El señor Roland parecía muy complacido y deseoso de ser amigo de
Jorge
. Le contó a ella un chiste y le prometió prestarle un libro que trataba de perros. La madre de
Jorge
estaba encantada, pensando que su difícil hijita había sentado cabeza y empezaba a portarse como una persona normal. Realmente, aquel día las cosas discurrían del modo más agradable.
—
Jorge
, márchate antes de que entre tu padre para preguntarle al señor Roland cómo te has portado hoy. Cuando él le diga que muy bien, entonces nosotros le pediremos que deje volver a casa a
Timoteo
. Creo que será mejor que tú no estés delante.
—Muy bien —asintió
Jorge
.
Estaba impaciente por resolver de una vez la situación. Le resultaba insoportable tener que mostrarse agradable y simpática con el preceptor cuando sus sentimientos la inclinaban a hacer todo lo contrario. ¡Si no fuera por
Timoteo
, nunca, nunca lo hubiera hecho!
Jorge
se fue de la habitación poco antes de las seis, cuando oyó que su padre se acercaba. Éste entró en el cuarto y se dirigió al señor Roland.
—¿Qué tal? ¿Se han portado bien sus alumnos? —preguntó.
—Se han portado perfectamente —dijo el señor Roland—. Julián ha acabado por comprender, con las explicaciones que le he dado, un problema que para él era escabroso. Dick ha hecho bien su ejercicio de latín. Ana ha hecho su ejercicio de francés sin una equivocación.
—¿Y
Jorge
? —preguntó tío Quintín.
—Ahora le iba a hablar de Jorgina —dijo el señor Roland mirando a su alrededor y percatándose de que la muchachita se había marchado—. ¡Hoy se ha portado mejor que nunca! Realmente, estoy muy contento de ella. Ha trabajado de firme y todo el tiempo ha sido muy simpática y buena chica. Parece como si hubiera decidido mejorar su carácter.
—Se ha portado muy bien y ha estado muy simpática —dijo Julián acaloradamente—. Tío Quintín, si hubieras visto lo buena que ha sido... a pesar de lo que sufre...
—¿Por qué sufre? —preguntó tío Quintín.
—Por causa de
Timoteo
—dijo Julián—. Hace mucho frío y el pobre tiene que pasarse todo el tiempo en el jardín. Ha cogido una tos terrible.
—Oh, tío Quintín, por favor, deja que el pobre
Timoteo
pueda vivir en la casa —imploró Ana.
—Si, por favor —dijo Dick—. No sólo lo pedimos por
Jorge
, ya sabemos que ella adora al perro, sino también por nosotros. Es terrible oír sus lamentos. Y
Jorge
, con lo bien que se ha portado hoy, bien merece que le hagas ese favor.
—Bien —dijo tío Quintín mirando las ansiosas caras de los chicos con aire dubitativo—. En realidad, no sé qué decisión tomar. Si es que
Jorge
se ha vuelto razonable y el tiempo es muy frío, pues...
Miró al señor Roland, esperando una palabra de éste favorable a
Timoteo
. Pero el preceptor no dijo nada. Parecía molesto.
—¿Qué opina usted, Roland? —preguntó tío Quintín.
—Creo que lo mejor será que usted se mantenga firme en su decisión de tener el perro fuera de casa —dijo el preceptor—.
Jorge
, por ahora, necesita que la traten con mano firme. Debe usted ser duro con ella. No hay razón para que vuelva de su acuerdo por el hecho de que ella se haya portado bien un solo día.
Los tres chicos contemplaron al señor Roland, estupefactos y desilusionados. Les resultaba muy difícil creer que el preceptor se negara a que el perro volviera a casa.
—¡Señor Roland, es usted horrible! —gritó Ana—. ¡Oh, por favor! ¡Diga que no le importa que
Timoteo
vuelva a casa!
El preceptor ni siquiera miró a Ana. Contrajo los labios bajo su espeso bigote y enfiló su mirada hacia tío Quintín.
—Tal vez tenga usted razón —dijo tío Quintín—. Será mejor que comprobemos cómo se porta
Jorge
durante una semana entera. Al fin y al cabo, un día no significa gran cosa.
Los chicos miraron a su tío enormemente contrariados. Les pareció un hombre débil y cruel. El señor Roland movió la cabeza.
—Sí —dijo—. Una semana bastará para ver si
Jorge
ha mejorado realmente. Si durante ella Jorgina se porta bien, creo que cambiaré la opinión sobre el perro, señor. Pero, por ahora, entiendo que es mejor que siga viviendo fuera de la casa.
—Está bien —dijo tío Quintín dirigiéndose a la puerta. Se paró un momento volviéndose hacia el preceptor—. Venga luego un rato a mi despacho —dijo—. He descubierto cosas nuevas relativas a mi fórmula. Ya verá los progresos que he hecho.
Los tres chicos se miraron uno a otro sin pronunciar palabra. Parecía mentira que el preceptor hubiera podido convencer a tío Quintín para no dejar que el perro volviese a vivir en la casa. Se habían desengañado de él. El preceptor lo notó.
—Siento mucho defraudaros —dijo—. Pero creo que si os hubiera mordido a vosotros como me ha mordido a mí, y os hubiera tirado al suelo como también hizo conmigo, no tendríais muchas ganas de estar en su compañía.
Salió de la habitación. Los chicos empezaron a pensar cómo le dirían a
Jorge
lo que había sucedido. Ella regresó en seguida, impaciente y esperanzada. Pero cuando vio los cariacontecidos rostros de sus primos se le vino el alma a los pies.
—¿Es que no dejan que
Timoteo
vuelva a casa? —preguntó al momento—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Contádmelo!
Le contaron todo lo que había ocurrido. El rostro de la muchachita se tornó sombrío cuando oyó que el preceptor se había opuesto a la vuelta de
Timoteo
, aun cuando su propio padre había sugerido lo contrario.
—¡Oh! ¡Qué hombre más bestia! —gritó—. ¡Cómo le odio! ¡Me pagará lo que ha hecho! ¡Ya lo creo que me las pagará!
Salió rápidamente de la habitación. Sus primos oyeron como cruzaba el vestíbulo y después un enorme portazo resonó por toda la casa.
—Se ha marchado —dijo Julián—. Apuesto a que ha ido a ver a
Timoteo
. ¡Pobre
Jorge
! Está más alterada que nunca.
Aquella noche
Jorge
no podía dormir. Daba vueltas en la cama mientras oía las toses y los lamentos de
Timoteo
. El can tenía frío, ella estaba segura. Le había llenado de paja la perrera en la esperanza de que no sintiera tanto el fuerte viento norteño, pero el perro tenía que soportar a la fuerza la amarga y terrible noche, más aún, cuando estaba acostumbrado a dormir en su cesta, dentro de la casa y al abrigo de toda intemperie.
Timoteo
volvió a toser, esta vez con voz cavernosa. Era algo que
Jorge
no podía soportar. Necesitaba ayudarlo.
«Lo meteré un rato en la casa y lo frotaré con la medicina que tiene mamá para los resfriados —pensó—. Quizás así se ponga bueno.»
Se vistió sumariamente y bajó las escaleras. La casa estaba en el más absoluto silencio. Salió al jardín y soltó la cadena del perro. El can se puso a lamerla eufóricamente.
—Ven conmigo. Quiero que no pases frío durante un ratito —susurró
Jorge
—. Te voy a dar unas friegas en el pecho con aceite.
Timoteo
corría alborozado tras ella mientras se dirigían a la casa. Lo llevó a la cocina, pero allí el fuego de la chimenea se había apagado ya y hacía mucho frío.
Jorge
, por tanto, decidió explorar otras habitaciones.
En el despacho de su padre vio que la chimenea aún no se había apagado. Por tanto, se metió allí con el perro. No había necesidad de encender la luz: la chimenea iluminaba suficientemente la habitación.
Jorge
llevaba un frasco de aceite que había cogido del cuarto de baño. Lo acercó al fuego para que se calentara.
Más tarde se puso a restregar con aceite la peluda garganta del perro, en la esperanza de que ello aliviara su resfriado.
—A ver si así dejas de toser —susurró al can—. Procura no hacerlo porque a lo mejor te oyen. Échate aquí junto al fuego, querido, y caliéntate. Verás qué pronto se te pasa el frío.
Timoteo
, obediente, se echó en el suelo. Estaba muy contento de haber salido de su gélida perrera y estar en compañía de su amita querida. Apoyó la cabeza en la rodilla de
Jorge
. Ella lo acarició, mientras le susurraba palabras de consuelo.
Las llamas esparcían su luz sobre los curiosos instrumentos y tubos de cristal que llenaban las estanterías del despacho. Un trozo de leña restalló, llenándolo todo de chispas. Realmente se estaba bien allí. No se sentía frío y todo rezumaba tranquilidad.
La muchachita empezó a sentir la pesadez del sueño. El can cerró los ojos también, enteramente sosegado y tranquilo al calor del fuego.
Jorge
reclinó la cabeza sobre su cuello.
Se despertó cuando oyó que en el reloj del despacho daban las seis. La habitación estaba ahora fría y ella tiritaba. ¡Dios mío! ¡Las seis de la mañana! Juana, la cocinera, se levantaría en seguida. Había que evitar que los encontrara en el despacho a ella y a
Timoteo
.
—¡
Tim
, querido, despierta! Tienes que volver a la perrera —le dijo
Jorge
en voz muy baja—. Estoy segura de que ya estás mejor del resfriado, porque no has tosido ni una vez desde que entraste en la casa. Vámonos ya, y, sobre todo, no hagas ruido.
Timoteo
se incorporó rápidamente y empezó a lamer la mano de su amita. Había entendido perfectamente que debía abstenerse de producir el menor ruido. Los dos salieron del despacho, cruzaron el vestíbulo y se dirigieron rápidamente a la puerta de la casa.
Al cabo de unos minutos
Timoteo
estaba ya otra vez en la perrera plácidamente acomodado sobre la paja.
Jorge
hubiera dado algo por poderse quedar allí con él, pero no podía ser, y se limitó a darle al can una palmadita cariñosa. En seguida volvió a la casa.
Se metió en la cama, muerta de frío y de sueño. Se olvidó completamente de que estaba casi vestida y no pensó en desnudarse. Inmediatamente se durmió.
A la mañana siguiente Ana quedó estupefacta al ver que su prima estaba en la cama con los calcetines puestos, la falda y el jersey.
—¡Anda! —dijo—. ¡Estás casi vestida! ¡Cuando te acostaste estabas en pijama!
—Tranquilízate —dijo
Jorge
—. He ido esta noche al jardín a buscar a
Timoteo
. Nos pusimos junto a la chimenea del despacho y le froté la garganta con un paño mojado en aceite caliente. ¡No se te ocurra decir de esto ni una palabra a nadie! ¡Promételo!
Ana lo prometió, comprometiendo en ello su palabra. ¡Qué niña más extraordinaria era
Jorge
, atreviéndose a hacer esas cosas!
Papeles robados
—
Jorge
, por favor, no te portes mal esta mañana —dijo Julián después del desayuno—. Ten en cuenta que el pobre
Timoteo
podrá sufrir las consecuencias.
—¿Es que crees que voy a poder portarme bien, sabiendo que el señor Roland está decidido a que
Timoteo
no esté conmigo durante todo el tiempo que duren las vacaciones? —dijo
Jorge
.
—Bueno: él dijo una semana. ¿No podrías intentarlo durante una semana?
—No. Cuando terminase la semana el señor Roland diría que había que probar otra semana —dijo
Jorge
—. No puede tragar al pobre
Timoteo
. Y a mí tampoco. En lo que a mí se refiere, no estoy sorprendida, porque cuando yo me propongo ser antipática lo soy de veras. Pero no veo la razón para que odie al pobre
Timoteo
.
—Oh,
Jorge
, nos vas a estropear todas las vacaciones si no te portas bien —dijo Ana.
—Pues bien: os las estropearé —dijo
Jorge
con gesto ceñudo.
—No veo la razón por la que debas estropearnos a nosotros las vacaciones además de estropeártelas tú a ti misma —dijo Julián.
—No te preocupes, que no creo que pueda estropeároslas —dijo
Jorge
—. Podréis pasarlo de lo mejor. Podéis ir a pasear con vuestro querido señor Roland, jugar con él por las tardes y reír y charlar todo lo que os dé la gana. Lo que haga yo no os tiene que importar.
—Eres una chica muy extraña —dijo Julián dando un suspiro—. Nosotros te apreciamos y no nos gusta que seas desgraciada. ¿Cómo vamos a pasarlo bien viendo que
Timoteo
y tú sois desgraciados?
—No os preocupéis por mí —dijo
Jorge
con voz áspera—. Ahora me voy a marchar con
Timoteo
. Hoy no pienso dar clases.
—¡
Jorge
! ¡Eso no lo puedes hacer! —dijeron a la vez Julián y Dick.
—Sí que lo haré —dijo
Jorge
—. No pienso ir a clase. No puedo soportar trabajar con el señor Roland desde que se opuso a que
Timoteo
volviera a vivir en la casa.
—Pero si haces eso te castigarán —dijo Dick.
—Si las cosas se ponen mal huiré de casa —dijo Jorge—. Huiré con
Timoteo
.
Salió de la habitación dando un portazo. Los otros quedaron estupefactos. ¿Qué iba a hacerse con una persona como
Jorge
? En cuanto le cogía odio a alguien se ponía fuera de sí, como un caballo desbocado.
El señor Roland entró en la habitación con los libros debajo del brazo. Sonrió a los chicos.
—¿Dispuestos para empezar? —preguntó—. ¿Dónde está Jorgina?
Nadie contestó. ¡Nadie quería delatarla!
—¿No sabéis dónde está? —volvió a preguntar el señor Roland, sorprendido. Miró a Julián.
—No, señor —dijo Julián sin mentir—. No tenemos la menor idea de dónde está.
—Bueno, a lo mejor se ha ausentado por pocos minutos —dijo el señor Roland—. Supongo que habrá ido a dar de comer a su perro.
Todos se sentaron alrededor de la mesa para empezar las clases. El tiempo pasaba y
Jorge
no volvía. El señor Roland echó una ojeada al reloj de pared y chasqueó la lengua con impaciencia...
—Realmente,
Jorge
es una fresca, llegando tan tarde. Ana, ve tú a buscarla, a ver si la encuentras por algún sitio.
Ana se marchó. Miró en el dormitorio. No estaba allí
Jorge
. Miró en la cocina. Allí sólo estaba Juana, atareada en la confección de pasteles. Le dio un trozo a Ana para que probara lo ricos que estaban. No tenía la menor idea de dónde se encontraba
Jorge
.