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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (3 page)

♦♦♦

 

Tocaron el timbre alrededor de las dos de la tarde. Nacho y Camila, que hacían los deberes en la mesa del comedor, se miraron, extrañados. Lo común era escuchar el sonido estruendoso del portero eléctrico, pero no el del timbre del departamento. Se trataría de Aníbal, suposición que Camila eliminó al ver la hora, las dos y diez: aún era el descanso intermedio del portero, y Aníbal prefería morir antes que trabajar durante esas horas.

Observó por la mirilla. Se trataba de la vecina, Alicia Buitrago.

—Hola, Camila.

—Hola, Alicia.

—Necesito que me salves. La
babysitter
acaba de llamarme para decirme que no puede venir. ¡Recién ahora! ¡Me plantó cuando estoy a punto de recibir a mi primera paciente! ¿Podrías venir a casa y mirar a Lucito mientras yo trabajo? ¡Te voy a pagar!

—No, no, está bien —balbuceó. No sabía qué hacer. Por un lado, Alicia la atraía, le resultaba franca y alegre. Por el otro, temía que sus padres se enfurecieran al saber que se había metido en la casa de una desconocida. “¡Ni tan desconocida!”, pensó. “Es la vecina”. Ganarse unos pesos no era un estímulo menor.

—Disculpame. ¿Estabas haciendo algo?

—Los deberes.

—Si querés —propuso la vecina—, traé los libros y estudiá en casa. A Lucito lo ponemos en el corralito y él solito se entretiene. Es muy bueno y tranquilo. Lo único que necesito es que estés cerca de él y que le eches un vistazo, mientras yo estoy en el consultorio con mis pacientes.

—Está bien —aceptó, y experimentó una sensación muy peculiar, nueva, una especie de contento y de seguridad que la llevaron a sonreír. Buscó sus carpetas y sus libros y caminó tras Alicia, que alcanzó a darle algunas indicaciones –cambio de pañales, mamadera, juguetes favoritos y demás– antes de que sonase el portero eléctrico anunciando la llegada del primer paciente.

Alicia Buitrago atendía a dos clases de personas: las que venían a consultarla como astróloga, y las que la buscaban como terapeuta. Camila juzgó que le iba bien, porque vestía buena ropa, calzaba excelentes sandalias y su departamento tenía un decorado costoso, no en el estilo que Josefina Zuviría de Pérez Gaona habría aprobado, sino en uno moderno y minimalista.

Esa primera tarde, Camila no volvió a abrir los libros. En honor a la verdad, no tenía mucho para estudiar y había completado la tarea antes de que Alicia se presentase; por lo que se lo pasó jugando con Lucito, al que encontró el bebé más adorable, simpático e inteligente que conocía; aun cambiarle los pañales se convirtió en una actividad lúdica.

Alrededor de las seis de la tarde, después de jugar sobre la alfombra con los cubos de colores, tuvo hambre. A Camila la sorprendía la soltura que, en pocas horas, había adquirido para moverse en esa casa; se sentía parte del entorno. Como Alicia la había autorizado, abrió la heladera. Ni siquiera en la época de pujanza de su familia la heladera había estado tan bien surtida. Con su madre siempre a dieta, era infrecuente encontrar los postres, tortas y bebidas que Camila apreciaba en ese momento. Se le hizo agua la boca. Se sirvió una porción de
cheesecake
con salsa de frutos del bosque, su favorita, y preparó té con leche. Sentó a Lucito en la silla alta y le dio una galletita dulce de las que Alicia le había indicado. Mientras disfrutaba la
cheesecake
, se torturaba con la idea de que estaba gorda y de que no debería comerla. Lucito la miraba comer, mientras babeaba el bizcocho. La contemplaba con una seriedad que a Camila le arrancó una carcajada ahogada. Lo observó. Era bonito, de ojos verdes agrisados y cabello castaño claro. No se parecía a Alicia, y se preguntó si habría salido al padre. No recordaba haberse cruzado con ningún hombre en ese año y pico que llevaba viviendo ahí.

Lucito se refregó los ojos y, sin quejarse, apoyó la cabeza sobre la bandeja de la silla. Camila se quedó mirándolo, embargada de ternura. Apuró el último trago de té, lavó la vajilla –los ojos soñolientos de Lucito la seguían–, la dejó en el secaplatos y lo sacó de la silla alta. El niño apoyó la cabeza sobre el hombro de Camila. Le provocó una sensación agradable sentir el peso de esa cabecita y el calor de su cuerpito en el pecho. Lo abrazó y lo llevó al comedor, aunque cambió de parecer y caminó hacia el
living
, una estancia por la que había pasado sin detenerse, y se apoltronó en el sillón.

Al principio y dada a la escasez de luz, no entendió el cuadro que tenía enfrente. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, se estremeció. Se trataba de una lámina enorme, tal vez de un metro por un metro, con un marco sobrio y dorado, que mostraba a una mujer acostada, desnuda y con las piernas abiertas, de la cual se veía parte del torso y por completo el monte de Venus, cubierto de rizos negros. El realismo del cuadro resultaba admirable, tanto que parecía una fotografía. Lo que atinó a pensar la hizo reír: “Esa tiene jamones más blancos, gordos y fláccidos que los míos”. Y, sin embargo, un pintor había querido retratarla. Se levantó con dificultad y se aproximó para leer una leyenda al pie del cuadro:
L’Origine du
monde
-
Gustave Courbet
-
Musée d’Orsay
-
Paris.

—¿No es bellísimo?

—¡Ah! —se asustó Camila—. No te escuché entrar.

—Es que estabas tan absorta. Veo que Lucito ha hecho migas con vos de inmediato. Cuando le da sueño, no se duerme con nadie, excepto conmigo.

—Es muy bueno.

—¿Te gusta
L’Origine du monde
? —Alicia pronunció bien el francés—. Estuvo oculto detrás de otra pintura durante muchísimo tiempo. Causó gran escándalo en su época, 1866. Yo lo encuentro fascinante.

—Parece una foto —acotó Camila.

—Porque Courbet es uno de los padres del realismo. Me encanta toda su obra. ¿De qué signo sos, Camila?

—De Tauro.

—¡Taurina! Como Lucito.

—No sé nada de astrología.

—¿Sabés cómo definimos los astrólogos a alguien de Tauro? Yo siento.

—¿Yo siento?

—Sí. Ustedes son los más sensuales del Zodíaco. Todo lo aprecian a través de los sentidos: el del gusto, el de olfato, el del tacto. En su forma más básica, son glotones y cómodos, no les gusta moverse.

Camila ocultó su sorpresa. Nadie la había definido con mayor exactitud en sus casi dieciséis años. Amaba comer y le gustaba echarse a leer o a ver la tele; le encantaba dormir hasta tarde; detestaba que la apurasen y odiaba la práctica de deportes, algo en lo que su padre insistía.

—¿Ya terminaste con tus pacientes?

—Sí, por hoy sí. —Alicia le extendió varios billetes—. A la
babysitter
le pago veinticinco pesos la hora. Has estado cuatro horas, son cien pesos.

“¡Cien pesos!”.

—Gracias, pero lo hice con gusto. No tenés que pagarme.

—Por supuesto que tengo que pagarte. Nadie trabaja gratis, Camila. Además, quería proponerte que te convirtieras en la
babysitter
de Lucito. Parece muy a gusto con vos. ¿A qué hora salís del colegio?

—A la una ya estoy en casa, a excepción de los martes y jueves que tengo gimnasia. Esos días llego a las dos y media.

—No hay problema. Los martes y jueves yo empiezo a atender alrededor de las tres. Podés almorzar aquí cuando llegues.

La idea la tentaba: cien pesos por día y la grata sensación que le provocaba estar en esa casa con Lucito.

—No sé si mi mamá querrá.

—¿Querés que hable con ella?

—No, no —se apresuró a decir. Josefina no aceptaría al tipo de mujer que encarnaba Alicia: psicóloga, astróloga y que encendía sahumerios. Si llegaba a descubrir
L’Origine du
monde
, la negativa sería contundente—. Yo le pregunto y te llamo más tarde.

—Muy bien. Anotá mis teléfonos.

 

♦♦♦

 

Fue Juan Manuel, su padre, el que le dio una mano para convencer a Josefina.

—Juan, no tenemos idea de quién es esta mujer.

—Es la vecina. Camila estará enfrente de casa.

—¿Y decís que ella trabaja ahí? —Josefina se dio vuelta para dirigirse a su hija.

—Sí. Es psicóloga y tiene el consultorio en el departamento. —Se abstuvo de mencionar la parte zodiacal del asunto—. El departamento de ella es el doble del nuestro.

—Vas a descuidar los estudios —insistió, y Juan Manuel soltó un bufido.

—¡Por favor, Josefina! ¿No conocés a tu hija? Es la chica más responsable y aplicada de la Argentina.

—Cuidar a un bebé no es un juego.

—Solo tengo que mirarlo —intervino Camila—. Lo pongo en el corralito y lo miro desde la mesa en la que estudio.

—¡Por favor, Camila! He criado a dos hijos. No me digas que lo vas a dejar en el corralito y que ahí se va a quedar lo más tranquilo porque sé que no es verdad.

—Es muy tranquilo. Además, me pagaría muy bien. Yo quiero tener mi plata.

La última frase caló en el matrimonio Pérez Gaona. Sus gestos se ensombrecieron e intercambiaron miradas apesadumbradas. Camila aprovechó y siguió adelante con la táctica.

—Hoy me gané cien pesos por estar con Lucito cuatro horas.

—¡Cien pesos! —exclamó Nacho—. Yo también quiero ser
babysitter
.

—¡Andá a tu cuarto a terminar ese mapa, Ignacio! —lo apremió Josefina.

—¡Ufa!

—Y si te veo otra vez en ese maldito Facebook, vas a tener penitencia por un mes.

—¡Ufa!

—Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

—¿Te pagaría cien pesos todos los días? —Juan Manuel pasó por alto el refrán de su esposa y se lanzó a hacer cálculos.

—No lo sé, papá. Tal vez algunos días me necesite menos horas.

—Lo dudo. Al final, tu hija, Jose, va a ganar más que vos, que te deslomás dando clases.

—Así podría tener plata para mis gastos —arremetió Camila— y no tendría que pedirles a ustedes. —Aunque, a decir verdad, poco les pedía desde que la fábrica había quebrado. A veces se preguntaba si sus padres estaban al tanto de que las zapatillas le quedaban chicas.

—Quiero conocer a la tal Alicia.

—Es encantadora —dijo Juan Manuel, y el interior de Camila tembló. ¿No conocía a su esposa para expresarse con tanta liviandad acerca de una mujer joven y atractiva? ¿No sabía que era celosa? Su futuro de
babysitter
estaba al borde de la muerte.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo sabés que es
tan
encantadora?

—Me la crucé varias veces en el ascensor.

—Mirá lo que son las cosas. Yo nunca me la crucé.

—Cami —dijo Juan Manuel—, llamá a la vecina y preguntale si puede venir un momento.

Camila espiró con alivio: había temido que sus padres decidiesen visitar la casa de Alicia Buitrago, en cuya sala, en lugar de la
Madonna con el niño
, como tenían ellos, se encontraba el cuadro más escandaloso que ella conocía.

Alicia accedió de muy buena gana y, en cinco minutos, se hallaba en el
living
de los Pérez Gaona con Lucito en brazos. En opinión de Camila, su madre no se molestó en ocultar la antipatía que le provocaba la vecina. Alicia, en cambio, se desenvolvió con cordialidad. Juan Manuel decidió que probarían durante una quincena. Si Camila, debido al trabajo, no cumplía con las obligaciones escolares, renunciaría.

Esa noche comieron en un ambiente tenso y silencioso. Camila se sentía culpable. Nacho, su hermano, como siempre en Babia, hablaba de su primer día de clase, sin caer en la cuenta de que nadie le prestaba atención. Camila lavó los platos y se fue a bañar. Se acostó en la cama, y, debido a que su habitación era la de servicio y se hallaba alejada –el departamento tenía dos dormitorios, y ella se había negado de plano a compartirlo con su hermano, ni siquiera con el biombo de la abuela Laura en medio–, apenas oía las voces de sus padres. No obstante, sabía que estaban discutiendo. Lo hacían a menudo desde que la situación económica familiar se había tornado tan difícil. Camila se angustió al pensar que peleaban por culpa de ella, de su insistencia por trabajar con Alicia.

Alicia le había dicho cosas interesantes y desconcertantes:
Yo siento
. Así se definía a un taurino. Puro sentimiento y sensación.
En su forma más básica, son glotones y cómodos, no
les gusta moverse.
Pocas veces la habían descripto con tanta precisión. En realidad, era la primera vez que alguien se preocupaba por describirla. “¿Cómo soy?”, se preguntó.

 

 

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