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Authors: Enid Blyton

Tags: #Infantil y Juvenil, Aventuras

Otra aventura de los Cinco (12 page)

Ana no la pudo encontrar por ningún sitio. Volvió con los demás y se lo dijo así al señor Roland. Este parecía enfurecido.

—Tendré que decírselo a su padre —dijo—. Nunca hasta ahora había tratado a una niña tan rebelde. Enteramente parece que está empeñada en hacer lo que haga falta para salir perjudicada.

Siguieron las clases. Llegó la hora del almuerzo y
Jorge
no había aparecido aún. Julián fue al jardín y pudo comprobar que la perrera estaba vacía. ¡Seguro que
Jorge
se había marchado con
Timoteo
! ¡Menuda le esperaba a su regreso!

No hacía mucho rato que los chicos habían vuelto al cuarto de estar para proseguir las clases cuando ocurrió algo turbulento.

Tío Quintín irrumpió en la habitación hecho una fiera.

—¡Niños! ¿Alguno de vosotros ha entrado en mi despacho? —preguntó.

—No, tío Quintín —contestaron todos.

—Puedes estar seguro de que no —dijo Julián.

—¿Por qué lo pregunta, señor? ¿Es que le han roto o estropeado algo? —preguntó el señor Roland.

—Sí, me han roto los tubos de ensayo que ayer traje para hacer unos experimentos y, lo que es peor, han desaparecido las hojas más importantes de mi manuscrito —dijo tío Quintín—. Claro que puedo volver a escribirlas, pero para ello necesitaré mucho tiempo. No puedo entenderlo. ¿Estáis seguros, niños, de no haberos metido en mi despacho?

—Completamente seguros —contestaron los chicos.

Ana se puso encarnada. Se había acordado de repente de lo que
Jorge
le había contado.
Jorge
le había dicho que aquella noche había llevado a
Timoteo
al despacho de su padre y le había restregado la garganta con aceite. ¡Pero era imposible creer que
Jorge
hubiera roto los tubos de ensayo y se hubiera llevado varias hojas del manuscrito de su padre!

El señor Roland se dio cuenta de que Ana se había puesto encarnada.

—¿Sabes tú algo de lo que ha pasado? —le preguntó.

—No, señor Roland —dijo Ana poniéndose más encarnada todavía.

—¿Dónde está
Jorge
? —preguntó de pronto tío Quintín.

Los chicos no dijeron nada. Fue el señor Roland el que contestó por ellos.

—No lo sabemos. Esta mañana no ha aparecido por aquí para dar clase.

—¡No ha venido a dar clase! ¿Por qué? —preguntó tío Quintín empezando a enfurecerse.

—No nos ha dicho nada —contestó el señor Roland secamente—. Supongo que está contrariada porque hemos permanecido firmes con el asunto de
Timoteo
la última noche, señor, y se está tomando el desquite de esa manera.

—¡Qué niña más impertinente! —dijo el padre de
Jorge
grandemente irritado—. No comprendo qué es lo que le ha ocurrido últimamente. ¡Fanny! ¡Ven! ¿Sabías que
Jorge
ha desaparecido y no ha asistido a las clases?

Tía Fanny entró en la habitación. Parecía muy compungida. Llevaba en las manos un pequeño frasco. Los chicos se preguntaban qué sería aquello.

—¡No ha acudido a clase! —dijo tía Fanny—. ¡Qué cosa más rara! ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Dónde está?

—No se preocupe por ella —dijo el señor Roland tranquilamente—. Es probable que se haya marchado con
Timoteo
en un arrebato de furia. Eso no tiene gran importancia. Lo que sí es grave, señor, es que hayan robado parte de su manuscrito. Tengo la esperanza de que no haya sido
Jorge
, en venganza de la decisión que tomó usted con respecto al perro.

—¡Claro que no ha sido
Jorge
! —dijo Dick, irritado ante la idea de que alguien pudiera pensar tal cosa de su prima.


Jorge
no es capaz de hacer una cosa así —dijo Julián.

—Es verdad, nunca lo haría —dijo Ana defendiendo valientemente a su prima, aun cuando la atormentaba una horrible duda. ¡No podía olvidar que
Jorge
había pasado en el despacho de su tío gran parte de la noche!

—Quintín, estoy segura de que no ha sido
Jorge
—dijo tía Fanny—. Ya verás como acabarás encontrando las hojas que te faltan. Y los tubos de ensayo a lo mejor el viento empujó las cortinas y cayeron al suelo, o algo por el estilo. ¿Cuándo viste esas hojas la última vez?

—Esta noche —dijo tío Quintín—. Las estuve repasando y comprobando los dibujos para asegurarme de que todo iba bien. Esas hojas son la médula de mi descubrimiento. Si van a parar a manos extrañas acabarán descubriendo mi secreto. Es algo horrible para mí. Necesito saber dónde están o quién las tiene.

—He encontrado esto en tu despacho, Quintín —dijo tía Fanny enseñándole un frasco que llevaba en la mano—. ¿Lo pusiste tú allí? Estaba en la repisa de la chimenea.

Tío Quintín cogió el frasco y lo examinó.

—¡Aceite alcanforado! —dijo—. Desde luego, yo no lo he llevado al despacho. ¿Para qué lo iba a llevar?

—Entonces ¿quién lo habrá dejado allí —preguntó tía Fanny, sorprendida—. Ninguno de los chicos está resfriado, y desde luego, aunque alguno lo estuviera, hubiera sido estúpido llevar el frasco a tu despacho. ¡Es algo extraordinario!

Todos estaban estupefactos. ¿Por qué razón tenía que haber aparecido el frasco de aceite alcanforado en la chimenea del despacho?

Nadie podía decir por qué. Pero, de pronto, se hizo la luz en la mente de Ana. ¿
Jorge
le había dicho que ella había estado en el despacho con
Timoteo
y que le había frotado la garganta con aceite! El perro tenía tos: eso lo explicaba todo. Y se había dejado el frasco de aceite en el despacho. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué iba a suceder ahora? ¡Qué mala pata que
Jorge
hubiera olvidado llevarse el frasco!

Ana, con estos pensamientos, se puso más encarnada todavía. El señor Roland, cuyos ojos parecían extraordinariamente perspicaces aquella mañana, miró fijamente a la muchachita.

—¡Ana! ¿Tú debes de saber algo sobre eso! —dijo de repente—. ¿Qué es lo que sabes? ¿Fuiste tú la que dejó allí el frasco?

—No —dijo Ana—. Yo no he entrado en el despacho. Le digo la verdad.

—¿Sabes algo de lo que ha pasado con el frasco de aceite? —preguntó otra vez el señor Roland—. Seguramente lo sabes.

Todos miraron a Ana. Ella agachó la cabeza. Era una situación horrible para ella. No podía delatar a
Jorge
. No debía hacerlo de ninguna manera.
Jorge
estaba ya metida en un atolladero y no sería bueno agravar las cosas. Contrajo los labios y no dijo nada.

—¡Ana! —dijo el señor Roland severamente—. Ten la bondad de contestar.

Ana no dijo nada. Los dos chicos la miraban, conjeturando que
Jorge
debía de tener algo que ver con el asunto, aunque no sabían que ella había metido aquella noche a
Timoteo
en la casa.

—Ana, querida —dijo su tía cariñosamente—. Si es que sabes algo, dínoslo. A lo mejor puedes ayudarnos en averiguar qué es lo que ha ocurrido con las hojas que han desaparecido a tu tío. Es una cosa muy importante.

Ana siguió sin decir nada. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Julián le apretó el brazo.

—No molestéis más a Ana —dijo a los mayores—. Si ella no quiere hablar, debe de ser por alguna buena razón.

—Me parece que está encubriendo a
Jorge
—dijo el señor Roland—. ¿Verdad que sí, Ana?

Ana rompió a llorar. Julián la rodeó con el brazo y volvió a hablar a los mayores.

—¡No la hagáis sufrir más! ¿No veis que está muy apenada?

—Será mejor que
Jorge
nos lo cuente todo cuando tenga a bien volver a casa —dijo el señor Roland—. Estoy convencido de que ella es la que ha puesto el frasco de aceite en el despacho, y si ella es la única persona que ha entrado allí, fácil será adivinar quién lo ha hecho todo.

Los chicos no podían creer de ninguna manera que hubiese sido
Jorge
la autora del latrocinio de los papeles de su padre. Pero Ana tenía sus dudas, y esto la trastornó más aún. Empezó a sollozar, apoyada en el brazo de su hermano.

—Cuando regrese
Jorge
, enviádmela en seguida a mi despacho —dijo tío Quintín muy irritado—. ¿Cómo va a poder trabajar un hombre si le ocurren estos contratiempos? ¡Nunca me gustó la idea de tener niños en casa!

Salió rápidamente de la habitación, furioso a más no poder. Los chicos lo vieron marchar, aterrorizados. El señor Roland cerró violentamente todos los libros que había en la mesa.

—Se terminaron las clases por hoy —dijo—. Coged vuestras cosas e iros a pasear hasta la hora de comer.

—Sí, es mejor que lo hagáis así —dijo tía Fanny, pálida y contrariada—. Es una buena idea.

El señor Roland y tía Fanny salieron de la habitación.

—No sé si el señor Roland querrá acompañarnos en el paseo —dijo Julián en voz baja—. Lo mejor que podemos nacer es eludirle y salir rápidamente de casa a ver si encontramos a
Jorge
y le advertimos de la situación.

—¡Exacto! —dijo Dick—. Sécate los ojos, Ana querida. Date prisa y coge tus cosas. Vamos a atravesar corriendo el jardín antes de que aparezca el señor Roland. Apostaría cualquier cosa a que
Jorge
ha ido a pasear por su lugar preferido: las rocas. ¡Seguro que la encontraremos!

Los tres chicos recogieron sus cosas y se dirigieron silenciosamente a la puerta del jardín. Querían evitar la compañía del señor Roland. Salieron sin ser vistos y se dirigieron directamente a las rocas, donde empezaron a buscar afanosamente a
Jorge
.

—¡Allí está, con
Timoteo
! —exclamó Julián señalando con el dedo—. ¡
Jorge
,
Jorge
, rápido! ¡Tenemos unas cuantas cosas que contarte!

CAPÍTULO XII

Jorge
, en un atolladero

—¿Qué es lo que hay? —preguntó
Jorge
cuando estaban todos reunidos—. ¿Ha ocurrido algo de particular?

—Sí,
Jorge
. ¡Alguien ha robado las tres hojas más importantes del libro que tu padre está escribiendo! —dijo Julián, jadeante—. Y han roto también los tubos de ensayo con los que tu padre estaba haciendo experimentos. ¡El señor Roland cree que tú tienes algo que ver con eso!

—¡El muy bestia! —exclamó
Jorge
, con sus azules ojos rezumando ira—. ¡Como si yo fuera capaz de hacer una cosa así! ¿Por qué dice que he sido yo?

—Es que dejaste un frasco de aceite en la chimenea del despacho —dijo Ana—. Yo no le he dicho a nadie lo que tú me contaste que hiciste esta noche, pero, de todos modos, el señor Roland ha adivinado que fuiste tú la que dejó allí el frasco.

—¿No les has dicho a tus hermanos lo que hice esta noche? —preguntó
Jorge
—. Bien, de todos modos, no hay mucho que contar, Julián. Se trata de que oí al pobre
Timoteo
tosiendo fuerte por la noche y, a medio vestir, fui a recogerlo y lo metí en el despacho, donde había todavía fuego en la chimenea. Mamá tiene siempre en el cuarto de baño un frasco con aceite para los resfriados, y yo se lo apliqué a
Timoteo
en la garganta pensando que él también se curaría. Nos dormimos los dos y nos despertamos alrededor de las seis. Yo tenía mucha prisa, estaba medio dormida y olvidé recoger el frasco. Eso es todo.

—Y ¿no cogiste ninguna hoja del libro que está escribiendo tu padre, ni rompiste nada? —preguntó Ana.

—Claro que no, tonta —repuso
Jorge
, indignada—. ¿Cómo puedes preguntarme una cosa así?

Jorge
nunca mentía y los chicos la creían siempre a rajatabla, dijese lo que dijese. La miraron todos, y ella les devolvió la mirada.

—Me pregunto quién habrá robado esas hojas, entonces —dijo Julián—. Si lo supiésemos, tu padre dejaría de estar reñido contigo. A lo mejor es que las ha guardado en un sitio seguro para no perderlas y luego lo ha olvidado. Y los tubos de ensayo deben de haberse roto por cualquier causa. Siempre noté que eran muy frágiles.

—Veréis la regañina que me voy a ganar por haber metido a
Timoteo
en el despacho —dijo
Jorge
.

—Y también por no haber ido a las clases esta mañana —dijo Dick—. En realidad, has metido la pata,
Jorge
. Enteramente parece que te has propuesto que te castiguen.

—¿No será mejor que no entres en seguida en casa, sino que esperes el tiempo suficiente hasta que los ánimos contra ti se hayan calmado? —dijo Ana.

—No —dijo
Jorge
rápidamente—. Si me han de reñir y castigar, pues bien: ¡que me riñan y castiguen cuanto antes! ¡No tengo ni chispa de miedo!

Reemprendió el camino por la rocosa senda, con
Timoteo
correteando alrededor de ella, como siempre. Los demás la siguieron. Estaban preocupados. No les agradaba nada la idea de saber que
Jorge
estaba a punto de llevarse una reprimenda mayúscula.

Por fin llegaron a la casa. El señor Roland los vio desde la ventana y corrió a abrir la puerta. Miró a
Jorge
con los ojos brillantes de ira.

—Tu padre quiere que vayas inmediatamente al despacho —dijo el preceptor. Luego miró a los otros con aire enojado—. ¿Por qué habéis salido sin mí? Yo pensaba acompañaros.

—¿Quería acompañarnos, señor? ¡Cuánto lo siento! —dijo Julián cortésmente, pero sin mirar al preceptor—. Hemos dado un corto paseo por entre las rocas.

—Jorgina, ¿has estado tú esta noche en el despacho de tu padre? —preguntó el señor Roland mirando a
Jorge
mientras ésta se quitaba el sombrero y la gabardina.

—Lo que tenga que decir se lo diré a mi padre, no a usted —dijo
Jorge
.

—Lo que te pasa a ti es que estás empeñada en que te den una buena azotaina. ¡Y si yo fuera tu padre no dudaría un momento en propinártela!

—Usted no es mi padre —contestó
Jorge
.

Se dirigió a la puerta del despacho y la abrió. No había nadie allí.

—Papá no está aquí —dijo
Jorge
.

—Estará dentro de un minuto —dijo el señor Roland—. Métete ahí y espera. Y vosotros, id arriba a lavaros para la merienda.

Los otros chicos se sentían algo culpables de dejar sola a
Jorge
en esas circunstancias. Pudieron oír a
Timoteo
que emitía desde el jardín lastimeros aullidos. Él sabía que su amita estaba en un grave aprieto y deseaba sobremanera estar con ella.

Jorge
se sentó en una silla y empezó a contemplar el fuego, recordando la última noche cuando se sentó sobre la alfombra y empezó a dar friegas en la garganta de
Timoteo
. ¡Qué tonta había sido olvidándose el frasco!

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