijo Dick—. Yo, desde luego, no puedo comprender cómo puede haber alguien a quien no le guste
Timoteo
. Pero,
Jorge
, sabes muy bien que hay mucha gente que no ama a los perros.

—¡Si al señor Roland no le gusta
Timoteo
, no pienso hacerle el más mínimo caso! —dijo
Jorge
—. ¡Ni el más mínimo caso!

—Ya está aquí otra vez la fierecilla —dijo Dick, echándose a reír—. A fe que habrá tormenta si resulta que al señor Roland no le agrada nuestro simpático
Tim
.

CAPÍTULO III

El nuevo preceptor

A la mañana siguiente hacía un sol espléndido. La niebla marina de los dos últimos días había desaparecido y la isla Kirrin, que estaba situada a la entrada de la bahía, podía verse con toda limpieza. Los chicos se dedicaron a contemplar admirativamente el castillo que había en su parte más alta.

—¡Qué ganas tengo de volver a ir al castillo! —dijo Dick—. ¿No podríamos intentarlo? El mar parece que está en calma,
Jorge
.

—Por aquí, sí. Pero en las proximidades de la isla está bastante alborotado —dijo
Jorge
—. Siempre ocurre lo mismo en esta época del año. Estoy segura de que mamá no nos dejaría ir hasta allí.

—¡Es una isla maravillosa y nos pertenece a todos nosotros! —dijo Ana—. ¡Tú dijiste,
Jorge
, que la repartirías con nosotros y que todos seríamos los dueños para siempre!

—Sí, es cierto —asintió
Jorge
—. Y no sólo la isla, sino el castillo, con sus sótanos y todo lo demás. Vámonos ya. Montemos en la tartana. Acabaremos llegando tarde a la estación si nos pasamos aquí todo el día contemplando la isla.

Subieron todos a la tartana y el caballito empezó a trotar. A poco, la isla Kirrin había desaparecido.

—Todas estas tierras ¿pertenecieron a tus antepasados? —preguntó Julián.

—Sí, así es —contestó
Jorge
—. Pero ahora lo único que nos queda en propiedad es la isla Kirrin, nuestra casa y la granja Kirrin, que está algo más allá, en aquella dirección.

Señaló con el mango del látigo. Los chicos pudieron ver, sobre una colina, una casita-granja muy pulcra y agradable a la vista, rodeada de brezos.

—¿Vive alguien allí? —preguntó Julián.

—Oh, sí, un viejo granjero y su mujer —dijo
Jorge
—. Los conozco desde que yo era muy pequeña. Siempre se portaron muy bien conmigo. Además, durante el tiempo de vacaciones, buscan siempre algún huésped, porque ellos no quieren cobrar nada por cuidar la granja.

—¡Oíd! ¡El tren está a punto de salir del túnel! ¡Oigo el silbato! ¡Por Dios,
Jorge
, date prisa! ¡No vamos a llegar a tiempo!

Los cuatro chicos y
Timoteo
vieron como el tren salía del túnel, aminorando poco a poco la velocidad hasta llegar a la estación. El caballito empezó a trotar más aprisa. El tiempo apremiaba.

—¿Quién irá al andén a recibirlo? —preguntó
Jorge
cuando la tartana había llegado ya a la estación—. Yo no, desde luego. Tengo que quedarme al cuidado de
Tim
y del caballito.

—Yo tampoco quiero ir —dijo Ana—. Prefiero quedarme con
Jorge
.

—Está bien, iremos nosotros —dijo Julián.

Dick y él saltaron de la tartana y echaron a correr en dirección al andén, a donde llegaron cuando el tren estaba a punto de arrancar.

Muy pocas personas se habían apeado: una mujer que llevaba una cesta, un muchacho (el hijo del panadero del pueblo) y un anciano, que andaba con gran dificultad. ¡Ninguno de ellos podía ser el preceptor!

De pronto, de la parte delantera del tren salió un individuo de extraño aspecto. Era de corta estatura y más bien grueso y tenía una barba de marinero. Sus ojos eran penetrantes y azulados y su espesa cabellera tenía tonalidades grises. Echó una ojeada arriba y abajo del andén y luego hizo señas a un empleado.

—Ése debe de ser el señor Roland —dijo Julián a Dick—. Voy a preguntárselo. Sólo ése puede ser el preceptor.

Los muchachos se acercaron al hombre barbudo. Julián se quitó la gorra, cortésmente.

—¿Es usted el señor Roland, señor? —preguntó.

—Sí, yo soy —dijo el hombre—. Supongo que vosotros sois Julián y Dick.

—Sí, señor —contestaron a la vez los dos chicos—. Hemos traído una tartana para que usted pueda llevar cómodamente el equipaje.

—Oh, muy bien —dijo el señor Roland.

Sus azules y brillantes ojos recorrieron con la mirada a los dos muchachos. Luego empezó a sonreír. A Julián y a Dick les produjo una buena impresión.

—¿Y las demás? ¿No están por aquí? —preguntó el señor Roland mientras caminaba a lo largo del andén, seguido del empleado, que llevaba su equipaje.

—Sí,
Jorge
y Ana están fuera, esperando en la tartana —dijo Julián.


Jorge
y Ana —dijo el señor Roland con voz perpleja—. Yo tenía entendido que las otras dos eran chicas. No sabía que, además de ellas, había un chico.

—Oh,
Jorge
es una chica —dijo Dick riendo—. Su verdadero nombre es Jorgina.

—Un bonito nombre —dijo el señor Roland.


Jorge
no opina lo mismo —dijo Julián—. Nunca contesta cuando la llaman Jorgina. ¡Será mejor que la llame siempre
Jorge
, señor!

—¿Tú crees? —dijo el señor Roland fríamente. Julián lo miró de reojo.

«¡No es tan simpático como parecía al principio!», pensó el muchacho.


Tim
está fuera también, esperando —dijo Dick.

—Oh, y ¿es
Tim
un chico, o una chica? —inquirió el señor Roland con cautela.

—¡Es un perro, señor! —dijo Dick jocosamente.

El señor Roland parecía contrariado.

—¿Un perro? —dijo—. No sabía que hubiera un perro en la casa. Vuestro tío no me dijo nada.

—¿No le gustan a usted los perros? —preguntó Julián, sorprendido.

—No —dijo el señor Roland escuetamente—. Pero me atrevería a decir que vuestro perro no me molestará gran cosa. ¡Hola, hola! ¡Aquí están las muchachitas! ¿Qué tal? ¿Cómo estáis?

A
Jorge
no le gustó que la llamasen muchachita. Por un lado, no quería que la tuvieran por una persona pequeña, y por otro, ella quería siempre parecer un chico. Le dio la mano al señor Roland sin pronunciar palabra. Ana, sin embargo, dedicó una sonrisa al preceptor, y éste pensó en seguida que ella era la más simpática de las dos.

—¡
Tim
! ¡Dale la pata al señor Roland! —dijo Julián a
Timoteo
. Esta era una de las gracias del can. Siempre que se lo pedían, levantaba la pata derecha con aire muy cortés. El señor Roland bajó la vista para mirar al perro y éste la subió para mirar al señor Roland.

Entonces, muy despacio y deliberadamente,
Timoteo
volvió la espalda al señor Roland y montó en la tartana. Esta vez no había querido ofrecer su pata. Los chicos lo miraron, extrañados.

—¡
Tim
! ¿Qué te ocurre? —gritó Dick. El can bajó las orejas y no se movió.

—No le resulta usted simpático —dijo
Jorge
mirando al señor Roland —. Es una cosa muy rara. A él le gusta todo el mundo. Pero tal vez a usted no le gusten los perros.

—En realidad, no —dijo el señor Roland—. Una vez, cuando yo era muy joven, me mordió un perro, y, desde entonces, por una causa o por otra, siempre me han resultado antipáticos los perros. Sin embargo, me atrevería a decir que tu
Tim
y yo acabaremos siendo amigos.

Todos montaron en la tartana. Apenas cabían en ella. Iban apretujados en gran manera.
Tim
empezó a contemplar codiciosamente los tobillos del señor Roland, con aire de disponerse a morderlos. Ana se echó a reír.

—¡
Tim
se está comportando de un modo muy extraño! —dijo—. ¡Es una suerte que no tenga usted que darle clases a él también, señor Roland!

Contempló sonriente al preceptor y éste la miró con una sonrisa que mostraba sus dientes blancos y relucientes. Tenía los ojos de un azul brillante, como los de
Jorge
.

A Ana le resultó agradable. Bromeaba con los chicos todo el tiempo, y éstos empezaron a pensar que, a pesar de todo, el tío Quintín había tenido acierto en escogerle a él.

Únicamente
Jorge
permanecía callada. Ella notaba que al preceptor no le agradaba
Timoteo
, y
Jorge
no tenía fuerzas para simpatizar con alguien que no admirase a
Timoteo
a primera vista. También reflexionaba sobre el extraño comportamiento del perro, que no había querido levantar la pata para dársela al preceptor.

«Es un perro muy inteligente —pensó—. Se ha dado cuenta en seguida de que no le resulta simpático al señor Roland, y por eso no ha querido levantar la pata. No te preocupes,
Tim
, querido. ¡Yo no le daría nunca la mano a nadie que me tuviese antipatía.»

Al llegar a casa mostraron al señor Roland dónde estaba su habitación y éste se dirigió a ella. Tía Fanny, después de acompañarlo, volvió a donde estaban los chicos.

—¡Bien! Parece una persona muy agradable. Resulta gracioso ver a un hombre joven con esa barba.

—¡Un hombre joven! —exclamó Julián—. Pero ¡si es muy mayor! ¡Lo menos tiene cuarenta años!

Tía Fanny se echó a reír.

—¿Es que lo encuentras demasiado mayor para ti? —dijo—. Bien. Joven o viejo, estoy segura de que os resultará simpático.

—Tía Fanny, nosotros no quisiéramos dar clases hasta después de Navidad —dijo Julián ansiosamente.

—Naturalmente que tendréis que darlas —dijo su tía—. Falta todavía casi una semana para la Navidad, y supongo que no creerás que hemos contratado al señor Roland para que se esté todo ese tiempo sin hacer nada.

Los cinco suspiraron, descontentos.

—Nos hubiera gustado mucho ir de tiendas y ver los escaparates navideños —dijo Ana.

—Podéis ir por las tardes —dijo su tía—. Sólo daréis clases por las mañanas durante tres horas. ¡Eso no os privará de distraeros luego!

En aquel momento el nuevo preceptor bajaba por la escalera, y tía Fanny se lo llevó para que fuera a hablar con tío Quintín. Al cabo de poco volvió con la sonrisa en los labios.

—El señor Roland acabará siendo amigo íntimo de tu tío —dijo a Julián—. Estoy segura de que lo han de pasar muy bien juntos. El señor Roland, al parecer, entiende algo de la materia en que está trabajando tu tío.

—Ojalá se pasen la mayor parte del tiempo juntos —dijo
Jorge
en voz baja.

—Vamos a dar un paseo —dijo Dick—. Hace un día magnífico. Supongo que esta mañana no tendremos clases, ¿verdad, tía Fanny?

—Oh, no —dijo su tía—. Empezaréis mañana. Ahora será mejor que os vayáis a pasear por ahí. Pocas veces hace un sol tan espléndido como hoy.

—Podemos ir a visitar la granja Kirrin —dijo Julián—. Parece un sitio muy bonito. Tú,
Jorge
, indícanos el camino.

—Está bien —dijo
Jorge
.

Lanzó un silbido a
Timoteo
y éste se le acercó dando saltos. Los cinco emprendieron la marcha, primero por la carretera principal y luego por una escarpada senda que remontaba la colina en cuya cima se encontraba la casita de la granja.

Era muy agradable pasear bajo el sol decembrino. El suelo estaba casi helado y
Timoteo
producía singulares ruidos con sus zarpas mientras iba de un lado para otro alegremente, muy contento de estar de nuevo con sus cuatro amiguitos.

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